Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 10 de junio de 2012

El «gort» de albranca


La zona del mitjorn menorquín, entre Calafi y Albranca, al sur de Ferreríes, está surcada por profundos barrancos, como arañazos en el suelo, árido y rocoso, que van a abrirse, finalmente, al mar.
Calafi y Albranca eran, en tiempos de los gigantes, los feudos de dos tribus irreconciliables. Sus encuentros venían siempre marcados por titánicas luchas cuyo estruendo sacu­día, rebotando por rocas y barrancos, hasta el último rincón de la comarca. El odio era secular entre ambos bandos y sus recíprocas diferencias no podían ser saldadas más que con la muerte y el exterminio de los contendientes.
Por eso, cuando el jefe de la tribu de Coves Gardes, cerca de Albranca, supo que su hija amaba a un joven gigante de Calafi, tomó la única decisión que podía rehacer su maltre­cho prestigio. Ordenó a la princesa vestirse con sus mejores galas y, cargado con un enorme ataúd, emprendió con ella el camino del barranco.
Al fin llegaron al borde de la hoya, de aguas verdosas, abierta en el centro del reseco cauce. A la vista del gorg -del gort, como suelen llamar en la comarca a estas char­cas- los gigantes adoptaron una actitud de reverencia. Esta­ban ante el ojo de la divinidad subterránea que protegía a la tribu de Coves Gardes, en cuyo fondo insondable moraba la ondina a la que el rey estaba decidido a consagrar para siem­pre a su hija.
Esperando que llegara la hora mágica de la medianoche, sentados en el pedregal que rodea la hoya, el apesadumbrado padre pidió por última vez a su hija que abandonara aquel amor insensato, aquella imperdonable traición de querer unirse al hijo de su irreconciliable enemigo. Ante la negativa de la muchacha, empeñada en mantener su decisión por en­cima de todo, el gigante destapó el ataúd y la obligó a ten­derse dentro. Clavó la tapa y empujó suavemente la caja has­ta dejarla flotando sobre el agua del gort.
Todavía dudaba el gigante, con los ojos arrasados en llan­to, en concluir la última parte de aquel extraño ritual. Por un momento, su amor de padre pareció imponerse a la obli­gación que, como rey, le exigía aplicar todo el peso de su brutal justicia.
Miró la silueta inmóvil de la caja por última vez y, con una pequeña piedra, golpeó tres veces sobre la tapa. Como arrastrado por una misteriosa fuerza, el ataúd se sumergió con el sobresalto de un leve chapoteo.
-«Nadie te sacará de aquí -sentenció el rey- hasta que esta piedra caiga al fondo del gort.» Y el gigante, luego de pronunciar esta conjura, lanzó el guijarro con toda la fuerza de su brazo y desapareció, sin volver la cabeza, internándose en el barranco.
Alguien, oculto en la maleza, había seguido el desarrollo de la tragedia. No bien se hubo extinguido el rumor de las pisadas del rey de Coves Gardes, el enamorado gigante de Calafi salió de su escondite y, a grandes manotazos, recogía cuantas piedras podía y las echaba al gort con la esperanza de que una de ellas sería la que haría volver a la muchacha.
Así estuvo años y años. Y así sigue -cuentan- en las no­ches tranquilas del barranco, cuando un rumor sordo recuer­da el deslizarse de los cantos rodados por el lecho de un to­rrente.
Por eso, cuando algún día paséis por el Gort d'Albranca, echad, como hacen todos, una piedra a sus tranquilas aguas y esperad. Tal vez vosotros romperéis el sortilegio.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. Anonimo (balear-menorca)

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