Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 24 de octubre de 2014

Kotschei el inmortal

En un reino situado tras las montañas, más allá del profundo mar azul, vivía el poderoso Zar Berenday, dotado de una barba que caía hasta sus rodillas. Fué feliz en unión de su hermosa mujer, uno, dos y hasta tres años. Desde la mañana hasta la noche rogaba a Dios que le concediera un hijo, pues éste era su más vivo deseo. Pero la Divina Providencia, en su sabiduría, no oía las oraciones del Zar, y esto ensombrecía la felicidad de su vida.
Sucedió que Berenday fué llamado al rincón más lejano del reino para someter al enemigo, que devastaba sus tierras. Durante algunos meses batalló contra los invasores, hasta que, al fin, logró vencerlos. Cortó la cabeza del jefe enemigo y la clavó en su lanza como símbolo de su poder. Así se encaminó hacia su palacio. Cabalgaba bajo el sol matutino, pero su armadura era demasiado pesada y su garganta se abrasaba de sed. Ordenó entonces a los soldados que buscaran un río donde beber; pero las tropas no encontraron agua en ningún sitio. Entonces hizo plantar la tienda a fin de calmar con el sueño su cansancio. No pudo dormir, sin embargo. Berenday se levantó y quedó de pie a la entrada de su tienda. A los pocos momentos, ¡oh prodigio!, brotó del seno de la tierra una fuente cristalina. Berenday se acercó a ella, anhelante y temeroso a la vez, pensando si no desaparecería con la misma facilidad con que había surgido. Se arrodilló a la orilla y vió flotar en la superficie un vaso de metal y piedras preciosas. Pensó: "Dios ha oído mis oraciones y me ha mandado, para calmar mi sed, no sólo agua, sino un vaso en el que pueda beber": Alargó la mano para cogerlo, pero el vaso flotó lejos de su alcance. Berenday se sintió profundamente mortificado, pues ¿cuándo se ha oído decir que un simple vaso desafíe a un poderoso Zar? Dejó pasar algún tiempo, y cuando el vaso flotaba más cerca, intentó apresarlo de nuevo. Esta vez el vaso se hundió en las aguas y reapareció, poco después, flotando serenamente ante los ojos de Berenday, como si dijese: "Aquel que esté sediendo que venga y beba!"
"¡Ojalá beba veneno en tus labios el espíritu que te ha traído, maldito vaso! En cuanto a mi persona, no te necesito para nada." Esto dijo el Zar, y acercando la boca al agua fría, bebió cuanto le vino en gana. Calmada su sed, iba a ponerse en pie; pero ¿qué contratiempo era aquel? No podía moverse. Por debajo de las turbias aguas parecía que alguien sujetaba su barba respetable, y por más que luchaba por librarse eran inútiles sus esfuerzos. Miró entonces al fondo de las aguas y vió el rostro de un monstruo; dos ojos de esmeralda brillaban con malicia, una boca hacía muecas y dos torcidas garras se le enredaban en las barbas. Después una voz ronca exclamó: "Buen Bereriday, pierdes tu fuerza en vano tirando con tanto ímpetu; hasta que a mí me plazca serás mi prisionero." "¿Qué es lo que quieres de mi?", contestó el Zar. "Quisiera tener aquello que tú posees sin saberlo." Berenday reflexionó: "¿Qué pierdo con esta promesa? -pensó. No desconozco nada de lo que poseo." Y respondió: "Acepto." La voz ronca dijo: "Sea, pues, como lo ofreces. Pero recuerda bien esta promesa, Berenday. Si no la cumples, que el dolor caiga sobre ti.”
