Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 17 de junio de 2012

Los dos amigos .005

En tiempos de la dinastía Ming vi­vían en China dos muchachos que eran grandes amigos. El uno se llamaba Tung-Po-Hua y el otro, Kuo. Este últi­mo era dueño de un bonito pabellón de vinos. Ambos jóvenes pasaban largos ratos charlando alegremente ante unas buenas tazas de vino caliente. Hacía ya bastante tiempo que se habían conoci­do. Fue en el mercado precisamente; ambos solían ir allí a comprar hígado y carne de cerdo para sus padres. Pron­to de tanto verse siempre ante la mis­ma parada llegaron a considerarse como viejos conocidos: empezaron a cruzarse algunas palabras entre ellos y acabaron trabando una buena amistad.
Al principio, Tung iba sólo de vez en cuando al honorable pabellón de vi­nos de Kuo, pero acabó yendo con tan­ta frecuencia que muchas veces ya no le llegaba el dinero para pagarle, por lo que su buen amigo se tenía que conten­tar con anotar todos los gastos de Tung en una libreta. Kuo pronto tuvo en su cajón más libretas que sapeques, pero no se preocupaba ni poco ni mucho. Sabía que su amigo Tung era excepcio­nal: por complicada que fuera una si­tuación siempre sabía salir airoso de ella.
Un buen día le dijo Tung a su amigo:
-Honorable Kuo, me parece que tu negocio gracias a mí y a otros no va en camino de prosperar precisamente. He de encontrar una solución, si no te veo en la ruina.
Tung se pasó un buen rato pen­sando, luego levantó la cabeza y dijo:
-Kuo, lo mejor que puedes hacer es tirar todo el vino que te queda en las ánforas y llenar las tinajas de na­ranjas; es el mejor consejo que puedo darte.
Kuo no se lo hizo decir dos veces. Al día siguiente descolgó el letrero que había en la puerta del honorable pabe­llón de vinos y puso otro que decía: «Se venden naranjas.»
La gente no paraba de decir: «Este honorable Kuo se ha vuelto loco, tirar el vino y comprar naranjas en un mo­mento en que el negocio le iba mal pre­cisamente. Hay cosas que sólo un In­mortal sería capaz de entender.»
Aquellas buenas gentes al decir lo de Inmortal no andaban desencamina­das del todo. La extraña idea nadie sa­bía que había salido de la mente de Tung y nadie podía llegar a saber tam­poco que éste, a no tardar, se iba a convertir precisamente en un Inmortal. El caso es que como todo el mundo ig­noraba tales cosas, el pobre Kuo anda­ba en lenguas de todos, y no salía pre­cisamente muy bien librado.
Pero Kuo permanecía impasible, in­mutable y sereno. Jamás desa-parecía de su cara su simpática sonrisa. Cuan­do alguien se permitía insinuarle algo respecto a aquella extraña decisión de vender naran-jas en lugar de vino, Kuo se limitaba a sonreír un poco más y callaba. Nadie tenía por qué saber que estaba siguiendo los consejos de su buen amigo Tung. «Tarde o temprano, Tung acabará teniendo razón -pensa­ba Kuo-, a la larga nunca se equivo­ca.»
Kuo estaba al borde de. la ruina to­tal, pero seguía sonriendo y teniendo confianza en su amigo. Tung se limi­taba a decirle:
-Espera y ten confianza; las na­ranjas tarde o temprano te serán úti­les y...
Y así fue. Se declaró una terrible epidemia en el distrito y la gente moría a centenares. Pronto se descubrió que el único remedio para combatir aquella terrible plaga era el zumo de naranja. Kuo tenía que tener abierto día y no­che su comercio; vendía tanto que has­ta le dolían las manos de coger naran­jas y embolsar sapeques. Tantas ven­dió que de la noche a la mañana el buen Kuo se hizo rico. El joven se de­cía a sí mismo que ya era cosa de es­perar. Tung, su gran amigo, ya sabía él que no era un ser normal y que to­das sus sugerencias tarde o temprano tenían que conducir a buen fin.

