Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

viernes, 1 de junio de 2012

El aspirante a taoista


El aspirante a taoista
Anónimo
(china)

Cuento

Hace siglos vivía en china un hombre rico y poderoso, que había llevado siem­pre una vida regalada y llena de co­modidades. Se llamaba Wang, todavía era muy joven, pero ya estaba casado. Lógicamente parecía que tenía que haber sido un hombre feliz ya que nada le faltaba en este mundo de lo que un hombre puede apetecer; sin embargo no era así. Desde su infancia había an­helado llegar a alcanzar la perfección que sólo el taoísmo creía que podía darle. Había intentado muchas veces encontrar algún maestro que le inicia­ra en los secretos de aquellas prácticas religiosas, pero hasta el momento no había conseguido hallarlo.
El tiempo iba pasando; cierto día Wang recibió la visita de un amigo, éste le dio una gran noticia : le explicó que en el monte Lao había varios hom­bres que vivían retirados del mundo, dedicados a sus prácticas religiosas y a aprender las sabias enseñanzas de un maestro prodigioso, que estaba en po­sesión de todos los secretos.
Wang quedó fuertemente impresio­nado y decidió ir hacia allá en seguida; el gran momento había llegado; por fin iba a encontrar a un maestro capaz de iniciarle en la difícil ciencia de los se­cretos.
El joven Wang llamó entonces a su linda esposa y le ordenó que le prepara­ra su equipo de viaje en seguida; que­ría ponerse en camino inmediatamente para ir en busca de aquel sabio maes­tro del que tantos prodigios se conta­ban. Sería uno más entre sus discípu­los. La dulce esposa de Wang humilde­mente trató de disuadir a su marido. Le apenaba mucho tener que separarse de su esposo y temía que en tan largo peregrinar pudiera sucederle algo malo; pero Wang era un joven resuelto y cuando se le metía algo en la cabeza resultaba imposible disuadirle. Tan pronto como lo tuvo todo preparado se des-pidió cariñosamente de su esposa, y con su equipo de viaje a cuestas, como un humilde criado, se encaminó hacia los frondosos bosques del mon­te Lao.
Anduvo días y días de sol a sol, des­cansando sólo breves momentos junto a alguna fuente para comer algo de lo que llevaba; pero por mucho que re­corría el bosque en todas direcciones no lograba encontrar a nadie. Empeza­ba ya a sentirse desalentado cuando cierto día, al atardecer, distinguió en­tre los árboles una casa de madera sombreada por el tupido follaje de un cedro enorme y extraordinariamente hermoso. Se acercó un poco más, y al llegar junto a la mansión se dio cuenta de que era un lugar de retiro. Wang se quedó contemplando entonces a ún hombre que se hallaba sentado al pie del cedro; el anacoreta parecía hallarse sumido en profundas meditaciones; Wang notó que su pulso se aceleraba al acercarse a aquel venerable sabio. El joven llegó en silencio hasta él y se quedó unos instantes esperando que el maestro se dignara dirigirle la palabra; pero pasaba el tiempo y el ermitaño no parecía llevar trazas de decirle nada. Entonces Wang tímidamente musitó:
-Venerable señor, desde mi infan­cia he deseado llegar a encontrar un maestro que me inicie en los difíciles secretos de las prácticas taoístas, ¡por fin he logrado encontrarlo!; os suplico, maestro, que me permitáis ser uno más de vuestros discípulos y seguir vues­tras preclaras enseñanzas.
El anacoreta sólo entonces dirigió su mirada hacia el recién llegado, lo examinó despacio y luego lentamente dijo:
-No sirves, no lograrás superar las dificultades del aprendizaje.
Wang, muy compungido, iba a re­plicar algo, pero se calló porque en aquel momento vio aparecer a todos los alumnos, que calladamente fueron a sentarse junto al maestro. Wang se sentó también como uno más y cuando todos se fueron a dormir les siguió al dormitorio. Nadie parecía haber repa­rado en él. Wang estaba muy decepcio­nado.