El extraño monstruo desapareció y Berenday pudo ponerse de pie. Como una gallina de agua, que sacude sus plumas y esparse gotas cristalinas, así salpicó el Zar con su barba a los nobles caballeros del séquito, que se inclinaron en unánime reverencia. Montó el Zar en su corcel y cabalgó a la cabeza de las tropas, hasta las puertas de la ciudad donde gobernaba. Alegres grupos de vasallos saludaban al vencedor; los cañones hacían oír sus salvas y las campanas repicaban para dar la bienvenida a Berenday y a su regreso de la guerra. A las puertas del palacio le aguardaba su amada esposa. A la derecha de la Zarina, el jefe de los nobles caballeros le presentó sobre un almohadón (le seda un niño pequeño. El niño reía al ver la reluciente armadura de su padre el Zar. Berenday recordó entonces su promesa al monstruo y pensó: "¡Ojalá se corrompiera tu lengua y tus huesos se pudrieran, espíritu de la fuente! ¡Éste es el tesoro que yo poseía sin saberlo" Cogió al infante entre sus brazos y le acarició, mientras las lágrimas le bañaban las mejillas y la Corte presenciaba en silencio la extraña escena. El Zar escondió su preocupación y siguió gobernando el reino, tan sabiamente como hasta entonces. Sin embargo, no conocía el sueño durante las noches, ni había paz en su corazón durante el día, siempre esperando la hora de que se cumpliera su destino. De este modo pasaban por él los años mientras el joven Tsarevitch florecía en fuerza v belleza. Ningún mensajero de duelo traía malas noticias al Zar. De este modo llegó a olvidar el suceso de la fuente, diciéndose: "¡Aquello fué un sueño!" Iván, el Tsarevitch, era un joven de alta estatura y gracioso semblante. Un día de verano, durante una partida de caza, se adelantó a sus compañeros y se encontró solo, en medio de un espeso bosque. Bajo las patas de su caballo florecían extrañas flores, y de vez en cuando gentes con aire salvaje se asomaban entre las espesura, para desaparecer tan pronto como Iván les preguntaba algo. Siguió cabalgando, sin embargo, hasta que al fin llegó al claro de un pinar. En el centro se alzaba un roble torcido, desde el cual una voz gritó: "¡Iván, el Tsarevitch!" Al mismo tiempo, en el tronco del árbol se hizo una gran grieta y de ella salió un monstruo con barba verde y ojos de esmeralda, que se dirigió al Príncipe y le dijo: "Buenos días, hijo de Berenday. Has tardado en venir hasta mí, pero al fin llegó la hora de que reclame lo que es mío." "¿Quién eres tú?" "Lo sabrás a tiempo. Lleva mis saludos a tu padre el Zar y dile: Tu deuda con aquel que te dió de beber en el desierto no se ha saldado. Si te niegas a satisfacerla, tomará por la fuerza lo que le juraste dar." Dicho esto. el monstruo volvió al tronco del roble, que se cerró tras él, y el pinar desapareció. Iván, el Tsarevitch, quedó con el espíritu turbado y volvió a su palacio. Allí buscó a Berenday y le dijo: "Padre mío, me he encontrado en un bosque extraño con un monstruo de barba verde y ojos de esmeralda. Me dijo que te trajera sus saludos y estas palabras: Tu deuda hacia aquel que te dió de beber en el desierto no se ha saldado. Si te niegas a satisfacerla, tomará por la fuerza lo que le juraste dar."
El Zar sintió un escalofrío que llegaba hasta su corazón, y sus labios se volvieron del color de la ceniza. como si le hubiesen tocado la mano de la muerte. Apretó a Iván contra su pecho y lloró lleno do angustia: "Ha llegado la hora de que se cumpla el destino -dijo; pues has hablado con aquel a quien te prometí, largos años ha, bajo la palabra de honor." Y contó a Iván la historia de lo que le sucedió entonces. Pero el joven no se acobardó y dijo: "No te desconsueles, padre, pues mi sentencia aun no está cumplida. Dame un corcel digno de llevar al hijo de Berenday, y trataré de relevarte de tu promesa. Espera con paciencia mi vuelta y guárdame cl secreto para que nadie, en todo el reino, pueda saber a dónde me dirijo. Que no lo sepa ni siquiera mi madre. Si pasado un año no vuelvo, cuenta entonces al Tsarevitch Iván entre los muertos." El Zar le hizo revestir de una armadura de oro y puso en su cinto una espada del mismo metal. Montó Iván sobre un rápido corcel, orgulloso de sus arneses bordados, no sin que antes la Zarina le colgara al cuello un sagrado icono. Los Zares abrazaron, por fin, a su hijo, que emprendió la jornada fortalecido por la bendición de sus padres. Iván cabalgó durante tres días y tres noches y al cuarto día llegó a un lugar donde un estanque silencioso reflejaba la puesta del sol. El lugar estaba tan quieto como un sueño.