Los dos amigos estaban tomando el té. Kuo seguía sonriendo, su sonrisa era imperturbable, pasara lo que pa­sara a su alrededor; pero de pronto su querido amigo Tung le dijo algo, que por primera vez en su vida le hizo ce­rrar la boca:
-Mi querido amigo -estaba dicien­do Tung en aquellos momentos, he venido a tomar el té contigo, porque tengo que despedirme de ti. Esta noche se me ha aparecido en sueños un In­mortal y me ha ordenado que acuda a una cita. Tengo que reunirme con él en un puente; luego debo acompañarle a la morada de,los Inmortales; pero an­tes de partir deseo encomendarte a mi anciana madre; desearía que cuidaras de ella lo mejor posible, ya que yo ten­go que abandonar este mundo.
-Honorable Tung, tus palabras me han apenado hondamente. Eres mi me­jor amigo y siento mucho tener que separarme de ti. Sobre lo que me dices de tu anciana madre, no pases ninguna pena. Desde ahora la considero como si fuera la mía. Mañana mismo la traeré a vivir a mi casa.
Las dos amigos se separaron muy apenados, aunque aparente-mente tra­taron de disimularlo lo mejor posible. Habría sido de muy mala educación demostrar de un modo tan patente sus sentimientos.
Tung estaba esperando en el puen­te la llegada del Inmortal. De pronto oyó a alguien que le llamaba por detrás diciendo:
-Yo soy aquel a quien esperabas. Échate inmediatamente a las aguas del río.
Tung, reconociendo en la voz de aquel ser a un Inmortal, no lo dudó ni un momento. Saltó por encima del puente y se echó en las heladas aguas, pero antes de que hubiera podido lle­gar a tocar el húmedo elemento se halló sentado sobre un maravilloso césped, rodeado de un paisaje resplandecien­te de luz y color; el Inmortal estaba ahora a su lado y le sonreía compla­cido. No habían caminado aún ni cien pasos cuando de pronto apareció ante ellos un enorme tigre. Tung oyó como el Inmortal le decía:
-Sigue andando hacia él.
Tung así lo hizo. La terrible fiera dio de pronto un prodigioso salto y se abalanzó sobre él.
Pero Tung sin que pudiera explicár­selo se hallaba maravillosa-mente sano disfrutando de las delicias de un es­pléndido bosque. El Inmortal seguía andando a su lado y de nuevo le son­reía de un modo aprobatorio.
Ambos personajes siguieron su ca­mino. Pronto se.halló Tung ante la boca de un enorme horno del que salían te­rribles llamas. El joven se detuvo, pero oyó que la voz del Inmortal le decía:
-Métete dentro.
Tung dio un paso sin vacilar y se en­contró en seguida entre las llamas, pero por extraño que parezca las llamas pa­recían resbalar sobre sus vestidos como los rayos del sol. Tung se encontraba deliciosamente bien; pronto se dio cuenta de que acababa de penetrar en un país desconocido. Entonces com­prendió que su vida de polvo y aire ha­bía desaparecido; había penetrado en el país de la Eterna Dicha. A Tung sin embargo en aquel momento se le ocu­rrió pensar que en la Tierra también se estaba muy bien. Mientras estaba su­mido en tales pensamientos oyó de pronto una severa voz que le decía por la espalda:
-Tung, todavía conservas el cora­zón de tu antigua vida de miserable polvo. ¡Vuelve a la Tierra, aquí no pue­des estar!
Tung no habría podido decir cómo había sucedido, pero de pronto se halló de nuevo andando por un camino, ves­tido con sus humildes ropas, y con las sandalias llenas de polvo. Se disponía a descender por aquel sendero que ni siquiera sabía a donde conducía, cuan­do de nuevo oyó la voz del Inmortal que le decía:
-Tung, si quieres regresar al lugar de donde has venido, tienes que andar leguas y leguas, siempre hacia el este sin torcer nunca tu camino. Para tan largo viaje te hará falta contar con di­nero. Toma esta piedra, con ella po­drás ganarlo. Cuando desees tener sa­peques, acércate a un sitio donde veas gente y di con voz potente «Quien quie­ra comprar truenos que se acerque. Vendo de todas clases.» A los que se dedican a comprártelos tienes que ha­cerles estos signos que te indico en la palma de la mano. Luego diles que mantengan la mano cerrada hasta el momento en que quieran que se pro­duzca el estruendo. Entonces tienen que abrirla: cuanto más la abrían, más grande será el ruido que se oirá. Ten la seguridad de que con este talismán nada te faltará en el camino.
Tras decir estas palabras el Inmor­tal se esfumó en el aire. Tung no pudo descubrir de ninguna manera cómo ha­bía llegado ni por donde se había ido.

