Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 10 de junio de 2012

Los tres guerreros


En una aldea de la provincia de Simbirsk y a poca distancia de Karsun, es decir, que pertenecía al sudeste de Rusia, vivía una pobre mujer muy anciana en compañía de su único hijo, bastante tonto, llamado Stanislas Pirutz. Todas las mañanas Stanislas salía de su casa llevando por el ronzal al único caballo que tenían, lleno de años y de mataduras, y, con su auxilio, se dedicaba a labrar el pequeño campo que poseían la madre y el hijo.
Cierto día Stanislas había uncido el caballo al arado, pero era tanta la debilidad del pobre animal, que apenas podía andar y trazar un surco, a pesar de los esfuerzos que hacía con mejor voluntad que fortuna. Por fin, Stanislas, en vista de que el pobre animal no podía más, desistió de animarle con sus voces y sus latigazos, y le dejó que descansara; pero, mientras tanto, desesperado al ver lo que ocurría y, sobre todo, desalentado ante la idea de que, una vez perdiese aquel caballo no tendría dinero ni manera de adquirir otro, se dejó caer sentado sobre un haz de leña que preparara unos días antes, pero que aún no había llevado a su casa.
Durante los días que la leña permaneció en el lindero del campo, una familia de avispas fabricó su nido al amparo de las ramas secas. El peso de Stanislas las obligó a salir más que de prisa de su alojamiento e, irritadas en gran manera contra aquel enemigo que venía a expulsarlas de su domicilio, se arrojaron contra él, para clavarle frenéticamente sus aguijones.
Stanislas, que no esperaba tal cosa, no pudo emprender la fuga a tiempo y así, cubierto de avispas de pies a cabeza y sintiendo el escozor de los innumerables aguijones que se clavaban en su cara, en su cuello, en sus manos y hasta en los tobillos, empezó a saltar como un loco y a revolcarse por el suelo, hasta que, por último, rabioso por el dolor que sentía, arrancó unas razias verdes y empezó a golpearse el cuerpo con el mayor frenesí, sin reparar en los golpes que se daba a sí mismo a fin de librarse de sus feroces enemigos.
Mientras tanto, aumentaba el calor del día a medida que el sol llegaba a su cenit y las moscas borriqueras empezaron a atacar al pobre caballo que aun seguía uncido al arado. Al principio, el animal trataba de librarse de ellas arrugando la piel de aquel modo tan característico de los de su raza y agitando su casi despoblada cola. Luego empezó a patear y, por fin, en vista de que ni aun así lograba sacudirse a sus enemigos, echó a correr por el campo, coceando a uno y a otro lado, como si, a ejemplo de su amo, hubiese enloquecido también.
Stanislas consiguió al fin alejar a las avispas que no pudo matar a cañazos, pero los insectos le habían dejado la cara hinchada, enrojecida y deformada, hasta el punto de que apenas podía abrir los ojos. Entonces, notando que estaba libre de sus acometidas, volvió satisfecho los ojos a su alrededor y viendo el suelo cubierto de insectos muertos, los contó y halló más de seiscientos. Mas al mirar en dirección a su caballo observó se revolcaba a su vez y coceaba en todas direcciones. De momento creyó que algunas avispas habrían ido a vengar en él la molestia que les causara el mismo Stanislas, pero en cuanto estuvo cerca vio que no era así, sino que el pobre animal era víctima de las moscas borriqueras. Empezó a sacudirle cañazos y muy pronto pudo matar a una gran parte de ellas y, al contarlas, vio que había matado más de cien víctimas.
La mortandad que pudo llevar a cabo gracias a su caña, le consoló bastante de los ataques que él y su caballo habían sufrido. Empezó a recoger fango húmedo que aplicó al pobre animal para calmar el dolor que sentía, y en vista de que así se tranquilizaba, pensó sujetarse al mismo remedio. Después de un rato y de frecuentes aplicaciones de aquellos emplastos, se sintió algo mejorado y creyó llegada la ocasión de regresar a su casa.
Tan desfigurado estaba, que su madre no le reconoció, y él entonces, dirigiéndose a la anciana, le dijo:
-Soy yo, Stanislas, madre. Soy Stanislas Pirutz, el valeroso e invicto guerrero que acaba de sostener dos terribles batallas con enemigos numerosísimos y, a pesar de ello, los he exterminado a todos, causándoles más de seiscientos muertos. En vista de eso, he resuelto abandonar el cuidado de la tierra y ser en adelante un guerrero e ir en busca de aventuras. No quiero ser más "mujik"[1], porque tengo condiciones para llegar a ser un héroe famoso. Dame, pues, tu bendición y me marcharé inmediatamente.
Dicho esto, se arrodilló ante la pobre mujer, que al ver a su hijo, tan desfigurado y oyendo sus extrañas palabras, creyó que se había vuelto loco, y así tendió los brazos al Cielo, exclamando:
-¡Desgraciada de mi! ¿Qué le habrá pasado a mi pequeño Stanislas? ¡Sin duda se habrá vuelto loco! ¡Qué desgracia, Dios mío!