Al poco tiempo el Tsarevitch Iván vió treinta cisnes que se deslizaban entre las altas cañas meciéndore gentilmente. Cada cisne ostentaba en la cabeza una corona de oro. Iván observó también sobre la hierba, colocadas en hilera, treinta túnicas. Desmontó de la cabalgadura y, oculto entre la hierba, se apoderó de una de ellas. Luego se escondió detrás de un arbusto de espino. Los cisnes jugaban en el estanque arqueando sus cuellos y esparciendo gotas de agua con sus alas. Después de un rato de volar, volvieron a la orilla, y cada cisne, al envolverse en la túnica, quedó convertido en una hermosa doncella. El último, sin embargo, no se aventuraba fuera de la orilla; con el cuello estirado miraba ansiosamente a derecha e izquierda en busca de la túnica desaparecida. Al mismo tiempo se lamentaba con acento tan doloroso que el Tsarevitch Iván se apiadó del cisne y salió del escondite con la túnica en la mano. Habló entonces el ave con voz humana: "¡Tsarevitch Iván, devuélveme mi túnica! ¡Si lo haces, yo te serviré cuando me necesites!" El Tsarevitch Iván le ofreció la túnica, y el cisne se convirtió entonces en una doncella tan hermosa que sólo es posible encontrarla en un cuento. Bajó los ojos y dijo: "¡Os agradezco vuestra acción, buen Tsarevitch! Sabed que os habéis servido sirviéndome a mí. Soy María Tsarevna, la hija más joven de Kotschei el Inmortal, Zar de los abismos. Convertido en un monstruo verde consiguió de vuestro padre la promesa de que seríais suyo y ha esperado, iracundo, largo tiempo. Sin embargo, no temáis; haced cuanto yo os diga. Cuando lleguéis ante mi padre, arrodillaos al momento y llegad arrodillado hasta su trono. Mi padre, Kotschei, estará furioso, os llenará de improperios; pero no le hagáis caso. Seguid vuestro camino. ¡Veréis lo que sucede!" María Tsarevna golpeó la tierra con su blanco pie, y el suelo se abrió. Ambos jóvenes se encontraron en los dominios de Kotschei. Allí se alzaba su palacio, hecho de jaspe y de malaquita. Todo él brillaba más que el sol y el mundo subterráneo se alumbraba con aquel deslumbrante reflejo. Decidido a todo, Iván entró en el palacio de Kotschei. Éste aparecía sentado en un espléndido trono. Su barba era verde, sus ojos de esmeralda, y sus manos parecían las garras de algún pájaro monstruoso. En cuanto le vió, el joven cayó de rodillas y se arrastró así hacia el trono. El Zar de los abismos le apostrofó duramente; pero el Tsarevitch hizo como que no oía, y continuó impávido su camino. Los ojos del Zar ardían con una siniestra llama y su furia hacía retemblar la tierra. El Tsarevitch Iván se acordó de las palabras de María y siguió arrastrándose sobre sus rodillas hasta la misma escalera del trono. Cuando el Zar lo vió a sus pies, su ira se convirtió en alegría. Tomó la palabra, diciendo: "Seas bienvenido, Tsarevitch Iván, al mundo de las profundidades. Aunque tu llegada se retrasó demasiado, te perdono, porque has venido, al fin, humilde-mente. No obstante, tendrás que cumplir tres obligaciones para compensar tu insolencia. Mañana muy temprano te será revelada la primera."
