Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 22 de octubre de 2014

El eterno mentiroso

Se apellidaba Siete, pero, como nunca decía la verdad, todos le conocían por el mentiroso Siete. Un día se llegó hasta el mercado y dijo al carnicero:
-Prepara cincuenta kilos de la mejor carne y envíalos a casa de mi tío.
-¿Qué ha ocurrido? -le preguntó, asombrado, el carnicero. ¿Tanto tiempo lleva tu tío sin comer?
-¡Qué va! -respondió el mentiroso Siete. Va a dar una fiesta y ha invitado a trescientas personas.
El carnicero se puso muy contento porque nunca había vendido tanta carne junta.
Después fue a ver al vendedor de pollos y le dijo:
-Mi tío necesita trescientos pollos para esta noche.
-¿Para qué quiere tantos? -le preguntó el vendedor. ¿Acaso no puede levantarse por la mañana y quiere que todos canten a la vez?
-No, no es eso -replicó el mentiroso Siete. Mi tío va a dar una fiesta a trescientos invitados.
-¡Ah! Si es así... -y se quedó frotándose las manos, porque nunca había vendido tantos pollos a la vez.
A continuación fue al vendedor de licores y le dijo:
-Lleva trescientas botellas del mejor vino de arroz a casa de mi tío.
-¿Tan triste está? -preguntó el vendedor de licores. ¿Desde cuándo tu tío, que es una persona sensata, ahoga todas sus penas en alcohol?
-Estás equivocado -replicó el mentiroso Siete. A mi tío no le gusta el vino. Quiere trescientas botellas porque tal es el número de invitados que tiene esta noche en su casa.
-Le serviré como se merece tan buen cliente -respondió el vendedor de licores, y aquella tarde en su bodega no se sirvió más vino.
El mentiroso Siete regresó entonces a la casa de su tío. Estaba satisfecho de sus mentiras, pero, al ver a su tía, se puso a llorar.
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó, alarmada, la tía.
-¿Acaso no lo sabes? -respondió el mentiroso Siete. El tío ha sufrido un terrible accidente en el campo. Como no le podían traer en brazos hasta aquí, me han enviado a mí para que me haga con una camilla.
Entonces agarró la puerta de la casa y se la cargó a la espalda. Cuando le vio con ella su tío, que, en efecto, estaba en los campos, le preguntó:
-¿Puede saberse qué haces con la puerta de mi casa?
-¿Es que no lo sabes? -preguntó, compungido, el mentiroso Siete. En la aldea todo el mundo no hace más que hablar de ello. Tu casa se ha quemado totalmente y yo sólo he podido salvar esta puerta.
El tío dejó el arado y corrió, preocupado, hacia su casa. Al llegar a ella vio que no había ocurrido nada de lo que le había dicho su sobrino. Había, ciertamente, mucha gente allí, pero todos llevaban carne, pollos y vino.
-Así que no es verdad que estabas en la agonía -le dijo la tía.
-Ya lo ves -respondió el tío. Estoy cansado por la carrera, pero me encuentro perfectamente.
-Ya me parecía a mí. Nadie que esté a las puertas de la muerte puede encargar tal cantidad de comida.
El tío se puso furioso, pero tuvo que quedarse con lo que el mentiroso Siete había encargado.
-Ese muchacho es incorregible -dijo, enfadado.
-Tienes que castigarle -repitió la tía. Esto es obra suya. Seguro que ha pensado comer como un príncipe durante meses y ha encargado todos estos pollos.
En cuanto el mentiroso Siete apareció por la puerta, el tío le agarró por el cuello y le encerró en el desván. Pero la noche era fría. A eso de las tres de la madrugada se despertó preocupado y empezó a pensar: «Debe estar pasando un frío terrible. Si no le subo unas mantas puede coger una pulmonía.»
Sin embargo, al entrar en el desván, vio que el mentiroso Siete estaba tan dormido como un tronco.
-¿Cómo puedes dormir con este frío? -le preguntó el tío. La noche es tan mala que ni los lobos se habrán atrevido a salir de sus guaridas.
-Es posible que haga frío -replicó el mentiroso Siete, pero yo no lo noto, porque llevo puesto este abrigo.
-¿Ese abrigo? Está raído y no abriga nada.
-¡No digas tonterías! contestó el mentiroso Siete. Está hecho de algas. Me lo regaló el otro día el rey del mar. Te lo cambio por tu abrigo y siete monedas de plata.
El tío se sintió avergonzado de abusar de esta forma de su sobrino, pero terminó aceptando.