Pero de nada sirvieron las palabras de la pobre mujer, porque Stanislas estaba empeñado en recibir su bendición antes de salir a recorrer el mundo en busca de aventuras.
Una vez su madre le hubo bendecido, Stanislas se colgó unas alforjas al hombro, suspendió de su cinto un largo cuchillo a guisa de espada, y montando en su caballo lleno de mataduras, viejo y esquelético, se alejó de la aldea, dispuesto a realizar maravillosas proezas.
Después de varios días de camino llegó a un lugar en que había un poste indicador, en el que ya no se leía cosa alguna, porque los caracteres habían sido borrados por la intemperie. Stanislas buscó por el suelo un trozo de yeso o de piedra caliza, y en cuanto lo hubo hallado escribió en el tablero:
"Por aquí ha pasado el valentísimo Stanislas Pirutz, el invicto guerrero que en un combate mató a más de quinientos enemigos y en otro a más de cien."
Hecho esto montó de nuevo a caballo y continuó su camino.
Poco rato después pasó casualmente por allí un joven guerrero llamado Mikhail Stefanowich, quien, al leer aquel cartel, se quedó sorprendido e impresionado ante la concisión de la leyenda.
-Bastante se advierte -murmuró- en estas dos líneas, el carácter batallador y valeroso de quien lo ha escrito. No necesita oro o plata para sus inscripciones, sino que le basta un pedazo de yeso.
Luego desenvainó su espada, y, con la punta, grabó debajo de la inscripción de Stanislas, otra que decía:
"En seguimiento de Stanislas Pirutz, ha pasado por aquí el valeroso guerrero Mikhail Stefanowich."
Continuó el camino y en cuanto alcanzó a nuestro héroe, le hizo una profunda reverencia y le dijo:
-¿Cómo queréis que os siga, invicto héroe Stanislas Pirutz? ¿Preferís que os preceda o que me sitúe a vuestro lado o detrás?
-iSígueme! -"le contestó lacónicamente Stanislas.
Acertó a pasar por aquel mismo camino otro joven guerrero, llamado Iván Staline, quien se fijó a su vez en las inscripciones del poste indicador. Las leyó con la mayor atención, y luego, con la punta de su lanza, escribió debajo:
"Detrás de Mikhail Stefanowich, va el guerrero Iván Staline."
Una vez hubo trazado estas palabras, espoleó a su caballo y muy pronto alcanzó a Mikhail Stefanowich.
-¿Cómo queréis que os siga, noble guerrero? ¿Queréis que os preceda, que vaya a vuestro lado o bien os siga?
-No debéis preguntármelo a mí -contestó Mikhail Stefanowich-, sino al valeroso guerrero que nos precede, el gran Stanislas Pirutz.
Iván Staline se acercó a Stanislas y, después de, haberle hecho la misma pregunta, recibió la respuesta:
-¡Sígueme!
Después de muchos días de viajar por países desconocidos, llegaron a unos jardines espléndidos y allí Iván y Mikhail armaron sus tiendas de campaña, en tanto que Stanislas se tendía en el suelo sobre un saco.
Aquellos jardines pertenecían al Zar Rojo, el cual estaba en guerra con el Zar Negro, quien envió contra el primero a sus mejores guerreros.
En cuanto el Zar Rojo se enteró de que en sus jardines había acampado un guerrero tan famoso como Stanislas Pirutz, se apresuró a mandarle un mensajero, diciéndole
-¡Oh, invicto guerrero Stanislas Pirutz! Yo, el Zar Rojo, estoy en guerra con el Zar Negro. ¿Querrás hacerme el honor de ayudarme con tu pujante brazo?
En cuanto Stanislas hubo recibido aquel mensaje no contestó cosa alguna, ni se dignó mirar siquiera al mensajero sino que, con objeto de darse mayor importancia, lo hizo leer por uno de sus dos compañeros.
En cuanto se enteró de lo que pedía el Zar, se limitó a decir
-Perfectamente.
-¿Queréis ir vos mismo, señor -preguntaron Mikhail e Iván- o preferís no molestaron y que vaya uno de nosotros?
-Mejor será que vayas tú, valiente Stefanowich -contestó Stanislas.
Este obedeció y partió en busca de los enemigos. En cuanto estuvo ante ellos, sin perder un solo instante, los atacó con ímpetu extraordinario, de modo que pronto hubo dado muerte a la mitad. Luego, haciendo girar la espada con rápido movimiento, puso en fuga a los restantes, que echaron a correr llenos de pánico, abandonando las armas, los bagajes y las provisiones.
En cuanto el Zar Negro se enteró de la derrota sufrida por sus tropas se apresuró a reorganizar las que le quedaban y preparó una nueva expedición contra el Zar Rojo.
Los espías de éste no tardaron en enterarse de aquellos preparativos y fueron a comunicarlos a su señor, quien entusiasmado y satisfecho a más no poder por el auxilio que le había proporcionado el valeroso Stanislas Pirutz, mandándole uno de sus guerreros, fué a solicitar nuevamente su ayuda.
Mikhail Stefanowich e Iván Staline volvieron a preguntar a Stanislas
-¿Queréis ir vos, señor, o preferís no molestaros y que vaya uno de nosotros?
-Ahora podrás ir tú, valiente Iván Staline.