Dos criados condujeron al Tsarevitch Iván a una estancia espaciosa donde todo estaba preparado para recibir y honrar a un huésped. Saludáronle hasta el suelo los criados y se marcharon. El Tsarevitch Iván, lleno de alegría, elevó una oración al Señor y se durmió hasta el amanecer. Aquella misma mañana compareció ante Kotschei, que exclamó: "¡Ahora puede el noble hijo de Berenday demostrar su poder! Iván Tsarevitch, quiero que me construyas un palacio con cúpulas de marfil, muros de mármol y ventanas hechas con un cristal más puro que la nieve recién caída. El tal palacio tiene que estar cercado por un jardín lleno de fragantes flores. Peces de plata han de juguetear en sus estanques. Constrúyeme ese palacio antes de que amanezca un nuevo día y ganarás el favor de Kotschei. Si no cumples lo ordenado, te juro, por mi barba, que tu cabeza pagará las culpas de tu padre. "El Tsarevitch Iván, preocupado y melancólico, volvió a su cuarto. Exclamó: "¡Sé maldito tres veces Kotschei, porque has obrado de mala fe conmigo!" Y con la cabeza entre las manos lloró hasta la noche. Entonces una abeja de oro zumbó en la ventana y solicitó con voz humana: "Abre, Tsarevitch Iván, para que pueda entrar." El Tsarevitch Iván abrió, en efecto, y la abeja voló dentro del cuarto. Al tocar el suelo, María apareció ante él. "La paz sea contigo amigo -dijo. ¿Por qué estás más sombrío que una noche de truenos?" "¿Cómo no he de estar sombrío? Kotschei quiere que le construya un palacio con cúpulas de marfil, paredes de mármol y ventanas hechas con cristal más puro que la nieve recién caída. Si no lo consigo antes del nuevo día, tu padre y Señor me cortará la cabeza. Por lo tanto, sólo puedo llorar, ya que estoy destinado a morir." María contestó: "Quizá tengamos que entristecernos más tarde, pero no por lo que dices. La mañana trae una sabiduría que la noche nos niega. No debes hacer sino rogar a Dios y descansar hasta el nuevo día. Cuando llegue el alba, levántate y mira por la ventana. Verás entonces el palacio construído con mármol y marfil. Sus ventanas estarán hechas con cristales más puros que la nieve recién caída. Coge entonces un martillo, sube y baja, pega con él sobre las vigas y las pilastras para que Kotschei te crea el constructor de tal maravilla y alabe tu habilidad." Dicho esto, se convirtió de nuevo en una abeja y desapareció. Con la aurora se despertó el Tsarevitch Iván y vió desde su ventana un palacio construido como deseaba el Zar Kotschei. Con un martillo se dedicó Iván a golpear sobre las vigas y las pilastras, y, cuando llegó Kotschei, miró aquella labor con incrédulos ojos; pero al fin no tuvo más remedio que alabarla.
"No me cabe duda, príncipe, que tu mano es hábil y debes alegrarte de haber salido airoso de la prueba. Pero aun te quedan otras. Treinta hijas ten~;o, bellas todas como un día de verano. Mañana podrás contemplar detalladamente su belleza, puesto que ante ellas pasarás tres veces. Tendrás que descubrir quién es mi hija más joven María, la Tsarevna. Si no lo adivinas, perderás tu cabeza."
El Tsarevitch volvió a su cuarto, pero esta vez la paz reinaba en su alma. "¡Oh, sabio Kotschei! -pensó. Ahora has caído en tu propia trampa. Aunque sus hijas fueran seiscientas, ¿qué trabajo me costaría reconocer aquella cuya belleza, más radiante que el sol, ha alegrado más ojos dos veces?"
