Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 24 de mayo de 2012

El barco volador

En una de las más desoladas regiones de Finlandia vivía un matrimonio con tres hi­jos. Los padres querían mucho a los dos pri­meros, porque eran inteligentes y astutos, casi de un modo desproporcionado con su edad. Pero, en cambio, apenas hacían caso del hijo menor, a quien llamaban Dourak, el tonto, y lo consideraban como un soñador y un inútil.
Ocurrió que el Zar, que entonces reinaba en Rusia, tenía una hija única, de gran be­lleza, a la que solicitaban numerosos y pode­rosos príncipes. Y, con objeto de elegir entre ellos, el Zar hizo proclamar por todos sus do­minios que quien fuese capaz de construir un barco volador, recibiría en premio la mano de la Princesa, su hija.
El hijo mayor del matrimonio antes indi­cado y también el segundo decidieron salir de su casa en busca de su fortuna. Su madre lloró desconsoladamente y los llenó de besos. Luego dió a cada uno una botella de vino para reconfortarlos durante el camino y, además, un atillo, lleno de la mejor comida que pudo proporcionarse.
En cuanto los dos hermanos mayores hu­bieron emprendido el viaje, la vida de Dou­rak fué aún más desagradable que antes, porque sus padres no cesaban de lamentarse de la ausencia de sus dos hijos, inteligentes y astutos, en tanto que el menor, tan estúpido e incapaz, continuaba en su casa.
Por último, Dourak, incapaz de resistir más aquella situación, decidió que, a su vez, saldría en busca de fortuna.
-Cualesquiera que sean las bienandanzas o las desgracias que me esperen -se dijo-, nunca seré más desdichado que aquí. Y aun tal vez lograré descubrir el medio de cons­truir un barco volador, lo cual me permitirá casarme con la Princesa. Mañana mismo em­prenderé el camino y saldré de esta casa.
En cuanto comunicó a su madre el deseo de salir en busca de su buena fortuna, ella se rió de Dourak y le anunció que los lobos del bosque inmediato, lo devorarían. Desea­ba que Dourak permaneciese en su casa, no porque le tuviera ningún amor, sino porque siquiera lo haría trabajar, aliviándola en sus quehaceres de partir leña y cuidar el peque­ño huerto de que disponían.
Pero Dourak estaba decidido a marchar. Su madre no le dió un beso, ni tampoco su bendición. En el atillo que le dió, sólo puso un pedazo de pan duro y una botella de agua, y una vez le hubo entregado esto, lo sacó de casa de un empujón.
El pobre Dourak atravesó penosamente el bosque obscuro e interminable y, por último, encontró a un hombre muy viejo que, al ver­lo, le preguntó adónde se dirigía.
-Voy en busca de mi fortuna, abuelo­contestó el joven.
-¿Y si no la encuentras?
-Cualquiera que sea la suerte que me aguarda, nunca será tan mala como la que sufría en mi casa.
El anciano lo miró fijamente y, por últi­mo, dijo:
-La semana pasada encontré en el bos­que a dos muchachos que más o menos ten­drían una edad semejante a la tuya, pero ninguno, por más que se lo pedí, quiso dar­me un bocado de las provisiones que llevaban. Tú también tienes algo que comer. ¿Serás tan duro de corazón como ellos?
-Lo cierto es, abuelo -contestó Dourak, que, con gusto, os daría todo cuanto poseo, pero es tan mezquina cosa que no sé si habrá bastante para uno solo. Además, el pan seco que va en este fardo, quizá no os parezca apetecible.
-A pesar de todo, sentémonos al pie de este árbol -aconsejó el anciano-. Y tú, mientras tanto, desata el pañuelo. Lo que da Dios, debe ser aceptado por el hombre con el corazón agradecido.
El pobre Dourak se sonrojó mientras des­ataba los nudos del pañuelo, porque le daba vergüenza ofrecer tan miserable desayuno a un desconocido y, por añadidura, anciano; pero, en cuanto hubo deshecho el último nu­do, se quedó atónito al observar que, en vez de pan duro y una botella de agua, el hatillo contenía panecillos tiernos de excelente cali­,dad, embutidos y una botella de vino tinto.
Con su nuevo amigo sentóse, dieron gra­cias a Dios por la comida que iban a consu­mir, y luego, en la mayor armonía, comieron alegremente aquellas provisiones.
Una vez hubieron terminado, el viejo pre­guntó:
-¿Tienes algún plan, gracias al cual pue­das hacer fortuna?
