Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 22 de octubre de 2014

El grillo

El emperador había perdido el juicio. Tenía sesenta años y había sido un buen rey. Pero, al cumplir los sesenta y uno, le entró una extraña fiebre por los grillos. Los coleccionaba con la misma obsesión con que otros amontonan riquezas. Sin embargo, lo peor fue que se olvidó de sus deberes de gobierno y se pasaba todo el día viendo luchas de grillos.
-Ni los dioses tienen su fortaleza -decía, admirado, a sus consejeros. ¿Cómo queréis que no los mime?
-Sí, pero el pueblo...
-Dejad al pueblo que cace para mí estas pequeñas fieras.
Y a partir de entonces en aquel reino se pagaron los impuestos con grillos. Pero al cabo de los años descendió tanto su número que era imposible encontrar un solo grillo en todo el imperio.
-¡No me engañéis con excusas! -gritaba, fuera de sí, el emperador. Haced que los campesinos los busquen debajo de las piedras. Haced lo que queráis, pero traedme grillos nuevos.
Sus ministros comprendieron que aquélla era una buena oportunidad para ganarse el favor real. Enviaron, pues, destacamentos de soldados a todas las aldeas del imperio. Pero los bravos guerreros esclavizaron a la gente y no consiguieron un solo grillo.
-¿Hasta cuándo durará esto? -preguntaba todos los días a su esposa un campesino llamado Sü. ¿Por qué son tan importantes esos bichejos que tanto se parecen a las cucarachas?
-No lo sé -respondía la mujer, y se echaba a llorar.
Sin embargo, el campesino Sü era de los pocos que todavía no habían sido azotados. Su hijo Sü-Wei poseía una extraña habilidad para encontrar grillos. Cada mañana salía al campo y siempre regresaba con alguno en una pequeña caja de laca.
-¿Cómo te las arreglas para dar con ellos con tanta facilidad? -le pregun-taba, ansioso, su padre.
El muchacho se encogía de hombros y decía:
-No es tan difícil. Son ellos los que me buscan a mí -y el campe-sino Sü se admiraba de la ingenuidad de su hijo. Una tarde Sü-Wei regresó muy triste.
-¿Es que hoy no has conseguido ningún bichejo de esos? -le preguntó con horror su padre.
El niño afirmó con la cabeza y después dijo:
-Sí, pero es tan pequeño que ni siquiera sabe cantar.
El grillo, en efecto, era pequeñísimo. Pero era ágil como la brisa. Cuando la señora Sü quiso tocarlo, se le escapó de las manos y se metió por la boca del niño. Sü-Wei hizo todo cuanto pudo por devolverlo, pero el grillo llegó hasta su corazón y el niño murió aquella misma tarde.
-¿Ves a dónde nos llevan los caprichos reales? -preguntaba, desesperado, el campesino Sü. y hacía jirones sus ropas en señal de luto.
-¿Por qué maldices al Hijo del Cielo? -le regañó entre sollozos su esposa. Lo que ahora debemos hacer es prepararle un entierro digno a nuestro hijo.
Pero aún no había amanecido, cuando se presentaron en su casa unos soldados.
-¿Sabes cabalgar? -preguntó el que los capitaneaba. El emperador quiere verte. Tienes que venir con nosotros a la corte.
-Mi hijo ha muerto y todavía no le he enterrado -protestó el campesino Sü.
Los soldados se encogieron de hombros y le llevaron a la fuerza. Su esposa apenas si tuvo tiempo para darle la cajita de laca.
-Así que tú eres el más leal de mis vasallos -dijo el emperador al verle. Dime dónde consigues esos grillos y te daré lo que me pidas.
El campesino Sü estaba tan triste que no pudo responderle. Sacó la cajita de su bolsillo y, gimiendo como una plañidera, se la entregó al emperador.
-¡Ajá! -exclamó, complacido, el Hijo del Cielo. También hoy has querido alegrarme con una de tus capturas. Veamos..., veamos.
Pero el grillo era tan pequeño que a punto estuvo de ordenar que le cortaran la cabeza al campesino Sü.
-No puede ser una broma -le calmaron los consejeros. Ya sabéis con cuánta dedicación os ha servido este hombre. Seguro que ese grillo tiene poderes especiales.
El campesino Sü afirmó con la cabeza. Entonces el emperador hizo traer a sus mejores grillos de pelea. El del campesino Sü, en efecto, los fue venciendo uno tras otro.