Una brillante abeja voló tras la ventana y María apareció ante él diciendo: "Esta prueba es más difícil de lo que supones, príncipe, pues las hijas de Kotschei son tan parecidas que nadie sabe distinguir una de la otra, como no sea por medio de un signo secreto." "Entonces enséñame el signo por el que pueda reconocerte entre tus hermanas." Sabe que es María Tsarevna aquélla en cuya mejilla descanse un pequeño mosquito, tan pequeño, que sólo fijándote mucho podrías verlo." A la mañana siguiente el Tsarevitch Iván apareció ante Kotschei. Treinta doncellas estaban de pie delante del trono, con los ojos bajos. Y eran tan parecidas como las hojas de un mismo árbol. Nadie hubiese podido distinguirlas sino por un signo secreto. Kotschei dijo: "Pruébame tu inteligencia, Tsarevitch Iván, y descúbreme cuál de estas doncellas es mi hija más joven." Pasó delante de ellas una y otra vez el Tsarevitch Iván, pero no descubrió el signo para reconocer a María. Al fin, vió un insecto sobre las mejillas de una y ante ella se arrodilló Iván, diciendo: "Te saludo, María, hija de Kotschei." La ira se apoderó del Zar de tal manera que sus ojos de esmeralda parecían querer escapársele. Dijo con voz atronadora: "Sí, la has escontrado; pero no por tu inteligencia, Tsarevitch. Te perdonaré, sin embargo, porque no escaparás de todos modos a mi venganza aunque un ciento de traidores quieran salvarte. ¡Oye bien lo que voy a decirte y vuelve dentro de tres horas! ¡Veremos cuál es tu sabiduria, valiente joven! ¡Aquí, ante mi real presencia, prenderás fuego a una espiga de trigo y, mientras arde, harás para mí unas botas del cuero más fino, bordado con flores delicadas y extrañas. Ha de ser la confección digna de Kotschei. Si se apaga la llama antes de poner fin a tu obra, morirás." El Tsarevitch Iván volvió a su cuarto ciego de ira. La brillante abeja le esperaba ya y pronto se transformó en la hija menor del Zar. Dijo Iván: "Vuestro padre quiere que le confeccione botas de fino cuero para calzar sus reales pies. Yo no soy zapatero, sino hijo de Berenday, príncipe. ¡No haré las botas!"
"¿Qué es lo que te propones?" "Cuando Kotschei haya hecho rodar mi cabeza, sesenta espíritus malignos acabarán con él. Yo también tengo poder." María contestó: "Eres mi prometido y pues he de ser tu esposa, te quiero salvar. Sin embargo, si estuviera decretado que tuvieses que morir, moriré yo contigo. Pero huyamos, puesto que aun podemos hacerlo." María, para huir, sopló en el cristal de la ventana y allí quedó encantada su voz, convertida en una lámina de rocío. Cerraron con llave la puerta del cuarto y volaron juntos fuera del palacio de Kotschei, el Inmortal. María cogió la mano de su amado y pronto se encontraron junto al estanque donde se habían visto por vez primera. Lo primero que divisó Iván fué a su corcel que se le acercó relinchando de alegría. Iván saltó sobre la silla, María se sentó a la grupa y salieron con la misma velocidad que una flecha.
En el palacio de Kotschei, al cabo de tres horas, no compareció el Tsarevitch Iván. Mandó Kotschei un mensajero, que golpeó la puerta del huésped, y gritó: "¿Por qué te haces esperar cuando es el Zar quien te llama?"
La voz de María, que había quedado presa en el cristal, contestó: "Voy en seguida." Pero Iván no aparecía. De nuevo Kotschei despachó un mensajero para llamarlo, y otra vez la voz de María contestó: "Voy en seguida." Cuando supo esto, Kotschei exclamó: "¡Romped la puerta y traed a ese hombre a mi presencia, aunque haya que sujetarlo con cadenas de hierro!" Pero cuando pasaron la puerta del cuarto vieron que éste se hallaba vacío. Sólo vivía, invisible, la voz de María. La ira del Zar fué como una tormenta. "¡Id tras de ellos, esclavos! -gritó. ¡Habéis de darles caza, porque, de otro modo, os colgaré a todos de las ramas de aquel roble!" Los esclavos saludaron tres veces y se lanzaron en persecución del Tsarevitch Iván y de su prometida.