-El caso es -contestó Dourak-, que el Zar ha prometido la mano de su hija a quien sea capaz de construir un barco volador.
-¿Y tú eres capaz de eso?
-¡De ninguna manera! Pero quizá pueda encontrar el lugar donde se hacen.
-¿Y dónde está ese lugar?
-Dios lo sabe. Pero me queda el recurso de buscarlo, abuelo.
-Escúchame, Dourak -contestó el ancia­no sonriendo-. Intérnate en ese bosque, si­gue el primer sendero que encuentres, y lue­go te detendrás al pie del primer árbol que veas en el extremo de la senda. Entonces de­berás santiguarte tres veces, y golpear otras tantas el árbol. La primera con tu hacha, y después con cada una de tus dos manos. He­cho esto, tiéndete en el suelo de cara, y es­pera. Pero recuerda muy bien una cosa. Vue­la adonde quieras, pero tendrás la obligación de tomar a bordo a todos los que encuentres en el camino.
Dourak agradeció calurosamente tales con­sejos al anciano, y luego, presuroso, se inter­nó en el bosque. Al llegar al fin del sendero, encontró un alto y hermoso abeto. Detúvose y, con el mayor cuidado, siguió las instruc­ciones que le había dado su amigo. Y en cuan­to se tendió en el suelo de cara, se quedó dor­mido. Después de algún tiempo despertó y entonces, en el lugar que había ocupado el abeto, vio un hermoso barco de madera pin­tada y pulimentada y cuyas velas se aseme­jaban a las alas de un pájaro.
Dourak subió a bordo, y el barco se elevó inmediatamente en el aire en dirección a Mos­cou, donde el Zar tenía su corte. Dourak se asomó por la borda y vio en tierra y a gran profundidad a un hombre que tenía el oído aplicado al suelo. Entonces empuñó la barra del timón y dirigió el barco hacia tie­rra, de modo que cuando llegó a corta dis­taricia de aquel individuo, lo interpeló, di­ciendo:
-Buenos días, tío. ¿Qué estáis haciendo?
-Buenos días, muchacho. Estoy pres­tando atención a lo que ocurre en todo el Mundo.
-¿Queréis subir a bordo de mi barco?
-Con el mayor gusto.
Dourak lo ayudó a subir, y cuando hubie­ron recorrido cierta distancia por el aire, pudieron ver a un individuo que saltaba so­bre uno de sus pies, pues tenía la otra pier­na levantada y el pie correspondiente al lado del oído.
-Buenos días, tío -gritó Dourak. ¿Por qué os atáis así una pierna?
-Porque si la desatara, daría la vuelta al Mundo de un solo paso.
-Venid con nosotros -replicó Dourak.
El desconocido aceptó la invitación y su­bió a bordo.
El barco continuó el vuelo y, al poco rato, los tripulantes vieron a un hombre que apun­taba con una ballesta, aunque, a la vista, no había ave ni animal alguno.
-Buenos días, tío -exclamó Dourak. ¿Contra qué disparáis?
-Apunto a un pájaro que se halla a 100 leguas de distancia.
Dourak lo invitó a subir a bordo, y el ca­zador aceptó, complacido.
Continuaron el vuelo y, al poco rato, pu­dieron ver a un hombre que llevaba un saco de pan, cargado a la espalda.
-¿Adónde vais, tío? -preguntó Dourak.
-En busca de un poco de pan para comer.
-¿No tenéis bastante con ése que lleváis en el saco?
-De ninguna manera. Me lo tragaría de un solo bocado.
-Pues acompañadnos, si gustáis -le rogó Dourak.
El comilón aceptó y, después de un rato de vuelo, vieron a un hombre que estaba en pie a la orilla de un lago.
-Buena suerte, tío -gritó Dourak ¿Qué buscáis?
-Un poco de agua para beber.
-¿Pues no tenéis ahí delante el lago?
-¿Eso? Capaz sería de desecarlo de un trago.
-Pues entonces venid con nosotros, señor sediento -replicó Dourak.
Aceptó aquel individuo y, al poco rato de vuelo, vieron a otro sujeto que llevaba un haz de paja.
-¿Adónde vais con esa paja, tío? -pre­guntó Dourak.
-Al pueblo.
-¿Acaso no hay paja en el pueblo?
-Como ésta, no. Si se esparce por el sue­lo el día más caluroso del año, empieza a rei­nar un frío espantoso y no tarda en apare­cer la nieve.
Dourak lo invitó a subir a bordo, y el des­conocido aceptó. Continuaron el vuelo y no tardaron en ver a un individuo que llevaba un haz de leña.
