Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 1 de junio de 2012

El espejo mágico del emperador hoang-ti


El espejo mágico del emperador hoang-ti
Anonimo
(china)

Cuento

Ésta es la historia de un espejo de propiedades maravillosas, una historia de la China antigua. El relato es exten­so. El espejo mágico realizó muchos prodigios en esta tierra. Relataremos sólo algunos de ellos.

El dignatario Wang era hombre de letras, muy erudito, versado en toda clase de ciencias y notable escritor. Ha­bía sido discípulo predilecto de un gran sabio, Heou Seng. É,ste, sintiéndose morir, quiso dejarle a su amado dis­cípulo un recuerdo, un maravilloso ob­jeto del que de momento era él el afor­tunado propietario. El anciano hizo lla­mar a Wang rápidamente; éste acudió presuroso junto al lecho de su vene­rado maestro. Con los ojos inundados de lágrimas, Wang se inclinó ante el sabio:
-¡Honorable maestro! Me ha dicho el mensajero que habéis enviado que deseabais verme. Heme aquí, señor. Es­toy profunda-mente apenado por la vi­sión de esta enfermedad que quebran­ta vuestra salud.
-Wang -dijo el sabio-, te he he­cho venir porque voy a dejar este mun­do; la muerte no me asusta, hace mu­chos años que la estoy esperando. Te he llamado porque antes de abandonar esta morada terrena quiero legarte un objeto que puede serte útil. Toma este espejo y llévalo contigo. Alejará de ti los malos espíritus.
Heou Seng mientras esto decía alar­gaba un estuche laqueado a Wang. Éste lo cogió con respeto y dio efusivamente las gracias a su maestro por tan valiosa dádiva.
Tan pronto como pudo, Wang se apresuró a destapar el precioso estuche para contemplar el espejo. En cuanto lo vio quedó boqui-abierto de admira­ción. El espejo era de bronce, medía unas ocho pulgadas y en las cuatro es­quinas había esculpidas con rara maes­tría cuatro figuras de animales: una representaba una tortuga; otra, un dra­gón; la tercera, un fénix y la cuarta un tigre. Estaban asimismo representa­das en la bruñida superficie de bronce las doce constelaciones del Zodíaco y veinticuatro caracteres de una escritura arcaica, completamente indescifrable. Wang en aquel momento recordó una antigua leyenda que le había contado su venerable maestro acerca de los quince espejos que había hecho forjar el emperador Hoang-ti; el primero me­día un pie y medio, los otros iban dis­minuyendo paulatinamente de un dedo. Tras hacerse esta consideración, Wang se dio cuenta de que se hallaba en po­sesión del octavo espejo del emperador Hoang-ti.

El dignatario Wang había sido des­tinado aquel año al distrito de Joei. Te­nía que ejercer allí las funciones de subprefecto.
Nada más llegar le anunciaron que en aquella región habían ocurrido va­rias calamidades y que era costumbre de aquel distrito celebrar una fiesta en honor de un árbol de azufaifas más que centenario, de inmenso tronco, que se alzaba delante del edificio de la pre­fectura. La fiesta se hacía con el fin de preservar al nuevo subprefecto de toda clase de calamidades. Wang procuró tranquili-zarles a todos y apartar de sus mentes tanta superstición, pero no lo logró. Tuvo que celebrarse la fiesta en honor del árbol. Entonces Wang para acabar con cualquier mal espíritu que pudiera morar en el azufaifa decidió usar su espejo mágico. Ordenó que lo ocultaran por la noche en secreto en la copa del maléfico árbol.
Mientras estaban todos descansan­do, el inmenso silencio de la noche pa­reció de repente desgarrarse en mil ru­gidos seguidos de fuertes temblores de tierra. De momento nadie se atrevió a asomarse a ver qué era lo que había ocurrido. El miedo los había dejado paralizados de espanto. Cuando ama­neció, salió todo el pueblo cautelosa­mente a la calle. El espectáculo que allí podía contemplarse helaba la sangre en las venas. Junto al copudo árbol yacía una monstruosa serpiente de color ver­doso y cuerpo extrañamente sanguino­lento.
Wang ordenó en seguida derribar el árbol y rellenar con tierra la fosa que bajo sus raíces había hecho la serpien­te maléfica, y desde aquel día ninguna otra calamidad asoló aquella región. Había termi-nado el maleficio.

Aquel año amenazaba ser trágico. El dignatario Wang ya no sabía qué hacer. El hambre asolaba la región de Hopei y tras el hambre llegó la peste. Las personas morían a centenares to­dos los días. Un pobre empleado de la prefectura llamado Tchan Long-ki, a quien Wang apreciaba mucho, tuvo la desgracia de ver enfermar a diez per­sonas de su familia, todas al mismo tiempo. El pobre hombre se lamentaba amargamente. El bondadoso letrado sentía que se le encogía el corazón ante tanta desgracia; entonces se le ocurrió utilizar el espejo, tal vez allí donde ha­bían fracasado todas las medicinas lo­grara triunfar su espejo mágico.
En secreto llamó a Tchan Long-ki y le dio el espejo, recomen-dándole que lo colocara en la habitación de los enfer­mos y que al día siguiente viniera a contarle en seguida lo que había pa­sado.
Al día siguiente tan pronto como amaneció, Tchan Long-ki estaba ya de­lante de la puerta del letrado Wang. Una ancha sonrisa iluminaba su cara.
-Honorable señor, mil gracias te sean dadas -le dijo en cuanto lo vio-, toda mi familia está sana. En cuanto puse el espejo en la habitación todos al mismo tiempo me contaron que habían experi-mentado un gran sosiego y que la sangre hirviente de sus venas se ha­bía refrescado inmediatamente.
Mucho se alegró Wang de que su es­pejo poseyera tales propieda-des curati­vas; desde aquel día todas las noches el letrado lo hacía llevar a alguna casa donde hubiera enfermos. Una noche en que habla dejado su espejo mágico a unos necesitados, Wang oyó un lasti­mero gemido procedente del estuche laqueado. Intrigado abrió la caja, pero no vio nada de particular. Al día si­guiente, Tchan Long-ki le contó muy asustado que había tenido un extraño sueño:
-Honorable Wang, se me ha apare­cido en sueños el espíritu del espejo mágico. Iba vestido de dragón rojo y me ha suplicado con plañidera voz que . os comunicara que os agradecería no usarais más de él para sanar a los en­fermos, pues le apena tener que obrar en contra de los designios del Cielo. La peste ha sido mandada por los dioses y sólo ellos deben hacerla desaparecer cuando lo juzguen conveniente.
Wang decidió no utilizar más el es­pejo para no contrariar al espíritu be­néfico que en él moraba, y el Cíelo pronto hizo decrecer la epidemia. La felicidad volvió a reinar en el país de Hopei.  
El honorable Wang tenía un her­mano al que quería entrañable-mente. Se llamaba Ki. Cierto día, éste le dijo a su querido hermano que deseaba em­prender un largo viaje: quería peregri­nar hacia los Grandes Ríos.
Wang se entristeció muchísimo al enterarse de aquella decisión. En aqué­llos agitados tiempos los caminos es­taban infestados de maleantes y em­prender un viaje siempre era arriesgar­se a correr una peligrosa aventura.
Ki trató de tranquilizar a su herma­no lo mejor que pudó; luego se le ocu­rrió una idea:
-Wang, querido hermano, desearía que me prestaras tu espejo mágico. Como tú dices, el viaje puede estar lleno de peligros y tu espejo puede serme de valiosa ayuda.
Wang se lo prestó de todo corazón. Los dos hermanos se inclinaron pro­fundamente y así se despidieron.