María iba cogida a Iván, cuyo corcel galopaba. Dijo la muchacha: "Oigo el galopar de unos caballos." Iván se detuvo, echó pie a tierra y pegó su oído al suelo. En efecto, oía el fuerte galopar de unos caballos. María dijo: "No tenemos tiempo que perder." Y se transformó en un río. Iván era el puente que lo atravesaba. El caballo fué convertido en un cruce de caminos. Podía tomarse, indistintamente, el de la derecha, el de la izquierda, o el sendero que conducía o poniente.
Los esclavos de Kotschei cruzaron el puente p se detuvieron en el cruce de caminos. Allí vieron, con asombro, que no había huellas de los fugitivos. Y no tuvieron más remedio que regresar, acobardados, a presencia de Kotschei.
Éste exclamó: "¿Qué puente, qué riachuelo y qué caminos son ésos, imbéciles? ¡Que me traigan mi corcel! ¡La inteligencia de Kotschei es superior a la del hijo de Berenday!" María se abrazó a Iván y le murmuró: "Oigo el galopar de un caballo y el aire me trae la ira de mi padre."
Él contestó: "¿Y qué importa que nos coja? Sacaré mi espada de oro, la esgrimiré contra él y lo mataré." "No; tendrías entonces que luchar contra muchos. Oye mi consejo. A la altura de aquella iglesia acaba el poder de mi padre." Si podemos engañarle hasta que hayamos cruzado los límites de su reino, estaremos a salvo. Dame el santo icono que cuelga de tu cuello." El Tsarevitch Iván descolgó de su cuello el sagrado icono, sobre el que su madre había dejado la bendición, y lo puso en manos de María. En el mismo momento ésta quedó transformada en una iglesia, e Iván en un mendigo refugiado a la puerta. El caballo era la flecha del templo que miraba al cielo. Kotschei se acercó al mendigo y le gritó: "¡Hola, el de la barba gris! ¿Has visto al Tsarevitch Iván y a mi hija más joven, que han pasado hace poco por aquí?"
Contestó Iván: "En verdad que los he visto. Se bajaron al llegar al pórtico, entraron, rezaron a los santos y después me pidieron que pusiera un cirio en el altar, por el alma perdida de Kotschei, el Inmortal. Luego me dijeron que lo saludara en su nombre, si alguna vez pasaba por aquí." Kotschei se puso a gritar: "¡Que la tierra los trague! ¡Que los montes se precipiten sobre ellos y rompan sus huesos hasta que sean convertidos en polvo!" Y, en plena furia, volvió a palacio con todos sus vasallos. Cuando llegó al mundo de los abismos, ató a todos sus servidores a un roble y los azotó despiadadamente.
El Tsarevitch Iván y su prometida siguieron cabalgando y al trasponer los límites del dominio de Kotschei la paz volvió a sus corazones; desde aquel instante viajaron despacio para que su cansado corcel pudiese seguir contento el camino. Un día, a la luz moribunda de la tarde, una hermosa ciudad se ofreció a sus ojos. El Tsarevitch Iván dijo: "Visitemos esta ciudad." Pero María le suplicó: "No entres. Mi corazón llora en mi pecho, como un pájaro herido, y me parece que un peligro nos amenaza." "No, amada mía, no tenemos nada que temer. No haremos más que entrar para satisfacer mi curiosidad y después seguiremos la marcha." "Entrar es tan fácil como mover una mano; pero el que quiera salir debe poseer la astucia de la serpiente. Sin embargo, ya que te place ir, te esperaré durante tres días convertida en una hiedra blanca, al borde del camino. El que manda en la ciudad te acogerá en ella con palabras amables, su esposa y su hija te saludarán, y un niño, con ojos como dos brillantes luceros, te cogerá de la mano. Todo irá bien si no besas al niño; pero en el momento en que tus labios toquen su frente, quedarás encantado. Lo que ha sucedido entre nosotros se borrará de tu memoria y yo misma no habré existido. Sé, pues, muy prudente, porque si no retornas tu María morirá." El Tsarevitch Iván entró en la ciudad y María se transformó en una piedra blanca, colocada al borde del camino.
