Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 24 de octubre de 2014

El origen de las hormigas

Aquel hombre era tan vago que ni siquiera labraba sus campos. Lo que más le gustaba era comer dulces. En ellos se gastó el poco dinero que su mujer tenía ahorrado. Ahora eran ya tan pobres que ni los mendigos les pedían ayuda.
-¿Ves adónde nos ha conducido tu glotonería? -le echaba en cara su mujer.
Pero él se encogía de hombros y decía:
-Si todos comieran los dulces que yo, nadie se desesperaría, porque se olvidaría de las amarguras de la vida.
Un día su mujer estaba tan desesperada que decidió poner en sus manos las tres últimas monedas que les quedaban.
-Vete al mercado y comercia con ellas -le dijo. Si al caer la tarde no las has duplicado, nos moriremos de hambre.
El hombre se metió en seguida el dinero en el bolsillo. Hacía tanto tiempo que su esposa no le confiaba una moneda, que en aquel momento se sentía el hombre más feliz del mundo. Para celebrarlo, en cuanto llegó a la ciudad, se metió en una pastelería y se hartó de dulces.
«Comerciar es amargo -se dijo. ¿Para qué gastar energías en tan des-agradable labor?»
Pero a medida que el día declinaba, más inquieto se sentía.
«Mi esposa es capaz de cortarme la coleta, si no regreso con el dinero que me dijo. ¿Qué puedo hacer?», se preguntó, sin encontrar respuesta.
Así que se resignó a volver con las manos vacías.
Al pasar por una cloaca, oyó chapotear y se asomó a ver qué pasaba. Una enorme cerda se revolcaba a sus anchas en la porquería. El hombre sonrió, complacido, y dijo:
-¡Lástima que este lugar huela tan mal! También yo podría hacer lo mismo y decir después que he estado todo el día trabajando -y continuó su camino.
Ya cerca de su casa oyó unos sollozos tan fuertes que creyó que alguien lloraba a un ser querido. Alarmado, se acercó a la casa de la que provenían. Una mujer golpeaba la cabeza contra la pared, diciendo:
-¡Mi cerda! ¿Qué habrá sido de mi cerda? Salió esta mañana al campo y aún no ha regresado. ¡Seguro que me la han robado!
Entonces el hombre al que le gustaba comer dulces se asomó por la ventana y preguntó:
-¿Cuánto me das, si encuentro a tu cerda? Porque yo soy como un perro: puedo seguir el rastro de una cosa hasta encontrarla.
La mujer saltó de alegría y ofreció darle dos monedas de plata.
-Por tres sería capaz de traértela aquí.
Y acordaron ese precio.
El hombre hizo como si olfateara la tierra y, tras dar no pocos rodeos, llegó a la cloaca.
-¿No te lo dije? -anunció con voz triunfante. Ahí tienes a tu cerda.
La mujer no salía de su asombro y en seguida le pagó lo convenido. Contento como una ardilla, el hombre sonrió y entregó a su esposa las tres monedas.
-¿Tanto has ganado? -preguntó, incrédula. Espero que no las hayas robado.
Entonces el marido le explicó todo lo ocurrido.
-¿Tú, extraños poderes? -volvió a preguntar, divertida. ¿Y cómo no los has ejercido hasta ahora?
En el fondo sabía que todo no era más que un engaño. Pero su marido volvió a repetir la misma hazaña todos los días durante más de tres meses. Por la mañana abandonaba la casa con los bolsillos vacíos y al atardecer regresaba con ellos llenos.
¿Por qué no lo admites de una vez? -preguntaba, triunfante. Yo puedo seguirle el rastro a todo lo perdido.
En realidad, era un farsante: él mismo escondía las cosas a sus vecinos y después, por un buen precio, decía encontrarlas valiéndose de su olfato.
-¡Es asombroso! -decían, y le pagaban encantados.
Su fama era tan grande que llegó a oídos del emperador.
-Siempre es provechoso saber que existen tales personas -comentó el Hijo del Cielo con sus consejeros. Nunca se sabe cuándo tendrá uno que echar mano de sus servicios.
Desgraciadamente ese momento llegó antes de lo que él mismo hubiera deseado: una mañana alguien descubrió que habían robado el sello imperial. En seguida reunió a su consejo y les comunicó lo ocurrido.
-¡Es una gran desgracia! -exclamaron a coro los consejeros. El ladrón podría hacerse pasar por vos y llevarnos a una guerra.
-¿Por qué no llamáis al hombre de las narices finas? -le sugirió uno de ellos, y así se hizo.