La noche transcurrió sin ningún contratiempo. Al día siguiente, en cuan­to el sol se asomó por el horizonte, el anacoreta entró en la habitación y les dio un hacha a cada uno. Wang con el hacha en la mano oyó como le decía el ermitaño:
-Ve con los demás y corta tanta leña como puedas en el bosque.
Pasó un día, y otro, y otro, hasta llegar a treinta, y Wang sólo cortaba leña, procuraba tener paciencia y mos­trar siempre un continente sereno y sonriente como ordena tenerlo la bue­na educación oriental, pero en su inte­rior estaba furioso, desesperado, y can­sado de tener que manejar durante todo el día aquella pesada hacha; pero se guardaba muy bien de decir nada a nadie de sus ocultos pensamientos.
Al anochecer, un día estaba ya tan cansado que decidió regresar a la casa antes que los demás; por el camino se iba diciendo a sí mismo que desde que estaba con los taoístas sólo había cor­tado leña, comido poco y mal y dormi­do peor, y en cuanto a prodigios no había visto ninguno todavía. Wang con el hacha al hombro iba tan enfrascado en tales reflexiones que se encontró frente a la casa de madera casi sin ha­berse dado cuenta; se disponía a entrar en ella ya, pero de repente se dio cuen­ta de que el maestro no estaba solo en la terraza: dos forasteros estaban sen­tados a la mesa con él, hablaban ani­madamente y bebían abundantes tra­gos de té.
Wang no sabía si entrar en la casa o no; por prudencia decidió esperar a que llegaran los otros discípulos, se sen­tó bajo el árbol y se quedó contemplan­do al maestro y a sus invitados. Apenas lograba verlos, la noche era muy oscura y el anacoreta no había traído ninguna lámpara; aquello a Wang le extrañaba un poco; en aquel mismo instante, como si hubiera adivinado su pensa­miento, se levantó el maestro y co­giendo un trozo de papel lo recortó, dándole forma de luna, y lo colgó en la pared. Al momento el papel se iluminó con una luz resplandeciente y deslum­brante de fabulosa y extraña hermo­sura.
Entretanto habían ido llegando ya los otros discípulos y se habían ido sentando silenciosamente junto a Wang.
Al ver aquello todos prorrumpieron en un ¡oh! de admiración. Todavía no habían tenido tiempo los alumnos de cerrar la boca cuando oyeron que uno de los forasteros decía:
-En esta apacible y agradable reu­nión sólo falta una cosa: que la bella Chang-ngo, la Inmortal de la luna, bai­le una de sus danzas.
El maestro sonrió, cogió un palillo de los que había sobre la mesa y rápi­damente lo lanzó contra el resplande­ciente disco. Tan pronto como lo tocó apareció en el centro del brillante círculo una grácil figurita que dando un ágil salto se posó en el suelo. En seguida se puso a bailar una danza alada, suave y cadenciosa como el mur­mullo del viento entre los pinos. Aqué­lla no era una danza terrena. Luego empezó a cantar, su voz era algo mara­villoso e inusitado, una voz de inflexio­nes celestes, extraterrenas.
-Ahora, maestro -dijo el foras­tero-, nadie sino tú puede llevarnos al palacio de la luna: llévanos allá con­tigo.
Al decir esto los dos forasteros se levantaron y precedidos del sabio entraron en aquella luna resplandeciente que brillaba con inusitados reflejos. Después, lentamente la luna fue per­diendo su brillo y la casa del cedro quedó sumida en tinieblas. Los discípu­los se habían quedado atónitos ante aquellas maravillas. Cuando lograron serenarse un poco decidieron ir a bus­car las linternas para iluminar la terra­za. Las trajeron y las encendieron; el anacoreta seguía allí sentado, impasible e inmóvil como de costumbre, pero so­bre la mesa podían verse aún las tazas de té y en la pared de la terraza había pegada una hoja de papel.
