Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 22 de octubre de 2014

El dragon que volvio la cabeza

El pequeño Chi era oriundo de Sz-Chuan. Tenía siete años, pero hacía los trabajos de un hombre. Como era huérfano de padre y no tenía más hermanos, cayó sobre sus espaldas la responsabilidad de alimentar a su madre.
-No llegarás a los quince años -decía la mujer, llorando. El cielo ha sido injusto contigo, porque te ha quitado a tu padre y te ha dado una madre enferma.
-Pero buena. En todo el imperio no hay madre mejor que tú -la consolaba el pequeño Chi.
Un día el gobernador le vio acarreando verduras en el mercado y le preguntó:
-¿Por qué haces el trabajo de un hombre? ¿No es eso demasiado duro para ti?
-Por supuesto que sí -respondió el pequeño Chi. Pero no hay otro sitio donde pueda sacar el dinero suficiente para alimentar a mi madre.
Entonces el gobernador le agarró de la oreja y le susurró al oído:
-Los ejércitos del emperador van a pasar por aquí. Necesitarán hierba para alimentar a sus caballos. ¿Entiendes lo que quiero decirte?
El pequeño Chi afirmó con la cabeza y se marchó corriendo a su casa. En seguida comenzó a cortar hierba. Los otros muchachos de la aldea lo vieron y pensaron que estaba loco.
-¿Para qué quieres tanta hierba seca? ¿Acaso piensas comprarte una vaca?
El pequeño Chi, como era bueno, les confesó lo que le había dicho el gobernador. De esta forma, todos los huérfanos pudieron ganar dinero sin trabajar mucho.
-Has sido tonto -le regañó su madre. Si no llegas a tener una boca tan grande, ahora seríamos ricos.
Pero el pequeño Chi estaba contento de haber podido ayudar a los otros. Además, los ejércitos imperiales se quedaron allí para siempre y aumentó la demanda de forraje.
-¿Ves cómo hice bien en decírselo a los otros chicos? -preguntó a su madre. A mí solo me hubiera sido imposible alimentar a tanto caballo.
Pero la mujer movió la cabeza a un lado y a otro y dijo, sonriendo:
-Al fin y al cabo eres un niño. A veces me olvido de ello.
Un día el pequeño Chi se marchó con otros chicos a cortar hierba. Siempre iban en grupos y apenas hablaban entre sí. Pero aquella tarde, cuando hubieron terminado la tarea, uno de los más mayores dijo:
-Parecemos tontos. Nunca jugamos a nada. ¿Por qué no nos dividimos en grupos y nos apostamos nuestros haces de hierba?
Y todos aceptaron con entusiasmo la idea. Jugaron hasta el anochecer, pero a la hora de la verdad el pequeño Chi se quedó sin su haz.
«¡Qué irresponsable he sido! -se reprochó con crudeza. Por mi culpa mi madre no tendrá nada que llevarse hoy a la boca. »
Entonces creyó oír una voz que le ordenaba correr. El pequeño Chi obedeció y durante más de dos horas corrió por campos y cañadas.
Por fin llegó junto a un río tan grande que no se veía la otra orilla. Allí crecía exuberante la hierba y en muy poco tiempo se hizo con un espléndido haz.
-¿Por qué lloras? -preguntó a su madre, cuando regresó a la aldea.
-Creí que te había devorado alguna fiera -respondió la mujer.
El pequeño Chi hizo el propósito de no volver a jugar más. Sin embargo, al día siguiente, como era niño, cayó de nuevo en la tentación.
«Mi suerte no será hoy tan mala como la de ayer», se dijo esperanzado.
Pero volvió a perder su haz. Tuvo, pues, que correr otra vez hacia el gran río. No le pareció que estaba tan lejos como el día anterior. Aun así, cuando regresó a la aldea, no lucía ya ninguna antorcha.
-¿Quieres que me muera de impaciencia? -le reprochó su madre-. Antes eras un buen hijo. ¿Cómo es que ahora vuelves tan tarde?
El pequeño Chi le contó entonces cómo había descubierto el río y la espléndida hierba que crecía a sus orillas.
-Pero lo más asombroso -terminó diciendo- es que cuanto más se corta más crece.
-Si es así -le aconsejó su madre, ¿por qué no plantas un poco de esa hierba en nuestro patio? De esa forma no tendrás que salir a buscarla.
