Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 22 de octubre de 2014

El juicio de la piedra

En Sz-Chuan había un juez llamado Wang-Chr-Fu. Tenía fama de severo y le gustaba entremezclarse con la gente. De esta forma podía más fácilmente descubrir sus necesidades y dictar después sentencias justas. Un día, cuando paseaba en su litera por la plaza del mercado, vio un gran grupo de gente.
-Acerquémonos -ordenó a los que le llevaban. No está bien pasar de largo cuando alguien nos necesita.
No se equivocó Wang-Chr-Fu. Cuando se hubo abierto paso entre la gente vio a un niño que estaba llorando.
-No puedo soportar ver llorar a nadie. ¿Qué te pasa? -preguntó al mucha-cho.
-Me han robado -respondió éste. Como bien sabéis, yo soy vendedor de churros.
-¿,Tú? -volvió a preguntar el juez asombrado.
-Sí, yo -continuó el niño. Mi padre tiene una churrería. y yo le ayudo. Hace más o menos diez minutos me entraron ganas de mear y, como no dejan meter bolsas en los retretes, dejé la mía sobre esta piedra. Cuando salí había desaparecido.
El juez Wang-Chr-Fu se quedó admirado de lo bien que hablaba el chico.
-¿Y llevabas mucho dinero?
-Toda la venta de hoy, porque ya me iba para casa: cinco monedas de oro en céntimos de cobre.
El niño se echó a llorarr otra vez.
-¿Qué va a pensar de mí mi padre? -decía. No me creerá. Seguro que dirá que me lo he jugado todo con otros chicos.
El juez Wang-Chr-Fu preguntó a los que estaban allí, pero nadie supo darle razón de la bolsa.
-Yo no sé. Yo acabo de llegar ahora mismo -dijeron unos.
-A mí no me pregunte. Yo no quiero líos con la justicia -se disculparon otros.
Los más se encogieron de hombros.
-¡Esto es increíble! -se quejó el juez. ¿Es que no hay ni una sola persona honrada en esta ciudad?
Entonces hizo venir a los soldados y ordenó que acordonaran la plaza. Pero todos protestaban:
-¡Yo soy inocente! ¿Por qué me detienen?
Los más reflexivos, sin embargo, murmuraron en voz baja:
-El juez Wang-Chr-Fu se está volviendo viejo. Ya no distingue entre inocentes y culpables.
-¿Quién ha dicho que estáis detenidos? -se disculpó el juez. Simplemente he hecho venir a tantos soldados porque, como nadie ha cogido el dinero de este niño, por fuerza ha tenido que ser la piedra, y ya veis lo pesada que es. Desde luego que yo solo no podría llevarla hasta el patio de audiencias.
Nadie daba crédito a lo que oía.
-¿Juzgar a una piedra? -se preguntaban entre sí .¿En dónde se ha visto cosa igual?
Y lo tomaron a juerga. Sin embargo. hubo muchos que no estaban de acuerdo.
-¡Seremos el hazmerreír de todo el reino! -decían. Nadie volverá a tomarnos en serio.
Pero no se atrevieron a oponerse a las órdenes del juez. porque era el representante del Hijo del Cielo.
-Dejadle que se desacredite él mismo -se dijeron. Entonces acudiremos a quien debemos acudir y le depondrá.
Los soldados arrestaron, finalmente, a la piedra y se la llevaron. Toda la ciudad se lanzó a la calle para verla pasar. Muchos la siguieron hasta el gran patio de audiencias.
-Esto no me lo pierdo yo -decían, ni aunque el bandido Du ataque a esta ciudad.
-¿Se dará cuenta de lo que hace? Este hombre se toma su oficio tan en serio que por la noche, en vez de dormir, somete a interrogatorio a sus almohadas.
Pero el juez Wang-Chr-Fu no se lo tomó a broma. Hizo poner a la piedra en el lugar de los acusados y le preguntó, como si se tratara de un malhechor:
-¿Se puede saber por qué has robado el dinero a este muchacho? ¡Mírale bien! Es sólo un niño. ¿No te da vergüenza?