A la mañana siguiente el mentiroso Siete salió a pasear con su abrigo nuevo. En la puerta misma del mercado se encontró a un cheposo que llevaba un saco lleno de patos.
-¿Cómo vas tan derrengado? -le preguntó el mentiroso Siete. ¿Tanto pesan esos patos?
-¡No seas ridículo! -respondió el cheposo. ¿No ves que tengo chepa?
-¿Chepa? -volvió a preguntar el mentiroso Siete. Creí que ya no quedaba ninguna en todo el reino. Curar esa enfermedad es muy sencillo.
-¿Que tiene curación dices? -dijo, esperanzado, el cheposo.
-Por supuesto que sí -respondió el mentiroso Siete. Te metes en una bolsa y te quedas en ellas un día entero. A la mañana siguiente la chepa ha desaparecido.
Ni corto ni perezoso, el cheposo se metió en el saco. El mentiroso Siete cogió entonces los patos y los vendió. Eran tantos que le dieron quince monedas de plata por ellos. Cuando llegó a casa, su tío le agarró por el cuello y le dijo:
-¡Me has engañado! Este abrigo está hecho de papel. He pasado tanto frío con él que he estado a punto de morirme.
-Cosa rara -replicó el mentiroso Siete. Mi suegro, el rey del mar, me aseguró que con este abrigo nadie podía pasar frío.
-¿Tu suegro? -preguntó, asombrado, el tío. ¿Desde cuándo el rey del mar es suegro tuyo?
-Desde hoy. Esta madrugada me he casado con su hija. Entonces sacó siete monedas de plata y continuó diciendo:
-Ya ves: me ha colmado de riquezas. A partir de ahora nunca más me faltará dinero.
-Esas son las monedas que me timaste a mí -protestó el tío.
-¿Y qué me dices de éstas? -volvió a preguntar el mentiroso Siete, sacando las quince que le habían dado por los patos. ¿De dónde podría haber obtenido yo tanto dinero, si no me las hubiera dado el rey del mar? ¿Quieres ir a verle conmigo?
El tío estaba tan orgulloso de su sobrino, que aceptó de inmediato. Subió en su barca y siguió a la del mentiroso Siete. Pero pronto se levantó una tempestad y, como no era pescador, la embarcación se terminó hundiendo.
-¿Cómo te has atrevido a llegar hasta mi palacio? -le preguntó, enfurecido, el rey del mar. ¿No sabías que a ningún hombre le está permitido hacerlo?
-¡Claro que sí! -replicó el tío. Pero como venía con vuestro yerno, yo pensé que...
-¿Mi yerno? -bramó el rey del mar.
El tío le contó entonces todo lo ocurrido.
-Que tres de mis mejores guerreros vayan a la playa y traigan ante mí a ese impostor -ordenó el rey del mar. Quiero saber de dónde se ha sacado esas historias.
Inmediatamente tres gambas aguerridas se dirigieron a la costa. Cuando llegaron a la casa del mentiroso Siete vieron que había preparado cuatro enormes perolas de agua hirviendo.
-¡Hombre, justamente lo que necesitaba! -dijo, al verlas. Yo soy el mejor artista de este reino. ¡Lástima que seáis sólo tres, porque estoy haciendo un cuadro con cáscaras de gambas y necesito cuatro!
En cuanto lo oyeron, las tres gambas guerreras se precipitaron, despavoridas, en el mar. El rey de los océanos envió entonces a su más valiente general. Era un enorme cangrejo. Llevaba en su pinza izquierda una espada y en la derecha el estandarte del rey del mar.
-¿A quién buscas? -le preguntó el mentiroso Siete, montado en un carabao.
-A un impostor que se hace pasar por el yerno del rey del mar -respondió el cangrejo. ¿Le conoces?
-Por supuesto que sí -replicó el mentiroso Siete. Pero me extraña que puedas darle alcance con ese caballo.
-¿Qué tiene de malo este caballo? -volvió a preguntar, malhumorado el cangrejo. Puede recorrer mil millas en una hora.
-¿No os lo decía yo? -dijo el mentiroso Siete. Es demasiado lento. Este carabao puede andar dos mil millas en ese mismo tiempo.
-¿Por qué no me le cambias? -preguntó el cangrejo. Al fin y al cabo, tú no tienes que perseguir a ningún bandido.
Y en seguida cerraron el trato.
Sin embargo, nadie en la aldea creyó qué aquel caballo pudiera correr tan deprisa. Para demostrárselo, el mentiroso Siete montó en él. El caballo salió lanzado como una flecha y se precipitó en el mar.
El mentiroso Siete se ahogó en sus aguas y nadie volvió a saber más de él. Algunos dicen que embaucó al rey del mar y, en efecto, se casó con su hija. ¿Quién puede saberlo? Los mentirosos no son nunca de fiar.

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