Ki anduvo por valles y montes du­rante días y días. Una noche, fatigado de tanto andar, decidió quedarse a des­cansar en una gruta del monte Song. Pasó allí una noche tranquila y se dis­ponía a pasar otra del mismo modo cuando de pronto le pareció oír un rui­do. Dos hombres acababan de penetrar en la caverna. Uno era un viejo tártaro de pómulos salientes, el otro era de baja estatura y rene-grido, parecía un enano. Al verle, los dos desconocidos se lo queda-ron mirando muy sorprendi­dos, pero disimularon su sorpresa y saludaron a Ki ceremoniosamente. Su conversación era muy agradable, pero resultaba extraña y alcanzaba profundi­dades tan insondables que Ki se empe­zó a preguntar si no serían espíritus maléficos. Inmediatamente se dispuso a hacer la prueba. Abrió el estuche y sacó rápidamente el espejo de bronce. Los dos desconocidos lanzaron un te­rrible aullido y se desplomaron en el suelo de la gruta. Sobre la tierra de la caverna yacían el viejo tártaro y el enano renegrido convertidos respecti­vamente en un mono y una tortuga.
Gracias al espejo, Ki se había libra­do de aquellos demonios.

El hermano del letrado llegó una mañana a la orilla del Gran Río, el Tche-Kiang, la terrible corriente de sú­bitas mareas.
Ki adquirió una embarcación y de­cidió cruzar el río. La navegación de momento transcurría sin ningún per­cance, las aguas del Gran Río parecían mansas y quietas como las de un estan­que, pero en aquel momento uno de los bateleros gritó despavorido:
-¡La marea! ¡Sube la marea, hay que llegar a la orilla si no estamos per­didos!
Ki miró en la dirección que señala­ba el batelero. Encrespadas olas, altas como montañas, se acercaban veloz­mente hacia ellos. Ki sacó entonces el espejo y lo colocó frente al terrible oleaje... ¡Maravilla de maravillas! El oleaje blanco se partió en dos y la em­barcación cruzó ligera por aquel ex­traño camino acuático, rumbo a la otra orilla del peligroso río.

Incontables fueron los servicios que el espejo mágico del digna-tario Wang prestó a Ki.
En su largo peregrinar, el devoto Ki llegó finalmente a la montaña de Lou; deseaba ver al gran maestro Sou Pin, el santo ermitaño sabedor de ciencias ocultas, que se hallaba en posesión del secreto de la adivinación.
Al ver a Ki, Sou Pin saliendo de su profunda meditación le dijo:
-Honorable Ki, mucho has pere­grinado antes de poder llegar hasta la cumbre de mi montaña y sé que el es­pejo de tu buen hermano Wang te ha ayudado mucho, pero debo decirte que no puede permanecer más entre los hombres tan maravilloso objeto. ¡Re­gresa a tu ciudad!
Aquella noche Ki tuvo un sueño. Oyó la voz del espejo que le decía en un tono que no admitía réplica:
-Ki, te he servido fielmente a ti y a tu hermano, mi dueño y señor. Ahora tengo que abandonarle y quisiera ha­cerlo estando de nuevo en su poder. Es un hombre digno que siempre usó de mí con bondad y justicia.
Ki prometió en sueños cumplir el deseo del espejo.
Tan pronto como se despertó, em­prendió el camino de regreso hacia su ciudad. Tras varias lunas llegó a la ca­pital. Wang lo recibió emocionado. Ki se apresuró a cumplir el deseo del es­pejo mágico y lo devolvió a su her­mano.
Wang lo cogió entre sus manos con emoción. Sentía un inmenso cariño por aquel objeto mágico que le había ofre­cido su anciano maestro en su lecho de muerte.

Se encontraba Wang en Ho-tong por aquel tiempo. Era de noche. A su lado sobre la esterilla había colocado el espejo metido dentro del estuche de laca. Un leve gemido atrajo en aquel momento la atención del letrado. Aquel gemido fue creciendo, creciendo, hasta alcanzar unas proporciones aterrado­ras; parecía el rugido del tigre; no ha­bía duda de que todo aquel ruido pro­cedía de dentro del estuche laqueado. Cuando se restableció el silencio, Wang se acercó cautelosamente al estuche, lo abrió con sumo cuidado y... el espejo mágico del emperador Hoang-ti no es­taba ya allí: había dejado de pertene­cer a los hombres...


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