Iván ensilló su caballo y, empuñando la lanza, se encaminó hacia el campamento enemigo. Llegó por la noche y así pudo acercarse sin ser visto y cuando menos el adversario lo esperaba. Empezó a repartir lanzadas de un lado a otro y, mientras tanto, los guerreros del Zar Negro, figurándose que eran atacados por numerosos enemigos, empezaron a luchar entre si y se armó tal batalla, que no quedó uno solo ileso.
En cuanto el Zar Negro se enteró de la destrucción de su ejército, reunió las pocas tropas que le quedaban y decidido a jugarse el todo por el todo, llamó a sus más valientes paladines y les dijo:
-Estoy persuadido de que nuestro enemigo nos ha derrotado hasta ahora valiéndose de la astucia y no de la fuerza. Por consiguiente, opino que debemos vigilar sus actos e imitarle en cuanto haga. Por otra parte, yo mismo iré en persona a dirigir el combate.
También los espías del Zar Rojo se enteraron de estos preparativos, que comunicaron a su señor, y el Zar volvió a solicitar el auxilio del valeroso Stanislas Pirutz.
Como las veces anteriores, Mikhail Stefanowich e Iván Staline preguntaron a su jefe si quería ir él en persona a combatir a los enemigos o prefería que uno de ellos se encargase del asunto.
Stanislas se dijo que si continuaba mandándoles a luchar contra el enemigo, ellos acabarían por perder la fe que tenían en su valor, y aunque estaba muerto de miedo, comprendió que no tenía más remedio que encargarse, aquella vez, de luchar contra los guerreros del Zar Negro. Así, pues, montó a caballo y fué en busca de sus adversarios.
Mientras se dirigía al lugar en que estaba acampado el enemigo, aumentaba su miedo y no cesaba de pensar. en el horrible fin que le esperaba. Cada vez se sentía más dominado por el pavor, y tanto fué su pánico que al fin, comprendió cuán incapaz sería de mirar siquiera a sus contrarios. Diose por, muerto de antemano y con objeto de no perder el poco ánimo que le quedaba en cuanto viese a un soldado enemigo, resolvió cubrir se los ojos con un pañuelo y blandir la espada a diestro y siniestro, con todo su vigor, encomendándose al mismo tiempo a Dios y a todos sus santos.
De este modo, montado a caballo, con los ojos vendados, y empuñando la espada llegó a la vista del ejército del Zar Negro. En cuanto éste hubo observado que Stanislas se acercaba a ellos con los ojos vendados, creyó que sería uno de los medios de que se valía para alcanzar la victoria y ordenó que sus hombres le imitasen.
Entre tanto, Stanislas, que ya no dudaba lo más mínimo cae su muerte, asomó la mirada por encima del pañuelo y observando que también los soldados enemigos iban con los ojos cubiertos, por haberlo ordenado así el Zar Negro, cobró ánimo y seguro de que, por lo menos, podría realizar una gran matanza, empezó a repartir tajos a derecha y a izquierda.
Por otra parte, los soldados que iban con los ojos vendados, también manejaban a ciegas sus espadas y se armó una espantosa confusión, de la que resultaron infinitas víctimas, en tanto que Stanislas acuchillaba a su sabor y sin la menor compasión a sus enemigos.
La derrota fue total y el Zar Negro ordenó tocar retirada en toda la línea.
El violento ejercicio que había realizado el maltrecho caballo de Stanislas lo tenía derrengado, jadeante e incapaz de dar un paso. Y, tanta fue su debilidad, que cayó al suelo casi privado de sentido.
Stanislas se apresuró a saltar, para no quedar cogido por su montura y divisando a poca distancia un hermoso caballo blanco, sin jinete y al parecer de gran fuerza, quiso montarlo. Pero el animal se resistía y en vista de ello Stanislas lo llevó junto a un árbol y lo ató al tronco. Luego se encaramó en el árbol y, una vez hubo pasado a una de las ramas que se extendían sobre el caballo, se descolgó desde ella hasta la montura.
En cuanto el corcel sintió el peso de Stanislas, dio un salto tan violento que desarraigó el árbol y echó a correr hacia el ejército vencido, arrastrando el árbol corpulento.
Mientras tanto, Stanislas, asustado de veras, pedía socorro a gritos, pero era evidente que el caballo estaba desbocado. Continuó corriendo sin parar y al tropezar contra los soldados, arrastró por entre ellos las ramas, el tronco y las raíces del árbol, causando muchas más bajas que el mismo Stanislas con su espada.
Por fin el valiente corcel, en extremo fatigado, se apaciguó y Stanislas pudo cortar la cuerda que sujetaba el árbol y emprendió el regreso hacia el palacio del Zar Rojo.
Como es consiguiente, nuestro héroe fue recibido con grandes vítores y aclamaciones y se organizaron numerosas fiestas en su honor. El Zar, deseoso de recompensarle, le ofreció la mano de su hija y luego dio; el cargo de generalísimo a los valientes Mikhail Stefanowich e Iván Staline.

 062. Anonimo (rusia)




[1] Campesino

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