El joven Tung empezó a andar a buen paso, siempre hacia el este. Por la noche se quedó duitiiiendo bajo un árbol y al día siguiente reemprendió el camino. Empezó a sentir hambre; pri­mero fue sólo un leve cosquilleo en el estómago, después ya fue algo más agu­do, al final era tan dolorosa aquella ne­cesidad que temía desvanecerse de un momento a otro. De pronto se dio cuen­ta con gran alegría de que estaba lle­gando a una pequeña ciudad.
En cuanto llegó a la población, Tung se colocó en el sitio más concurrido y empezó a vocear diciendo:
-¡Quien quiera comprar truenos que se acerque! ¡Vendo de todas clases!
Pronto un enorme corro de chicos y mayores se había formado a su alre­dedor y todos querían comprar. Tung apenas acertaba a poder hacer los sig­nos debidos en las manos. Por fin to­dos estuvieron servidos y nuestro hom­bre, muy satisfecho con un buen puña­do de dinero en el bolsillo, se dirigió a una casa de comidas, donde pudo sa­ciar su hambre con los más apetitosos manjares, desde las deliciosas aletas de tiburón hasta los sabrosos huevos de golondrina.
Tung seguía andando siempre hacia el este. Llevaba ya meses y meses de camino, pero no podía quejarse. Nun­ca le faltaba buena comida y buen le­cho gracias a su fructífera «Venta de Truenos».
Aquella mañana el corazón de Tung empezó a latir alocadamente. Sí, sus ojos no le engañaban. Ante su vista aparecía un magnífico panorama en cuyo fondo se destacaban airosamente los tejados de líneas graciosamente cur­vadas de los templos de su ciudad na­tal. Tung dio allí mismo gracias a los dioses por el inmenso favor que le ha­bían dispensado y empezó a andar con nuevos bríos, apoyándose con una mano en su bastón y sosteniendo fir­memente con la otra su maravilloso ta­lismán.
La anciana señora no cesaba de ex­presar su alegría por el regreso de su querido hijo Tung. Continuamente le decía lo bien que se había comportado con ella el bueno de Kuo. Tung daba las gracias a su amigo con grandes muestras de cortesía.
La amistad de Tung y Kuo volvía a ser más firme que nunca. Kuo osten­taba ahora un alto cargo en la ciudad, pero seguía siendo el gran amigo de Tung. £ste se ganaba muy bien la vida vendiendo truenos en medio de la plaza de la ciudad.
Aquel día la Audiencia iba a revestir especial importancia. Un alto magistra­do iba a entrar en la sala y presidiría personalmente la sesión. Pero los asis­tentes al acto tuvieron la mala ocurren­cia de ir antes a proveerse de truenos a la plaza y en el momento más solem­ne del acto empezaron a oírse tremen­dos ruidos y detonaciones por toda la sala. Todo el mundo abría las manos.
El alto dignatario, tras haber com­probado que tales truenos no obede­cían a ningún fenómeno atmosférico, decidió averiguar por su cuenta qué era lo que había ocurrido. Tras haber interrogado a unos y a otros pronto llegó a la conclusión de que todo obe­decía a los famosos truenos que vendía cierto personaje llamado Tung en me­dio de la plaza. El magistrado no tardó en encontrar la manera de man-dar a la cárcel a Tung: lo procesó por hechi­cero.
Desde el fondo de su mazmorra Tung meditaba profundamente sobre la extraña suerte de los humanos. De pronto oyó que alguien abría la puerta y oyó la voz de su querido amigo Kuo que le decía:
-Sal de aquí, honorable Tung. He podido lograr que te pusieran en liber­tad. Gracias a mi alto cargo no me ha resultado excesivamente difícil. Estoy muy contento.
Los dos amigos se saludaron con gran alegría y mientras se dirigían ha­cia la calle, Kuo le estuvo contando a su amigo que muy pronto iba a tener que acompañar a aquel magistrado en una gira por el distrito.
Tung se puso entonces muy serio y mirando severamente a su amigo Kuo le dijo:
-Kuo, bajo ningún concepto tienes que emprender ese viaje. Grandes des­gracias afligirán a ese magistrado; alé­jate de él si no quieres que su terrible desgracia te alcance también a ti. Te lo ruego.
-¡Oh Tung! Mucho te agradezco tu consejo, pero esta vez me va a ser imposible seguir tus indicaciones, por­que debido a mi cargo me veo obligado forzosamente a acompañarle. No pue­do negarme, ni alegar ningún pretexto. Lo siento.
-Está bien -dijo entonces Tung, en ese caso sólo puedo ayudarte dán­dote esa píldora. ¡Tómatela ahora mis­mo! Con ella lograrás apartar de ti el peligro.

Todo el mundo hablaba de la terri­ble enfermedad que había contraído el alto dignatario Kuo. Éste empeoraba de día en día. El magistrado había te­nido que salir en visita de inspección sin poder llevarle en su compañía. En el mejor de los casos, Kuo tardaría quince días en poder levantarse de la cama.

Todos los habitantes de la ciudad hablaban consternados de aquel suce­so. Acababan de saber que no lejos de allí se había producido una insurrec­ción. El encargado de sofocarla había sido el alto magis-trado de la ciudad, pero aquel mismo día había llegado un mensajero anunciando que el gran ma­gistrado y todos sus acompañantes ha­bían muerto en el cumplimiento de su deber.

Sentado al pie del lecho de su ami­go, Tung escuchaba sonriente lo que éste le decía:
-Sí, amigo Tung -decía Kuo en aquel momento; tardé bastante en ­compren-der que me habías dado aquella píldora para hacerme enfermar con el fin de impedir que acompañara al gran magistrado en su gira. De no haber sido así, yo ya no me contaría entre el número de los vivos. Te doy las gracias; una vez más me has demostra­do que eres mi mejor amigo. Que los inmortales te proporcionen la felicidad.

005. Anonimo (china),

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