-Buenos días, tío -gritó Dourak-. ¿Por qué lleváis leña al bosque, donde ya abunda?
-Esta leña es extraordinaria, amigo mío. Si la esparciera por el suelo, surgiría un ejército.
El extraño leñador recibió la invitación de pasar a bordo. Aceptó, y prosiguieron el vuelo.
Este se prolongó durante largas oras y, por último, llegaron ala magnífica capital de Moscou, llena de campanarios y de cúpu­las multicolores. El Zar estaba asomado a una ventana de su palacio y vio el barco vo­lador, el cual describió dos o tres círculos en el aire para posarse, al fin, en un campo vecino.
Entusiasmado, el monarca mandó a uno de sus más ágiles criados a averiguar quién era el capitán de aquel barco, pues se dijo que, quienquiera que fuese, tenía todas las condi­ciones apetecidas para aspirar a la mano de su hija.
Al poco rato regresó el criado, y las no­ticias que dió alarmaron al soberano. Declaró que el barco llevaba una tripulación de siete hombres muy raros y que su jefe era un sim­ple campesino, cuya ropa estaba en lastimo­so estado.
-Eso es muy desagradable -exclamó el Zar-. Y el único medio de salir del apuro, es imponer a ese muchacho alguna tarea de imposible realización.
En el acto hizo llamar a su primer cham­belán y le ordenó:
-Ve inmediatamente a transmitir al ca­pitán de ese barco mi mandato de que, antes de que haya terminado de comer, me traiga un poco de agua que a la vez vive y canta.
El primero de los compañeros de viaje de Dourak, el que tenía el oído agudísimo, se enteró de las palabras que pronunciaba el Zar dentro de su palacio y las comunicó a los demás.
-¡Pobre de mi! -suspiró Dourak. ¡Ya veo que aquí voy a ser tan desdichado como en mi casa! ¿Dónde podré encontrar esa agua? Y aunque supiera el lugar en que se encuentra, quizá me costará muchos años el viaje de ida y vuelta.
-No temas -le dijo el de la pierna atada-. Sé donde está. Y si me desato la pier­na te la traeré en un abrir y cerrar de ojos.
Así, pues, en cuanto el chambelán llegó con el mensaje imperial, Dourak le contestó que Su Majestad sería obedecido.
El individuo de la pierna atada la puso en libertad y en un solo paso llegó al distan­te país donde corría el río de la vida, cuyas aguas cantaban al mismo tiempo que co­rrían. En cuanto hubo llenado un jarro del precioso líquido, sintió fatiga.
-Me sobra tiempo para descabezar un sueño -pensó.
Así, pues, se tendió al lado del río y de un molino, y se quedó dormido.
Transcurría el tiempo y sus compañeros a bordo del barco volador empezaron a sentir ansiedad. Entonces el individuo de agudí­simo oído se tendió en el suelo y prestó atención.
-Oigo girar la rueda de un molino y tam­bién el ronquido de un hombre -dijo.
El cazador se amparó los ojos con la mano y exclamó:
-Ya veo el molino.
Y empuñando la ballesta apuntó cuidado­samente y envió una saeta que atravesó el tejado del molino, ruido que fue suficiente para despertar al dormido. Este se puso en pie de un salto, tomó el jarro, dió un largo paso y llegó a Moscou antes de que el Zar hubiese terminado su comida.
En vez de sentirse complacido ante aquel rápido cumplimiento de su orden, el Zar se puso furioso, e hizo comunicar a Dourak que antes de poder reclamar la mano de su hija, él y sus camaradas debían comerse en una sesión 20 bueyes asados y otros tantos enor­mes panes.
-¡Pobres de nosotros! -exclamó Dou­rak. Por mi parte no sería capaz de co­mer uno solo.
-No te desalientes -le contestó su com­pañero comilón. Para mi no será más que un sencillo desayuno.
No tardaron en servirles los 20 bueyes y otros tantos panes de enorme tamaño, y el comilón los hizo desaparecer en pocos bo­cados.
-Es una lástinla -dijo, al terminar- que el Zar no se haya mostrado un poco más generoso, porque aún me queda algún apetito.
Entonces el Zar ordenó a Dourak que se bebiese 20 barriles de vino tinto, cada uno de los cuales contenía 100 litros.
El muchacho se desesperó al oír esta or­den, pero su compañero sediento le consoló, asegurándole que aquello era para él un jue­go de niños.
En cuanto los criados del Zar hubieron lle­vado los 20 barriles, el sediento se los bebió rápidamente, uno tras otro.