Inmediatamente partió una litera hacia la aldea en la que vivía. Antes de dos horas el farsante estaba al corriente de lo sucedido.
«Si no voy -se dijo, el emperador mandará que me corten la cabeza por no obedecerle. Y si voy, la perderé lo mismo, porque descubrirán que es mentira que puedo seguir el rastro de lo perdido.»
Al final optó por ir, porque, de esa forma, alargaba en unas horas su vida. Por eso, además, ordenó a los que transportaban la litera:
-No corráis mucho. Id, más bien, despacio, porque he de pensar con detenimiento en este grave asunto -y los dos hombre le obedecieron sin rechistar.
Al pasar por la playa, el hombre de las narices finas hizo detener la litera. Un cangrejo había casi metido sus pinzas en la concha de una almeja. El animal se estaba ya relamiendo, sin darse cuenta de que a su espalda un pescador estaba a punto de pescarle a él. Entonces el hombre de las narices finas exclamó:
-¡Pobre cangrejo y pobre almeja! ¡No saben lo que les espera!
Los dos hombres que llevaban la litera se arrojaron al punto a sus pies.
-¡No nos denuncies, gran señor! -suplicó uno.
-Conocíamos tus maravillosos poderes y habíamos decidido matarte por el camino -confesó el otro. Pero ahora ya no podemos hacerlo, porque tú lo sabes todo.
Entonces le revelaron que sus nombres eran Cangrejo y Almeja y que habían sido ellos los que habían robado el sello imperial.
-Como bien sabes -concluyeron entre sollozos, el sello está en el pozo del jardín oeste de palacio.
-Por supuesto que lo sabía desde el momento mismo en el que os vi -fanfarroneó el hombre de las narices finas y, sintiéndose magnánimo, agregó: En lo que a mí respecta, podéis marcharos. Pero no volváis a pisar jamás este reino.
El señor Cangrejo y el señor Almeja se metieron en el mar y desaparecieron para siempre en la distancia.
Al llegar a palacio, el hombre de las narices finas husmeó por todos los rincones. Después se dirigió al pozo del jardín oeste y sacó el sello imperial. Todos estaban asombrados de su pericia. Entonces el emperador, agradecido, le preguntó:
-¿Qué es lo que quieres? Te debemos tanto que, aunque pidas la mitad de este reino, será tuyo.
El hombre de las narices finas respondió de inmediato:
-Sólo quiero pasteles y dulces.
En seguida le trajeron toneladas y toneladas de los mejores pasteles que había en todo el reino. Los comió con la fruición de un hambriento. Pero, al comprobar lo deliciosos que estaban, se dijo a sí mismo:
«Si los hombres son capaces de hacer pasteles tan ricos, ¿qué no podrán hacer en el cielo"?»
Y le pidió al emperador que le dejara probar los dulces que hacían allá.
El Hijo del Cielo se puso muy triste, porque no sabía cómo poder llegar hasta él.
-Es muy fácil, señor -dijo uno de los consejeros. Sólo tenéis que atar los bigotes de las langostas y hacer, de esta forma, una escalera.
El emperador ordenó que trajeran a palacio todas las langostas del reino. Les ataron después los bigotes, y el hombre de la nariz fina comenzó a subir hacia el cielo. Sin embargo, la ascensión no era fácil y pronto lamentó haber pedido una cosa tan difícil.
«Con un pastelero para mí solo -se dijo- podría haberme evitado todas estas molestias.»
Pero se acordó de las delicias que, por fuerza, tenían que hacer en el cielo y continuó subiendo. Cuando había sobrepasado las montañas más altas, el dios del trueno se asomó por una nube y preguntó:
-¿Se puede saber qué estás haciendo?
El hombre de las narices finas sonrió y respondió, jadeando:
-Subo al cielo por esta escalera de langostas a probar los pasteles que hacen allí.
Entonces el dios del trueno, que era muy irascible, arrojó uno de sus rayos y destruyó aquella enorme torre de langostas.
-¡Vuelve a tu mundo, viejo glotón! -y dejó escuchar su voz de tormenta.
El hombre de las narices finas cayó, chamuscado, dando tumbos por el aire.
Como la altura era tan grande, al chocar contra el suelo, se hizo polvo. De él surgieron las hormigas. Por eso son negras Por eso, además, lo apañan todo y lo esconden en seguida bajo tierra.

0.005.1 anonimo (china) - 049

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