Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 24 de mayo de 2012

El califa, el pastor y la felicidad

El califa, el pastor y la felicidad
Anónimo
(españa)

Cuento

Un día el califa de Bagdad salió a cazar con su séquito y quiso la mala fortuna que su caballo se desbocase y echara a correr sin que lo pudiera controlar. Corría el caballo tanto y tan asustado que pronto perdieron de vista a los que les seguían. De repente, se encontraron frente a un precipicio y ya se iba a despeñar el caballo con su jinete cuando un pobre pastor que estaba por allí con sus cabras le salió al paso y consiguió detenerlo justo al borde del abismo.
El califa, al ver el riesgo que había corrido el pastor por salvarle la vida, le ofreció la felicidad como recompensa por su acción; y juró por su barba que para ello le daría todo cuanto le pidiese.
Al día siguiente se presentó el pastor en la corte del califa y fue admitido al momento. El pastor se llamaba Ben Adab y tenía un rebaño de cincuenta cabras. Le hizo saber al califa que le gustaría tener un rebaño de cien cabras, para lo que necesitaba otras cincuenta. Y le dijo el califa:
‑Veo que te contentas con poco, así que, además de esas cincuenta cabras, tendrás también una pequeña casa y unos prados propios para que paste tu ganado.
El pastor salió tan contento de la entrevista con el califa, pensando que aquello sí que era la felicidad, porque el califa le había dado más de lo que él le había pedido al darse cuenta de que también necesitaría una casa y pastos. Total, que se instaló en su casa y empezó a relacionarse con sus vecinos. Y un día vino a verle un vecino de importancia, que le contó que tenía una buena casa, doscientas cabras y unos prados bien grandes para alimentarlas.
Aquella noche el pastor no pudo dormir pensando en las doscientas cabras de su vecino y diciéndose para sus adentros: «¡Qué bruto fui! ¿Cómo no se me ocurriría pedirle al califa doscientas cabras? Ahora sería yo tan importante como mi vecino».
Y así estuvo piensa que te pensarás hasta que se quedó dormido de agotamiento.
A la mañana siguiente, el pastor se presentó cabizbajo en el palacio del califa, pidió verle y el califa le recibió en seguida.
Entonces le contó sus pensamientos de aquella noche y el califa se rió a gusto del pastor y luego le dijo que había prometido por su barba darle cuanto le pidiese y que, por tanto, le otorgaba otras cien cabras y así tendría las mismas doscientas que su vecino.
El pastor se volvió tan feliz a su casa. Pero, a medida que se acercaba a ella, empezó a pensar: «O sea que si le hubiese pedido doscientas o trescientas cabras, también me las habría concedido. ¡Pero mira que soy tonto! Ahora tengo sólo doscientas cabras».
Estuvo unos días rumiando estos pensamientos y, por fin, se animó a volver a donde el califa y le dijo que tampoco ahora era feliz y que necesitaba más cabras y unos prados más grandes para alimentarlas. El califa, como había jurado por su barba, le dio todo lo que pedía y Ben Adab se volvió a su casa diciendo:
‑¡Esto sí que es la felicidad!
Poco le duró, porque pronto dejó de bastarle al pastor lo que tenía y empezó a pensar y a pensar sobre su situación y decidió que ya no quería vivir más en el campo sino en la corte. Se instaló, pues, en la corte con el consentimiento y la ayuda del califa y, de esta manera, lo que primero fue una casa acabó siendo un palacio, lo que eran unas mulas acabaron siendo una colección de caballos de pura raza, y lo que eran las charlas con sus vecinos se convirtieron en galas y fiestas donde nunca se terminaban la comida ni la bebida. Al califa cada vez le divertían menos las constantes peticiones del pastor, pero había jurado por su barba y siguió concediéndole lo que le pedía.
Ni con eso se dio el ambicioso Ben Adab por satisfecho, y un día, una vez más, se dirigió a palacio a hablar con el califa.
‑Señor ‑le dijo‑, tú me ofreciste ser feliz y juraste por tu barba darme todo cuanto pidiese.
‑Es verdad ‑respondió el califa‑, y si hasta ahora no has logrado ser feliz no habrá sido por mi culpa.
‑Pues, en ese caso ‑dijo Ben Adab‑, lo que necesito para ser feliz es ser califa y que me prestéis por un tiempo el califato.
Al oír estas palabras, el califa mandó llamar al barbero real y allí mismo se hizo afeitar la barba. Entonces se dirigió al pastor y le dijo:
‑Ahora ya no tengo que cumplir lo que juré por mi barba y tú no tienes por qué dejar de ser lo que eras.
Y mandó a los criados que le despojasen de todo lo que poseía y lo devol­vieran al lugar donde lo encontró por primera vez, y allí sigue, tan pobre co­mo lo encontrara el califa y con sus cincuenta cabras.

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