-¡Es una fiera..., una fiera! -gritaba, entusiasmado, el emperador. Este grillo es capaz de luchar con animales más grandes.
E inmediatamente ordenó traer a su presencia al más agresivo de sus gallos.
Los cortesanos se echaron las manos a la cabeza, pero el grillo del campesino Sü también derrotó al gallo de pelea. El emperador no cabía en sí de alegría.
-Esta, ésta es la maravilla que he estado buscando durante todo este tiempo -decía, ilusionado como un niño. ¿Qué tal si le enfrentara con el mejor de mis guerreros?
-Sería injusto -le respondió el más anciano de sus sabios. Un hombre es diez mil veces mayor que un grillo.
Pero el emperador estaba tan obstinado con esa idea que ni siquiera oyó sus palabras.
El guerrero elegido era alto como una montaña y de una expresión tan fiera como la de un tigre. En seguida se aprestó a la lucha sacando su espada. Pero el grillo se le metió por el cuello y empezó a hacerle unas cosquillas tan fuertes que el fiero guerrero cayó por tierra, riendo como un loco. Al cabo de media hora el emperador declaró vencedor al animal.
-¡He aquí el más valeroso de mis soldados! -declaró, solemne, y le nombró protector del imperio.
A donde quiera que fuera el grillo, le seguía una escolta de mil soldados. Las gentes se arrodillaban a su paso y gozaba plenamente del favor imperial. Pero su amo, el campesino Sü, estaba siempre triste.
-¿No te parece suficiente el oro que te he dado? -le preguntaba el emperador. ¿Qué más quieres? Dímelo y en seguida será tuyo.
-Sólo quiero regresar a mi casa -respondía el campesino Sü. Mi hijo ha muerto y aún no le he enterrado.
Pero el emperador no quería hablar de ello, porque temía que el grillo perdiera su valor, si él se marchaba.
Cuando se cumplieron diez días de la muerte de Sü-Wei, el Hijo del Cielo dio un banquete. A él asistieron los principales del imperio y el vino corrió como el agua. Jamás se había visto fiesta igual en la corte. Sin embargo, el emperador no estuvo presente. Se encerró en la mejor sala del palacio y sólo compartió su mesa con el grillo.
-Esta fiesta es en tu honor -le decía con dulzura. Por eso no quiero que nadie más que yo goce de tu presencia -y le acariciaba, como si fuera una concubina.
Pero, al llegar la media noche, el grillo empezó a crecer y a crecer, hasta que se hizo tan grande como una montaña. El emperador estaba aterrado. Creía que el grillo iba a devorarle. Entonces comenzó a suplicarle, como si fuera un guerrero vencido.
-¡Te daré lo que pidas! ¡Todo! ¡La mitad de mi reino, si fuera preciso!
-GPara qué quiero yo esas cosas inútiles que tú tienes? -preguntó el grillo con sorna. Hacer es más difícil que dar.
-¡Haré lo que me pidas..., haré lo que me pidas! -dijo el emperador.
-Sólo quiero que vuelvas a ser el emperador sensato de cuando aún no habías cumplido sesenta y un años -exigió el grillo, y desapareció, como si nunca hubiera existido.
De esta forma, el campesino Sü recobró su libertad y se volvió en seguida a su aldea. Cuando estaba cerca de su casa, le salió al encuentro su esposa. Parecía muy contenta y no vestía ya las túnicas del luto.
-¿Tan pronto has olvidado la muerte de nuestro hijo? -la regañó el campesino Sü. ¿Por qué no vistes de blanco? Pero la mujer no dejaba de gritar:
-¡Sü-Wei vive! ¡Sü-Wei vive!
Entonces corrieron juntos hacia la casa. Parecía como si el niño se hubiera acabado de levantar de la cama.
-He tenido un sueño horrible -dijo, y relató punto por punto cuanto le había acaecido al grillo.
El campesino Sü no salía de su asombro. Era como si aquel
bichejo diminuto y débil hubiera sido, en realidad, su hijo.
-¿No es extraordinario? -preguntó la mujer.
-Sí. Sí lo es -respondió el campesino.
Y aquella noche cantaron todos los grillos de la campiña. No lo habían vuelto a hacer desde que el emperador dejó de tener sesenta años.

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