-No está mal -dijo después de limpiarse los labios-. Pero todavía me queda un poco de sed.
El Zar estaba desesperado y empezó a bus­car la manera de librarse de aquel fastidioso Dourak. Tras largas reflexiones le hizo co­municar que antes de ser presentado en la corte convenía que tomase un baño y se pu­siera un traje nuevo. Y luego dió órdenes a sus criados de que calentaran el agua del ba­ño a una temperatura tal, que nadie pudie­ra salir vivo de ella.
El compañero de Dourak, que tenía el oído muy fino, se enteró de esas órdenes y las co­municó al individuo del haz de paja. Y cuan­do Dourak, obedeciendo a una orden impe­rial, se dirigió al baño de Su Majestad, el que llevaba el haz de paja se ofreció a acom­pañarle y, en efecto, fué allá también.
En el cuarto de baño reinaba una tempe­ratura elevadísima, y en cuanto los criados hubieron cerrado la puerta, las nubes de va­por que salían del agua invadieron toda la estancia.
Entonces el compañero de Dourak despa­rramó algunas pajas por el suelo e, inmedia­tamente, se heló el agua del baño, de modo que Dourak tuvo que subirse encima de la es­tufa para no morir de frío.
Cuando a la mañana siguiente acudieron los criados del Zar a abrir la puerta, encon­traron a Dourak subido sobre la estufa, can­tando y silbando alegremente, y sin haber sufrido lo más mínimo a consecuencia del calor y del frío.
Cuando el Zar se enteró de lo ocurrido, se quedó a la vez alarmado y perplejo. ¿Cómo podría librarse de aquel maldito muchacho? De pronto se le ocurrió una idea brillante. Hizo llamar al chambelán y le dijo:
-Ve a decir a ese Dourak que, cuando quiera, puede venir a pedir la mano de mi hija, pero que debe hacerlo a la cabeza de un numeroso ejército.
Aquella orden sumió a Dourak en la de­sesperación, porque la orden del monarca le parecía de imposible cumplimiento, pero el séptimo de sus compañeros lo tranquilizó, di­ciéndole:
-Voy viendo que ya no te acuerdas de mí, muchacho. No tengas ningún miedo. Contes­ta al señor chambelán que puede transmitir al Zar la noticia de que te presentarás a él al frente de un ejército, pero que si entonces te niega la mano de su hija, ordenarás a tus tropas que empiecen el sitio de Moscou.
Aquella noche, el séptimo compañero de Dourak se dirigió a las llanuras de la ciudad, diseminó allí su carga de leña y, a la maña­na siguiente, cuando el Zar se asomó a una ventana de su palacio oyó el estruendo de las trompetas y el redoble de los tambores. Ade­mas, pudo ver el centelleo de las espadas, de las corazas y de los yelmos y también las alegres columnas de banderolas y de estan­dartes.
-Ya no puedo hacer más -pensó el Zar, anonadado-. No hay otro remedio que ca­sarlo con la Princesa.
Tomada ya esta decisión, envió sus cria­dos a Dourak con orden de que le hicieran tomar un baño de agua perfumada. Luego lo peinaron con peine de oro y le vistieron un traje digno de un Zar. Nadie entonces habría podido reconocer a Dourak, aquel des­preciado y olvidado Dourak, pues se había transiormado en un hermoso joven que mon­taba a caballo al frente de un ejército y que se disponía a pedir la mano de la Princesa.
Sus siete compañeros fueron invitados a las fiestas nupciales y, por una vez en su vida, el comilón pudo hartarse a su sabor y el se­diento tuvo tanto vino a su disposición, que ya no deseó más.
En cuanto a la Princesa se consideró muy feliz de casarse con Dourak y lo amó con toda su alma. Y el muchacho, que hasta en­tonces había sido tan despreciado por sus pa­dres, logró conquistar el afecto intenso de sus padres políticos.
En cuanto al anciano a quien Dourak en­contró en el bosque cuando iba en busca del lugar en que se construían los barcos volado­res, nadie más volvió a verlo, ni nadie tam­poco pudo averiguar quién era. Muchos creen que se trataba de alguno de esos santos bon­dadosos que, de vez en cuando, visitan en la Tierra a un muchacho o a una niña que lo merezca. Pero nadie se puso de acuerdo en concretar cuál de ellos fuese, porque en los tiempos en que ocurrió la historia referida, había muchoss santos bondadosos en las tie­rras nórdicas.


002. Anónimo (finlandia)

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