Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 22 de octubre de 2014

El encantador de serpientes

El señor Yao era un hombre realmente pobre. Por no tener, no tenía ni oficio. Algunos le consideraban la vergüenza de la aldea, pero no era culpa suya que él no tuviera dinero. Un día un amigo de su padre le dijo:
-¿Por qué no te dedicas a la caza de serpientes? -El señor Yao dio un salto. No tienes por qué asustarte. No es tan difícil. En mi juventud yo gané mucho dinero vendiendo culebras.
Animado por tan inesperada confidencia, el señor Yao se marchó al bosque. Lo recorrió de arriba abajo, pero no pudo encontrar ninguna serpiente. Así que, cansado de tanto caminar, decidió volver a la aldea. ¿Qué pensaría de él el viejo amigo de su padre? Pero, al dar una patada a una piedra, encontró dos culebras pequeñitas, que se dejaron coger como si fueran efímeras.
-Dos ejemplares fantásticos, sí señor -dijo el viejo. Te auguro un gran porvenir. Te harás rico, muchacho.
Pero al señor Yao le dio pena venderlas. Le parecieron tan indefensas que decidió criarlas él mismo.
-Es cruel que las venda, cuando las he arrancado de los cuidados de su madre -y las llegó a querer como si en verdad fueran hijas suyas.
Las dos serpientes eran verdes, pero una de ellas tenía una mancha roja en la parte izquierda de la cabeza. Fue ésta la que creció con más rapidez y la que mejor aprendió los juegos que el señor Yao les fue enseñando. Quizá por eso el joven la llamó Verdosilla primera y, a la otra, Verdosilla segunda.
-Vaya. Veo que te encariñaste con tus dos culebras -le dijo en tono de reproche el viejo amigo de su padre. Está visto que tú no vales para ganar dinero.
Pero en cuanto vio actuar a las serpientes cambió de opinión e instó al señor Yao a que montara un espectáculo.
-Pero yo no conozco a nadie y carezco de medios -se lamentó éste.
-No importa -repuso el viejo. Eso lo arreglo yo en seguida: déjalo en mis manos.
El amigo de su padre, en efecto, escribió cartas a los principales de todas las ciudades de la región y el señor Yao comenzó a ganar más dinero del que nunca hubiera soñado. Su espectáculo levantaba la admiración de las gentes. Decían algunos que hasta el mismo emperador estaba vivamente interesado en él.
-¿Cómo no? -comentaban las mujeres. Estas culebras se mueven como bailarinas. ¡Ya quisiera el emperador que sus concubinas movieran el vientre así!
El señor Yao se iba haciendo de oro. Pero Verdosilla primera comenzó a crecer de una forma tan rápida que apenas si cabía ya en la cesta en la que las guardaba por la noche. Lo peor, no obstante, era que el espectáculo había perdido seriedad, porque Verdosilla segunda seguía siendo la debilucha culebrilla de antes.
-¿Cómo puede ser ese monstruo compañera de baile de una cosa tan raquítica? -preguntaban ahora los espectadores con burla. ¡Si parecen, más bien, madre e hija!
En efecto, Verdosilla primera prodigaba auténticos cuidados maternales a Verdosilla segunda. A veces, en medio de una representación, dejaban de marcar el ritmo y empezaban a darse besos con sus lenguas bífidas. Muchos protestaban:
-¡Esto es el colmo! ¡Que nos devuelvan nuestro dinero!
Semejante reacción hizo que el señor Yao se decidiera a deshacerse de Verdosilla primera. Le tenía un gran cariño, pero la verdad era que ya no cabía en ningún cesto. Un día, pues, la llevó al bosque y la dejó en libertad, diciéndole entre sollozos:
-Este es tu mundo. De él te saqué y a él te envío. Espero que conserves siempre la bondad de tu corazón.
Pero la serpiente no se marchaba de su lado. El señor Yao comprendió entonces que Verdosilla primera no quería abandonar a su hermana débil. El hombre abrió su cesta y las dos serpientes se perdieron en la espesura. El señor Yao no comió ni durmió en tres días; tan profunda era su pena.
-¿Qué vas a hacer ahora? -le preguntaron sus amigos. ¿Vas a seguir con lo de las culebras o vas a dedicarte a los negocios?
El señor Yao, en efecto, tenía dinero suficiente para invertirlo en lo que quisiera.
