Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 24 de mayo de 2012

Bellaflor

Bellaflor
Anónimo
(españa)

Cuento

Un padre tenía dos hijos. El mayor se hizo soldado, se embarcó y estuvo en América durante muchos años. Cuando se cansó de ser soldado, se embarcó de nuevo para España y se presentó en su casa. Al llegar, descubrió que su padre había muerto y que su otro hermano era el que ahora se ocupaba de la casa y las tierras y se había hecho muy rico. Se presentó al hermano, que no le reconocía, y le dijo:
‑¿Es que no me conoces?
El hermano le contestó de malos modos:
‑Ni te conozco ni gana que tengo.
Entonces el mayor le contó quién era y de dónde venía y el otro le dijo entonces:
‑Pues vete al granero, que allí hay un arcón que es todo lo que nuestro padre te ha dejado y, sin más, se dio media vuelta y regresó a sus quehaceres.
El hermano mayor se fue al granero y, en efecto, halló un arcón muy viejo. Y se dijo:
‑¿Para qué quiero yo este arcón tan viejo? ‑y como hacía frío, decidió convertirlo en leña para calentarse. Así que se lo echó al hombro, fue al lugar donde se hospedaba y empezó a hacerlo pedazos con un hacha. Pero hete aquí que, estando en esta faena, saltó un cajón secreto que tenía el arcón y el hombre vio que era el recibo de una fuerte suma de dinero que se le adeudaba a su padre. De inmediato se fue a cobrarla, le dieron el dinero y se encontró con que era rico.
Algunos días después, iba el hombre por la calle y encontró a una mujer que lloraba amargamente. Compadecido, le preguntó por qué lloraba y ella le explicó que su marido estaba muy enfermo, que no tenía dinero para curarle y que un acreedor se lo iba a llevar a la cárcel por no poder pagar lo que debía.
El hombre, al ver aquello, le dijo:
‑Pues no se apure usted, que yo me hago cargo de la deuda y también de la curación de su marido; y si después de todo se muere, pues también me hago cargo del entierro.
Y así lo hizo. Sólo que cuando terminó de pagar todo, incluido el entierro, vio que ya no le quedaba ni un céntimo.
Y pensó: «Ahora tengo que ver cómo puedo ganarme la vida».
Así que se fue a servir al rey en su palacio, que si antes había sido soldado, bien podía ahora ser criado. Y entró de mozo de palacio; y se comportaba tan bien y con tanta diligencia y discreción que se ganó la confianza del rey y fue ascendiendo hasta que el rey le hizo gentil-hombre.
‑¿Pero es que vamos a estar deteniéndonos todo el rato? Mira que tengo el tiempo contado para volver con la princesa a palacio.
Y dijo el penco:
‑Tú échalo al agua, que nunca se debe perder la ocasión de hacer el bien.
Y así continuaron hasta un bosque umbrío y espeso donde el penco se internó sin vacilar; y a poco, dieron con una hermosa casa donde estaba Bellaflor ocupándose de dar de comer a los animales de granja que tenía por allí. Entonces dijo el penco:
‑Ahora yo empezaré a dar saltos y corvetas y eso le gustará tanto a Bellaflor que querrá montarme. Cuando me monte, yo me pondré a dar coces y relinchos y ella se asustará; entonces apareces tú y le dices que tu caballo sólo está acostumbrado a que lo monte su amo y que sólo así se amansará; y cuando ella consienta que montes, te subes tú también sobre mí y yo echaré a correr y no pararé hasta llegar al palacio del rey.
Así sucedió y Bellaflor comprendió que la llevaban robada; entonces dejó caer de su delantal al suelo el maíz que estaba dando a sus aves de corral y le dijo al joven que parasen para recogerlo.
Y le contestó él:
‑Pierde cuidado, que allí donde vamos sobran maíces.
Más adelante, al pasar bajo un árbol, tiró al aire su pañuelo, que se quedó trabado en las ramas más altas y le dijo al joven que se apease un momento para recogerlo.
Y le contestó él:
‑Pierde cuidado, que allí donde vamos sobran pañuelos.
Más adelante llegaron a un río y ella dejó caer en él una sortija y le pidió al joven que se echara al agua para cogérsela.