La gente congregada en el patio de audiencias soltó la carcajada. Pero el juez siguió adelante con su interrogatorio. Se enfadó con la piedra y gritó, malhumorado:
-¿Por qué no respondes? ¿Tan dura es tu conciencia que no te atreves a admitir en público tu crimen? ¡Responde de una vez! Mira que tengo medios para hacerte cantar. Te concedo dos minutos para que recapacites.
Como era de esperar, la piedra permaneció muda.
-Tú lo has querido -volvió a decir al cabo de los dos minutos. Por obstinada, recibirás cien azotes.
El gentío que llenaba la sala de audiencias soltó la risa. Apenas si podían sostenerse en pie, cuando aparecieron, en efecto, los verdugos y empezaron a dar porrazos a la piedra.
-¡Que lo representen todos los años! -gritaban los jóvenes. ¡Esto es lo más divertido que hemos visto en nuestra vida!
Entonces el juez Wang-Chr-Fu montó en cólera. Su rostro era como el de los guardianes pintados en las puertas de las pagodas.
-¡Silencio! -ordenó con voz potente.
Pero, como la algarabía era muy grande, nadie pudo oírle.
¡Silencio! -volvió a bramar. Esto es un tribunal de justicia y no permito desmanes.
Nadie se daba por enterado.
¿No me hacéis caso? Está bien. ¡Que todos los aquí presentes, en castigo, paguen a este tribunal una moneda de cobre!
La medida dio resultado. Poco a poco corrió la voz de la multa y se hizo el silencio. Sin embargo, algunos murmuraron:
-No está bien aprovecharse de esta forma de los pobres. ¡Todo esto es una farsa! ¡Hasta el mismo juez lo sabe!
Wang-Chr-Fu lo oyó e inmediatamente hizo que tocaran el gong. Eso suponía que la multa tenía que ser pagada en el acto bajo pena de cárcel. Además, el juez añadió una condición totalmente pueril:
Que, al pagar la moneda de cobre, todos la hagan saltar sobre la piedra acusada. De esa forma, su castigo será mayor.
Los alguaciles trajeron un cubo, y todos los presentes fueron depositando en él sus monedas. Antes, no obstante, la hacían saltar sobre la piedra.
Así, así está bien -decía, complacido, el juez Wang-Chr-Fu. ¡El siguiente!
Pero llegó uno que no pudo hacer saltar su moneda. La tiró contra la piedra y se quedó pegada en ella. El juez ordenó inmediatamente a los guardias:
-Prendedle. Ese es el ladrón.
-Pero, señor respondió el hombre, ¿qué culpa tengo yo de que esta moneda no salte? Seguro que es defectuosa.
-No lo creo, pero puedes intentarlo de nuevo -replicó el juez.
El hombre rebuscó en su bolsa y, al fin, dio con una que parecía de su agrado. Pero tampoco saltó. Desesperado, el hombre arrojó no menos de treinta monedas contra la piedra.
-¿No lo ves? -volvió a preguntar el juez. Las monedas no saltan porque tú eres el ladrón.
El juicio de la piedra
-¡Os contradecís! -replicó el hombre. Antes habéis dicho que el ladrón era la piedra. ¿Cómo podéis acusarme a mí ahora? ¿Acaso pensáis que he colaborado con ella?
El juez Wang-Chr-Fu le miró con pena y dijo:
-La piedra está aquí como testigo. Es ella la que te ha descubierto, porque te vio coger la bolsa del niño.
-Yo... -empezó a decir el hombre.
-¡No me interrumpas! -gritó, severo, el juez. Todas tus monedas se han quedado pegadas en la piedra porque, como el muchacho vendía churros, están aceitosas y no pueden saltar.
En el patio de audiencias se hizo un silencio respetuoso. Todos estaban asombrados de la sagacidad del juez Wang-Chr-Fu.
-Es un sabio -decían unos.
-Es un honor para nosotros tener un juez tan eminente -comentaban otros.
Y todos pensaban en su interior:
«Si un hombre es sensato en diez mil ocasiones, no hay que dudar de él cuando aparenta no serlo, porque su corazón es siempre el mismo.»

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