Había una vez un hombre
que tenía muchas propiedades pero poco cerebro. Una manada de doscientos
cincuenta bueyes representaba su mayor riqueza. Ni siquiera el emperador tenía
una tan numerosa. El rico tonto se sentía muy orgulloso y, por miedo a que se
la robasen, solía llevarla a pastar él mismo. Un día, un tigre se lanzó sobre
la manada y, antes de que el rico pudiese ahuyentarlo, desgarró y devoró un
buey. El ricacho se puso muy triste y dijo para sus adentros: «Mi espléndida
manada ya no vale nada, le falta un buey y ya no está completa. Nadie querrá
comprármela. ¿Qué puedo hacer? Será mejor que me libere de todos los bueyes».
Arrojó los doscientos
cuarenta y nueve bueyes restantes por un barranco. Así que su riqueza se esfumó
y tuvo que buscar trabajo. Lo contrataron como jardinero en los jardines del
emperador. Era un gran jardín lleno de flores y de árboles en cuyo centro
crecía un espléndido peral que daba las mejores peras del país.
Cuando llegó la primavera
y el peral floreció, el emperador le dijo al tonto:
-Te recomiendo mucho este
peral. En otoño recogerás todas las peras que dé. Ten cuidado de que no falte
ninguna.
El tonto se tomó muy a
pecho la orden del emperador y pensó cuál sería la mejor manera de evitar que
se perdiesen las peras. Finalmente, tomó una decisión: con una sierra y un
hacha abatió el peral, tal como estaba, en plena floración. Y se sintió
satisfecho consigo mismo: «Así estoy seguro de que no se perderá ni siquiera
la pera más pequeña. Y, cuando las haga recogido todas, volveré a plantar el
árbol».
El emperador, sin
embargo, en vez de felicitarlo por su decisión, le hizo dar cien azotes y lo
desterró de la ciudad imperial.
El tonto emprendió el
camino del destierro. Vagó mucho tiempo por las carreteras imperiales, padeció
hambre en ciudades y en aldeas. Finalmente, lo favoreció la suerte: un rico
mercader lo tomó a su servicio.
Un día, el nuevo amo lo
envió al mercado a que hablase con un excelente alfarero, a quien necesitaba
porque quería renovar los cacharros y los platos de la casa. El tonto fue al
mercado, pero no encontró al alfarero. Sólo dio con él en el camino de vuelta.
Estaba junto a un montón de vasijas rotas, fustigaba a su burro y se lamentaba.
El tonto le preguntó:
-¿Por qué te lamentas de
ese modo?
-No me lo preguntes. Iba
al mercado a llevar mis cacharros, cuando este burro desgraciado se escapó y
rompió toda mi carga. Ha destruido en un minuto mi trabajo de un año.
Al escuchar esas
palabras, el tonto tuvo una idea de las sugas y dijo:
-Pero ese burro, si es
capaz de destruir en un minuto lo que tú has hecho en un año, es un animal
milagroso. Te lo compro.
Y, con el dinero de su
amo, compró el burro del alfarero, pagándoselo tan bien que éste no habría
ganado tanto vendiendo todas sus mercancías.
El alfarero se fue muy
contento. Pero no se mostró tan contento el amo cuando vio que su empleado
llegaba a su casa con un burro, en lugar de aparecer con el alfarero que
necesitaba.
-¿Por qué no me has traído
al alfarero, tal como te había pedido?
-Espera, no te enfades
-respondió el tonto, este burro es cien veces más hábil que el propio alfarero.
Piensa que en un minuto puede deshacer lo que el alfarero hace en un año.
-Eres la persona más
tonta que he conocido en mi vida. Aunque ese burro trabajase cien años, no
podría hacer nada nuevo ni útil.
Y echó del trabajo a su
estúpido empleado.
Esta vez el tonto ya no
siguió buscando trabajo. Decidió salir en busca de tesoros. Y como a veces la
fortuna es generosa con los tontos, después de mucho buscar encontró un gran
cofre en una vieja casa abandonada. Cuando lo abrió, vio que estaba lleno de
oro, plata y piedras preciosas. Hundió en él sus manos pero, de repente, se
quedó pasmado. Desde la tapa abierta del cofre alguien lo miraba. Sin embargo,
como era tonto, no reconoció que era su propio rostro el que lo miraba desde
un espejo. Creyó que era el dueño del cofre, se puso de rodillas, alzó los
brazos e imploró:
-Perdóname si te he
molestado. No sabía que estabas en el cofre. Creía que estaba vacío.
Después, siempre
retrocediendo y haciendo mil reverencias, salió de la habitación y puso pies en
polvorosa, tan pobre como antes.
Después de mucho
vagabundear, llegó a una aldea. Era un lugar pequeño, como muchos otros, pero
allí manaba la mejor agua de toda la región. Los habitantes de la aldea, sin
embargo, no estaban muy satisfechos. Todas las mañanas debían llevarle esa agua
al emperador, a su residencia imperial, y, como la ciudad estaba a unos quince
kilómetros, los desdichados se pasaban todo el tiempo yendo de aquí para allá
con el agua a cuestas; no podían llevar a cabo otras tareas y, a menudo, no
tenían qué comer. Al final, tomaron la decisión de emigrar a una provincia lejana
para librarse de aquella pesada obligación. Entonces, el tonto dio unos pasos
adelante y dijo:
-Pero ¿por qué emigrar?
No encontraréis en otra parte mejores casas y campos más fértiles que éstos.
Haced lo siguiente: enviadle una súplica al emperador rogándole que acorte un
poco la distancia entre la aldea y la ciudad. Si le mandáis, además, un bonito
regalo, seguramente os complacerá.
El consejo agradó a los
pobladores. Juntaron lo poco que tenían, compraron un buen jarro de oro y le
pidieron al tonto que se lo llevase de regalo al emperador.
El emperador recibió
afablemente al embajador de la aldea, aceptó de buena gana el costoso regalo,
escuchó la súplica y se dignó, sin más, a complacer los deseos de sus súbditos.
Ese mismo día, lanzó una proclama por la cual la distancia de la aldea a la
ciudad y de la ciudad a la aldea quedaba reducida de quince kilómetros a siete.
Los pobladores recibieron
la proclama del emperador con gran entusiasmo y, desde aquel día, la carretera
de la ciudad ya no pareció tan larga y agotadora como antes. Y, para manifestarle
su reconocimiento al tonto, que les había dado un consejo tan bueno, lo
eligieron alcalde de la aldea. En la práctica, era el más astuto de todos.
005. anonimo (china)
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