Y le contestó él:
‑Pierde cuidado, que allí donde vamos sobran sortijas.
Por fin avistaron el palacio del rey justo cuando se cumplía el plazo que éste había dado al hermano mayor para volver con Bellaflor; y el rey se puso muy contento y decidió celebrar una gran fiesta de bienvenida.
Pero Bellaflor, en cuanto pisó el palacio, corrió a la alcoba que le habían destinado y se encerró allí sin querer ver a nadie, ni siquiera al rey, que le suplicaba que abriera la puerta. Sólo dijo que no abriría la puerta hasta que le trajesen las tres cosas que había perdido por el camino.
El rey llamó inmediatamente al hermano mayor y le dijo que fuera a buscar las tres cosas y que si volvía sin alguna de ellas, mandaría que le cortasen el cuello.
Muy afligido, el mayor se fue a ver al caballo blanco, que estaba más flaco y viejo después del viaje, y le contó lo que le ocurría; y le dijo el penco:
‑No te preocupes, monta en mí y vamos a buscarlas.
Echaron camino adelante y llegaron al hormiguero de la otra vez. Y dijo el penco:
‑¿Quieres tener el maíz?
Y dijo él:
‑¿No he de quererlo, si por él vengo?
‑Pues llama a las hormigas ‑dijo el penco‑ y diles que te lo traigan.
Y así fue como las hormigas, agradecidas, le trajeron el maíz, que él guardó en una bolsa.
Luego llegaron al árbol en cuyas ramas altas había quedado trabado el pañuelo. Y dijo el penco:
‑¿Quieres llegar al pañuelo?
Y dijo él:
‑¿No he de querer, si por él vengo?
‑Pues llama al águila que liberaste de las redes del cazador ‑dijo el penco‑ y pídele que te lo traiga.
Así sucedió y siguieron camino. Por fin llegaron al río donde Bellaflor dejó caer su sortija y esta vez sí que se quedó desolado el hombre, que dijo:
‑¿Cómo podría sacar la sortija del fondo con esa corriente tan fuerte, si ni siquiera recuerdo dónde la perdió?
‑Pues llama al pez que salvaste de morir ‑dijo el penco‑ y pídele que te la saque del fondo del río.
Y el pececillo, al oír lo que el hombre quería, se zambulló al fondo y volvió a aparecer con la sortija en la boca.
Volvió, pues, el hermano mayor al palacio lleno de alegría por el resultado de sus buenas acciones con las tres cosas que Bellaflor había pedido. Se las llevaron y entonces ella dijo que no saldría de su habitación mientras no friesen en aceite al atrevido que la había robado de su casa en el bosque. El rey, al conocer el deseo de ella, le prometió que se haría así y mandó preparar la lumbre y la caldera de aceite.
El hombre, muy afligido, fue a ver al caballo para despedirse de él y le contó lo que el rey había ordenado. Y le dijo el penco:
‑No te preocupes. Monta sobre mí y correré mucho hasta que esté cubierto de sudor; cuando esto suceda, unta tu cuerpo con mi sudor y échate confiado en la caldera, que no te pasará nada.
Así lo hizo y, ante el asombro de todos, salió de la caldera tal y como había entrado en ella. Y al verlo tan arrogante, que se diría que el aceite le había embellecido, Bellaflor se enamoró de él.
Entonces el rey, que era viejo y feo, al ver lo que le había sucedido al mayor, pensó que a él le sucedería otro tanto y, sin pensárselo más, se echó a la caldera, donde murió abrasado. Y como el rey no tenía descendencia, sus súbditos nombraron rey al hermano mayor, que se casó con la princesa.
Pero antes de celebrarse la boda el hermano mayor desterró a su hermano fuera de los límites del reino con una modesta bolsa de dinero y la orden de que no volviera más. Y luego se fue a ver al viejo penco para darle las gracias por la ayuda que le había prestado; y éste le dijo entonces:
‑No me agradezcas nada, pues has de saber que yo soy el alma de aquel desgraciado en quien te gastaste lo que tenías por salvarle y a quien luego en­terraste; y al verte tan apurado, pedí a Dios permiso para acudir en tu ayuda y devolverte tus beneficios.

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