-No lo sé... Quizá... -respondió, dubitativo. Desde luego que algo tengo que hacer para escapar de esta nostalgia que me está consumiendo. Sí, tal vez negocios.
Pero, al volver a su casa, encontró a Verdosilla segunda esperándole sobre la tapa de su cesta. El animal tenía una expresión triste, pero se alegró de verla. A la mañana siguiente volvió a salir al bosque y encontró entre unas piedras otra serpiente de la misma especie.
El señor Yao la educó con el mismo cariño que a las otras dos, pero no le puso ningún nombre. De esta forma no pensaría tanto en ella cuando se muriera o, simplemente, se escapara. Esto fue precisamente lo que ocurrió: el señor Yao levantó las tapas de los cestos y no pudo encontrar a ninguna de las serpientes. Las dos habían huido juntas.
-¿Por qué no las miraste debajo del rabo? -se burlaron sus amigos. Esto te ocurre por poner juntas a dos serpientes de distinto sexo. ¿Creías que iban a criar a sus hijos en una jaula?
El señor Yao se llevó tal disgusto que decidió dedicarse definitivamente a los negocios. Viajó por todos los reinos del mundo e hizo muchísimo dinero, pero su corazón estaba siempre al lado de sus serpientes.
Un año sus negocios le llevaron al norte del país. Allí los bosques eran impenetrables y, según algunos, poblados de descomunales monstruos. En la última aldea le advirtieron:
-Es una temeridad atravesar solo esos parajes. Nadie lo ha hecho en los últimos cincuenta años.
Pero el señor Yao no era hombre que se dejara amedrentar fácilmente. Como había supuesto, no vio ninguna de las bestias que le habían pronosticado. No obstante, cuando estaba a punto de abandonar el bosque, oyó un extraño zumbido a su espalda. El señor Yao se volvió y, horrorizado, vio a una culebra de enormes proporciones que amenazaba con tragárselo. Era verde, menos la parte izquierda de la cabeza, que era roja como el fuego. Se parecía tanto a una de aquellas culebras que él había amaestrado que no pudo evitar el decir su nombre.
-iVerdosilla! -susurró, cuando lo daba ya todo por perdido.
Entonces la serpiente abandonó su expresión amenazante y comenzó a bailar como lo habían hecho antaño las dos Verdosillas. El señor Yao no salía de su asombro. Pero lo más extraño fue que la serpiente le siguió como si fuera un perrito.
Cuando llegó a la ciudad de las pagodas, todo el mundo se escondió, aterrorizado, en sus casas.
-¿Por qué has traído hasta aquí a ese monstruo? -le gritaban desde sus escondrijos. ¿Quieres que nos mate también a nosotros? ¡Bastantes crímenes lleva ya esa bestia sobre su conciencia!
Pero el señor Yao no quería creerles. Le costaba trabajo admitir que su querida Verdosilla primera fuera una serpiente asesina. Hasta que un día un bonzo saltó sobre su escamosa cabeza, le clavó un alfiler de oro y la mató.
-¿Por qué has hecho eso? -preguntó, fuera de sí, el señor Yao-. ¿No sabías que esta serpiente era mía?
-¿Tuya? -el bonzo no salía de su asombro. ¿Acaso no has visto la mancha roja de su cabeza? Es el símbolo del más perverso de los espíritus.
El señor Yao no quería saber nada de esas cosas y exigió al bonzo que le indemnizara. Este arrancó el alfiler de oro de la serpiente y se lo dio. Entonces las fauces de la culebra se abrieron y apareció Verdosilla segunda. Ante el asombro de todos, la pequeña serpiente se transformó en una doncella bellísima.
-Yo soy Mei-Lin -dijo la joven. Este monstruo me arrancó de mi cuna real y me transformó en su esclava -al señor Yao se le saltaron las lágrimas. También quiso encantarte a ti. pero yo se lo impedí, dejándome tragar viva.
-¿Ves cómo se trataba de un monstruo? -preguntó, triunfante, el bonzo.
El señor Yao se arrodilló ante Mei-Lin y le suplicó que fuera su esposa. Dicen que su amor duró diez mil años. Parece un tiempo corto, pero es lo que tardan las serpientes en despertar del amor. Después se transforman en lotos y ya no se mueren más.

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