El emperador
Chao-Kung-Gin, tal vez debido a su juventud, era muy prepotente. Le gustaba
armar jaleo, pelearse, hacer juegos de azar, pero no le gustaba perder. Cuando
era él quien ganaba, cogía el dinero y se iba muy orgulloso; si le tocaba
perder, buscaba cualquier pretexto para una pelea y les daba una paliza a sus
compañeros de juego.
Pero un día recibió una
lección de aquellas que se recuerdan toda la vida. En esa ocasión se encontraba
en el campo, sin dinero en el bolsillo, y sintió mucha sed. El terreno que lo
rodeaba era desierto y no estaba cultivado. Un poco más adelante, en cambio,
había un campo, lleno de melones maduros, en el que trabajaba, muy encorvado,
un viejo jardinero. Al príncipe se le hacía agua la boca. Se palpó los
bolsillos pero no encontró ni un céntimo.
-Vale -pensó, no pagaré
nada. Cuando el viejo me pida el dinero, le diré que es demasiado y le daré
unos garrotazos. Se acercó al jardinero y, con actitud altanera, le dijo:
-Eh, tú, dame unos
melones.
El viejo alzó la cabeza,
miró al príncipe y respondió cortésmente:
-Un poco de paciencia,
Majestad, sólo un poco de paciencia. Cogió algunos de los mejores melones, los
colocó sobre unas hojas frescas y se los entregó al príncipe:
-Dignaos probar éstos,
Majestad, y si no os gustan, elegiré otros.
Se alejó un poco, se
acuclilló y encendió tranquilamente su pipa.
El príncipe comió los
melones, que eran excelentes. Después hurgó en su bolsillo, como si quisiese
pagar, y preguntó:
-¿Cuánto te debo, viejo?
-¿Que cuánto me debéis?
¿Por unos melones? Ni hablar.
El príncipe no se
esperaba esta respuesta. No tenía nada para pagar los melones, pero era
demasiado orgulloso para sentirse en deuda. Por ello dijo:
-No, viejo, no es correcto.
Jamás se ha visto que un jardinero regale sus melones.
El viejo sonrió:
-Si realmente quieres
pagar, dame una moneda de cobre.
También esta respuesta
desconcertó al príncipe. Sin duda no podía ponerse a discutir, diciendo que era
demasiado, porque no existían monedas menos valiosas que las de cobre. Pero no
podía pagar porque no tenía en el bolsillo ni siquiera una moneda de ésas. ¿Qué
hacer? Finalmente alzó la cabeza y murmuró:
-No llevo dinero, ni
siquiera una moneda de cobre. Te pagaré con mi trabajo. Dime qué debo hacer y
lo haré.
El viejo volvió a
sonreír:
-¿Un trabajo? Aquí no hay
nada que hacer, ni siquiera para mí. Si a toda costa quieres hacer algo, haz
una bonita cabriola. Pero, si no tienes ganas, no la hagas.
El altanero príncipe bajó
la cabeza, confundido. Enfadarse no podía, porque él mismo le había pedido al
viejo que le ordenase hacer algo. Además, el viejo había dicho que, si no tenía
ganas, podía renunciar a hacer la cabriola.
Por fin, el príncipe miró
atentamente a su alrededor, para estar seguro de que nadie lo veía, y se puso
cabeza abajo para hacer la cabriola. Pero el viejo lo cogió por un brazo y le
dijo:
-Basta, basta, Majestad,
es suficiente. Cuando llegaste aquí, me hablaste como un hombre acostumbrado a
no inclinarse jamás ante nadie. Y ahora, fíjate, estás con la cabeza tocando
el suelo frente a un pobre diablo como yo.
¿Qué podía responder el
príncipe? Se inclinó profundamente ante el viejo jardinero y se marchó muy
avergonzado. Pero jamás olvidó aquella lección durante el resto de su vida.
005. anonimo (china)
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