Al día siguiente el pequeño Chi no fue a jugar con sus amigos. Se marchó directamente a las orillas del río. Allí arrancó unas cuantas briznas de hierba con raíces y las plantó después en su casa.
-En verdad es una hierba hermosa -exclamó, admirada, su madre. A partir de hoy estarás siempre a mi lado y podrás estudiar.
-¿Por qué no la dejamos crecer un día? -preguntó el niño. Es malo forzar las cosas.
A la madre la pareció bien. Cuando salió el sol, el pequeño Chi abandonó la casa por última vez. Iba tan contento que ni siquiera se dio cuenta de que le seguían sus amigos. Le habían visto el día anterior cuando regresaba con un enorme haz de hierba y se dijeron:
-Parece que el pequeño Chi ha descubierto un buen lugar. Vamos a seguirle y descubriremos dónde consigue esa hierba tan fresca.
Así fue como todos ellos llegaron a orillas del gran río.
-¡Vaya, vaya! -se burlaron los otros chicos. Así querías guardarte para ti solo este paraíso, ¿eh?
El pequeño Chi se puso colorado de vergüenza.
-¿Cómo podéis pensar eso? -dijo. Iba a decíroslo mismo. De verdad que iba a decíroslo.
Y todos le creyeron, porque sabían que no era egoísta. En seguida se pusieron a trabajar. Al agarrar un manojo de hierba, el pequeño Chi encontró una perla y se la guardó entre la ropa. Era hermosísima y pesaba por lo menos diez onzas.
«¡Qué contenta se va a poner mi madre! -pensó, alborozado. Esta perla tiene que valer una fortuna.»
Continuó trabajando, como si nada hubiera ocurrido. Pero la perla brillaba como el sol, porque era una de las bolas de fuego que persiguen los dragones. Los otros chicos vieron, pues, el resplandor y se abalanzaron sobre él.
-¿Qué es lo que llevas ahí escondido? -le preguntaron, curiosos.
-Nada -respondió tímidamente el pequeño Chi.
Entonces echó a correr, porque sabía cuáles eran sus intenciones. Sin embargo, los otros chicos eran mayores que él y en seguida le dieron alcance.
-¡No me rompáis la ropa! ¡Eso no! -gritaba, mientras se debatía con todas sus fuerzas. ¿No comprendéis que mi madre es pobre y no puede comprarme otra?
Pero eso no les importaba a los otros muchachos.
El pequeño Chi no podía aguantar ya más. Entonces cogió la perla y se la tragó.
-iCrío tozudo! ¡Te la haremos devolver, aunque no quieras! -Metámosle la coleta en la boca. Es un método que nunca falla.
No habían terminado de hablar cuando el pequeño Chi se elevó por los aires y empezó a transformarse en dragón. Entonces los muchachos volvieron corriendo a la aldea y contaron lo ocurrido. La madre del pequeño Chi se dirigió hacia el gran río gritando:
-¡No, hijo, no te transformes en dragón! ¿Qué va a ser de mí si me dejas sola?
Pero el niño volaba ya alto.
Setenta veces gritó la mujer su nombre y otras tantas volvió él la cabeza. Al hacerlo, su cola golpeaba la tierra y el cauce del río cambiaba de curso. Así se formaron las setenta curvas que tiene el Mi-Kiang .
Al llegar al cielo, el dragón Chi estaba triste.
¿Qué te ocurre? -le preguntó el Emperador Celeste. ¿Acaso no te gusta ser un dragón?
-Sí -respondió el pequeño Chi. La verdad es que todas las noches soñaba con ello. Me parecía fantástico poder volar al lado de las nubes.
-Ahora es una realidad -volvió a decir el Emperador del Cielo. ¿Qué mejor recompensa por haber cuidado con tanta delicadeza de tu madre?
-Sí, pero ahora estará sola en el mundo.
Al dragón Chi se le saltaron las lágrimas. Entonces el Emperador Celeste le llevó a la sala del futuro y le dijo:
-¿Por qué te preocupas por eso? ¿Acaso piensas que soy tan cruel como los hombres?
El dragón Chi vio que las hierbas que había plantado en el patio de su casa se habían convertido en una enorme pradera. Su madre era la dueña del aquel paraíso. Vivía en un palacio de jade y la servían diez mil doncellas.
-¿Te convences ahora?
Y a partir de aquel día el dragón Chi voló por los aires y nunca más volvió a golpear la tierra con su cola.

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