Pasó un día, otro y otro, y el Tsarevitch Iván no regresaba. Cuando vió al niño de ojos como luceros, no pudo reprimir el deseo de besarlo en la frente. Desde aquel momento María voló de su memoria en unión de sus aventuras pasadas. Lloraba la doncella pensando: "El Tsarevitch Iván me ha abando-nado. Por lo tanto, me convertiré en una flor azul al borde del camino, para que cualquier caminante pueda aplastarme con su pie." Convertida en una flor azul, crecía en el camino y de sus pétalos caían, como lágrimas, gotas de rocío. Un viejo pastor que pasó a la hora del crepúsculo sintió admiración por ella y la arrancó de la tierra con cariño. La llevó muy ufano a su cabaña y la cuidó con tanto esmero, que la flor crecía y ganaba fragancia y color. Desde entonces, pasaron cosas extrañas en la cabaña del pastor. Cuando éste despertaba con el alba, su cuarto estaba barrido y arreglado, y cuando volvía del campo, por la noche, el fuego estaba encendido y había sobre su mesa manjares y bebidas. El viejo pastor se asombraba y, al fin, se inquietó y pidió consejo a una vieja maga, a la que hizo saber todo lo ocurrido.
La hechicera entregó un pañuelo al pastor, diciéndole: "Despierta antes de que cante el gallo y mira en derredor de tu cuarto. No te fijes en lo que esté quieto; pero si ves algo que se nieve, échale encima este pañuelo." El pastor se despertó, en efecto, antes de que el gallo cantara, y miró en derredor de su cuarto. Vió que la flor azul se separaba de su tallo y corría de un lado a otro para poner todas las cosas en orden. El pastor echó su pañuelo sobre la flor y ésta se transformó en una joven bellísima.
La doncella retorcía sus manos, desesperada: "Viejecito, esto está mal hecho. Soy María Tsarevna, y mi prometido, el Tsarevitch Iván, me ha abandonado." El pastor contestó: "El Tsarevitch Iván ha dado su palabra de casamiento a la hija del príncipe y en estos momentos los invitados se reúnen para la ceremonia, que ya está dispuesta."
María dejó la choza del pastor y se fué a la ciudad. Entró en la cocina del palacio, donde reinaba gran confusión y donde un ciento de cocineros, vestidos de blanco, preparaban el banquete nupcial. Se acercó María al jefe de la cocina y le dijo: "Amigo mío, he de pedirle un favor. Desearía preparar tal "pirushok" para el Tsarevitch Iván, que nunca se haya visto otro igual en el mundo entero." El jefe de los cocineros, agobiado por las múltiples faenas de aquel día, estuvo a punto de rechazarla indignado, pero la voz de María era suave como la de una flauta que suena al anochecer, y su sonrisa más radiante que el sol entre las nubes. Le contestó: "Has venido en una hora feliz, muchacha. Amasa tu "pirushok" y lo serviré yo mismo al Tsarevitch Iván." La fiesta de bodas estaba en pleno apogeo. Entró el jefe de los cocineros, que llevaba, en una bandeja de plata, un "pirushok" suculento. El cocinero colocó el manjar delante de Tsarevitch Iván, lo cortó cuidadosamente y cuando todos menos lo esperaban volaron de él dos palomas. La primera se paseaba orgullosamente por la mesa sobre sus rosados pies, y la otra gritaba con voz triste ante el asombro de los invitados: "No me abandones, te lo ruego, como el Tsarevitch Iván abandonó a María, su amor de otro tiempo." Las palabras de la paloma rompieron el encanto del Tsarevitch Iván. Huyó éste de palacio, y encontró en la puerta a María, que lo esperaba. Se abrazaron y en el corcel de Iván viajaron hasta el reino de Berenday. Allí fueron recibidos con algazara y se casaron antes de que llegara la noche.
Berenday vivió largos años con toda felicidad, y, cuando murió, el Tsarevitch Iván gobernó el reino, oyendo siempre los sabios consejos de María, su esposa.

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