-¿Deseáis algo? -preguntó enton­ces el maestro a sus alumnos, saliendo de su mutismo. Pero no hizo ningún comentario sobre lo que acababa de suceder, sólo les recomendó para que se fueran a dormir pronto para que al día siguienté pudieran acudir puntual­mente a su trabajo.
Wang había quedado tan impresio­nado por todo lo que había visto que se sentía avergonzado de haber tenido unos pensamientos tan poco respetuo­sos momentos antes. Al amanecer de aquel nuevo día, tras haber contem­plado aquellas maravillas, cogió el ha­cha con más brío que nunca; pero los días iban pasando uno tras otro y él seguía igual, no había sido iniciado ni en un solo secreto; la desesperación y la impaciencia empezaban a adueñarse otra vez de Wang. Tres meses cortando leña era un trabajo muy duro para sus delicadas manos de hombre rico.
Un día ya no pudo más, se fue di­rectamente al encuentro del maestro y le dijo:
-Honorable señor, crucé valles y montañas, anduve de sol a sol, casi sin comer ni beber, sólo para llegar hasta vos y para lograr que me iniciarais un poco en vuestras enseñanzas; ya sé que no debo ser digno todavía de que me reveléis el gran secreto, pero, honora­ble maestro, os ruego por favor que os compadezcáis de mí y me enseñéis por lo menos uno de vuestros pequeños se­cretos.
-Wang, ya te dije que no lo resis­tirías, que no ibas a servir; si no estás contento aquí puedes marcharte.
-Pero, maestro, ¿no me podríais re­velar siquiera un poco de vuestra cien­cia teniendo en cuenta lo mucho que me he esforzado en ser digno de ello?
-Mucho pides, pero en premio a tu buena voluntad te revelaré algo. ¿Qué es lo que desearías saber hacer?
-¡Oh maestro! Andar a través de las paredes como vos, me parece algo tan grandioso...
-Concedido. Basta con utilizar una fórmula mágica que ahora voy a de­cirte. Repítela conmigo sin olvidarte una sola palabra.
Wang así lo hizo.
-Echa a correr hacia aquella pared y pasarás a través de ella.
Wang cogió carrerilla, pero al llegar junto a la pared se paró en seco, no se atrevía a pasar.
De nuevo le dijo el ermitaño:
-¡Ten confianza y pasa sin miedo! ¡Vamos!
Wang seguía dudando, pero temien­do que el maestro se enfadara con él cogió de nuevo empuje y pasó tranqui­lamente a través del muro como si fue­ra de aire. El muchacho se quedó tan sorprendido que no podía creer que hu­biera sido capaz de realizar solo tal proeza. El anacoreta sonrió y le dijo :
-Wang, ahora ya puedes regresar a tu casa; no olvides la fórmula, pero recuerda que sólo te servirá si eres un hombre bueno y sincero.
Wang se despidió agradecido de su maestro y se encaminó hacia su casa. Anduvo días y días y por fin llegó a la puerta de su soberbia mansión. Su es­posa salió en seguida a recibirle y como era de esperar le preguntó con gran cu­riosidad qué era lo que le había ense­ñado el maestro del monte Lao. Wang entonces no pudo resistir la tentación de jactarse ante su esposa de la cien­cia oculta que había adquirido y de la enorme confianza y admiración que el anacoreta había depositado en él, y para demostrarle sus poderes a su es­posa le dijo:
-Esposa, ahora verás la maravilla más extraordinaria que imaginar pue­das. Gracias a mi fórmula mágica pasa­ré a través de esta pared como si fuera de aire.
Al decir esto retrocedió unos pasos, tomó aliento y empezó a correr mien­tras pronunciaba unas palabras y... se oyó un ruido colosal. Wang permane­cía tendido al pie de la pared y un enor­me chichón aparecía en su cabeza. Acu­dió su esposa solícita a socorrerle y le oyó pronunciar toda clase de impre­caciones contra el anacoreta del monte Lao.
Tres meses no le habían bastado para comprender que la culpa de su fracaso era sólo suya, por haber menti­do, por no haber sabido ser un hombre sincero y por haberse dejado arrastrar por la vanidad y la presunción. En cuanto a atravesar la pared sólo fue un simple caso de sugestión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario