Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 22 de octubre de 2014

El accidente de las botas

El señor Dhzang tenía un millón de monedas de oro, pero vivía miserable-mente. Siempre vestía las mismas ropas y comía como un mendigo. Pero la gente le conocía por sus botas. Habían sido remendadas mil veces. Sus suelas fueron haciéndose, pues, cada vez más altas, hasta que, finalmente, llegaron a medir treinta centímetros.
-Cualquier día te vas a caer de ellas -le reprendía su amigo Wang-San. No comprendo cómo. teniendo tanto dinero, puedes vivir con semejante miseria.
-Las botas se pueden arreglar -respondía el señor Dhzang. ¿Para qué gastar diez monedas de cobre en otras nuevas, si éstas aún me valen?
El millonario no veía que el dedo gordo le salía por delante y que, más que unas botas, lo que calzaba era una extraña mezcla de zapatos, sandalias y chinelas.
-Tendré que regalarte yo unos zapatos nuevos -le decía Wang-San, y se marchaba, apenado, a su casa.
-¿Para qué? -se preguntaba el señor Dhzang. No comprendo la obsesión que tienen los pobres con gastar dinero -y se quedaba rascándose, incrédulo, la cabeza.
No es de extrañar, pues, que sus negocios prosperaran. Todo cuanto tocaba el señor Dhzang se convertía en oro. La gente comenzó a llamarle «Tresmillones».
Un día, Tresmillones se levantó de buen pie y se metió en unos baños. El agua estaba tan tibia que casi se quedó dormido. Fue el último en salir de la tinaja. Aunque tuvieron que echarle. Tres-millones se felicitó, diciendo:
-Yo no soy como esos tipos que todo lo despilfarran. Ya ves. Dan dinero por entrar en unos baños y después se marchan en seguida.
Como no había pagado por unas toallas, tuvo que secarse con la mano. Después buscó sus botas, pero no pudo encontrarlas. Recorrió los baños de arriba abajo y todo fue inútil. No estaban.
-Seguro que me las ha robado alguien -murmuró, furioso. Lo lamento, porque eran unas buenas botas.
Pero, cuando se iba a marchar, descubrió cerca de la puerta unos zapatos. Eran nuevos y le sentaban como anillo al dedo.
-¡Es mi número! -se dijo, alborozado. Seguro que Wang-San me ha comprado estos zapatos y se ha llevado mis botas. ¡El muy bribón! ¡Con el cariño que yo les tenía!
Así, contento como un niño, Tresmillones se marchó a su casa. Pero a la mañana siguiente fue a buscarle la justicia.
-¿Qué he hecho yo? -preguntó, alarmado. ¿Acaso no pago los impuestos regularmente? ¿Qué más quiere el señor gobernador?
-Sí. Estos son, en efecto, mis zapatos -dijo un hombrecillo iracundo que acompañaba a los guardias.
-¿Tus zapatos? Debes estar soñando, buen hombre -replicó Tresmillones. Estos son míos. Me los ha regalado mi amigo Wang-San.
Pero el hombrecillo insistió tanto que, al final, le llevaron ante el juez.
-¿Tú por aquí? -le preguntó en tono socarrón.
El hombrecillo no dejó que entraran en conversación.
-Posiblemente ustedes sean amigos, pero este hombre me ha robado mis zapatos nuevos y me ha dejado estas botas estropeadas.
Tresmillones se quedó de una pieza.
-¿Es eso cierto? -preguntó, severo. el juez, y Tresmillones contó lo que había ocurrido.
El juez soltó la carcajada, pero en seguida añadió:
-Pedir perdón no es suficiente. Como castigo, indemnizarás a este hombre con doscientas mil monedas de plata.
-¿Doscientas mil? -preguntó, incrédulo Tresmillones. Pero hubo de acatar la sentencia.
Con las botas en la mano caminó, cabizbajo, hacia su casa. Antes de llegar, había un puentecillo y las tiró por él, diciendo:
-Bastante dinero me habéis costado. No os agradezco ni uno solo de los inviernos que habéis protegido mis pies. Vuestro lugar es el arroyo.
Pero a los diez minutos se presentó en su casa un hombre con sus botas. Estaba airado, pero Tresmillones gritó más fuerte que él:
-¿Cómo te atreves a devolverme estas malditas botas? ¡No las quiero! Yo mismo acabo de tirarlas por el puente.
-¡Así que lo admites! Muy bien. Mejor así. Vengo a que me des trescientas mil monedas de bronce -anunció, satisfecho, el hombre.
Tresmillones estaba lívido de furor.
-¿Y por qué habré de darte yo tanto dinero? -preguntó.
-Pues porque yo soy un pescador, y estaba pescando tranquila-mente debajo del puente cuando, de pronto, estas botas cayeron encima de mis redes y me las destrozaron.
El hombre, en efecto, sacó unas redes tan agujereadas que ya no servían para nada. Pero Tresmillones se negó a pagarle, diciendo:
-¿Y quién me asegura a mí que es verdad lo que dices? Lo más seguro es que esas redes estuvieran rotas antes de que yo tirara mis botas.
El hombre llamó a la justicia y de nuevo compareció Tresmillones ante el juez.
-¿Otra vez por aquí? -le preguntó. Bueno. Veamos qué es lo que ha ocurrido esta vez -y el pescador relató punto por punto lo sucedido.
El juez meditó durante unos segundos y dijo:
-Me parece justo lo que pide este hombre. Como, además, vive de la pesca y hoy no podrá salir a faenar, le darás cien mil monedas más.
-¡No puede ser! -protestó Tresmillones. Estáis abusando de mí porque sabéis que soy un hombre rico.
Pero, al final, tuvo que pagar lo dictado por el juez.
Estaba tan abatido que aquel día no comió. Toda la tarde la pasó contando monedas. Cuando llegó a las ochocientas mil cuatrocientas catorce, se dijo:
-Estas botas me han traído la desgracia. Las quemaré y así no me causarán más problemas.
Pero estaban mojadas y, como eran tan grandes, apagaban el fuego.
-No importa -continuó diciendo. Las pondré a secar en la ventana y esta noche, cuando regrese, las quemaré.
Así lo hizo. Las colgó de una cuerda y salió a ganar dinero. Cuando, al atardecer, volvió a su casa, se encontró con que un enorme gentío se había reunido bajo su ventana.
-¿Qué pasa aquí? -preguntó, pensando que el emperador le había nombrado consejero.
-Parece ser que una bota ha matado a un niño -respondió una mujer-. Y estamos esperando a que vuelva su dueño.
En cuanto vieron a Tresmillones se abalanzaron sobre él para lincharle. Fue afortunado que en aquel mismo instante pasara la justicia por su calle.
-¿Qué culpa tengo yo de que el niño muriera bajo mi ventana? -protestó con energía Tresmillones. La muerte acecha en todos los sitios.
-Sí, pero fue tu bota la que le abrió el cráneo -dijo uno de los testigos.
-¡Imposible! -volvió a gritar Tresmillones. Mi bota estaba bien atada de una cuerda.
-Quizá sí -replicó el testigo. Pero tu perro empezó a saltar y la bota cayó a la calle.
El juez no quiso indagar más. Se levantó y dijo:
-Pagarás un millón de monedas de oro a los padres del niño y, si vuelves a aparecer por aquí, te encerraré para siempre en la cárcel.
Tresmillones no protestó esta vez. Estaba apenado porque, por su culpa, había muerto un niño. Pagó lo que se le pedía y salió del patio de audiencias. Entonces se dio cuenta de que llevaba las botas en la mano y regresó corriendo al tribunal.
-¿Qué quieres ahora? -le preguntó el juez. ¿No acabo de decirte que no quería verte nunca más?
-Ciertamente -respondió Tresmillones. pero quiero que encierres a estas botas.
-¿Estás mal de la cabeza? ¿Cómo voy a meter a unas botas en la cárcel?
-Pues porque si siguen conmigo -volvió a responder Tresmillones- no tendré dinero con qué indemnizar a sus víctimas y seré yo quien me pudra en prisión.
El juez sonrió y accedió a su ruego. A Tresmillones no le quedaba ya ni una moneda de cobre.

0.005.1 anonimo (china) - 049

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