Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 10 de junio de 2012

Los dos caminos (1)

En una pobre aldea del gobierno de Perm había dos "mujiks" muy pobres que apenas podían satisfacer su hambre, pese a los esfuerzos de ambos por comer con alguna regularidad. Su traje corría parejas con su despensa, de modo que cubrían sus cuerpos con unos calzones destrozados, un "caftán" de piel de carnero, raída a más no poder, y unas abarcas de corteza de árbol que apenas libraban a sus pies del roce de las piedras y las espinas del bosque.
Cierto día estaban los dos lamentándose de su miseria, y comparaban sus respectivos modos de ganarse el pan. Uno de ellos, llamado Sergio, era un hombre joven, bondadoso, que sentía el temor de Dios y era incapaz de cometer la menor incorrección. Todos sus esfuerzos tendían a vivir mediante un trabajo honrado, pero su compañero, en cambio, llamado Pedro, era un tuno de marca mayor, que no perdía la ocasión de hurtar cuanto podía, pero no por eso conseguía quitarse el hambre que le molestaba sin cesar.
-No hay duda de que tu modo de vivir -decía Sergio a Pedro- ha de terminar muy mal, porque, más pronto o más tarde, recibirás tu castigo. Más vale vivir honradamente, aunque se sufra alguna miseria.
Pedro no estaba conforme con estas opiniones de Sergio, y así discutieron largo rato, aunque sin lograr ponerse de acuerdo.
Y aferrado cada uno de ellos a sus propias opiniones, no querían dar su brazo a torcer, de modo que, al fin, decidieron echar a andar por la carretera y preguntar su opinión a cuantos encontrasen al paso.
Poco tardaron en hallar a otro "mujik", que estaba ocupado en arar su campo. Acercáronse a él, y Pedro le dirigió la palabra, diciéndole
-Buenos días, amigo. Te rogamos que nos des tu opinión acerca de una discusión que ha surgido entre nosotros. ¿Cómo crees que debe vivir el hombre, honradamente o no?
-¡Caramba! - exclamó el labrador. En nuestros tiempos vivir honradamente es casi imposible. En cambio, resulta muy sencillo no tener en cuenta para nada las leyes divinas y humanas. El hombre honrado casi nunca tiene camisa que ponerse, pero los pillos visten bien, comen mejor y no carecen de 10 rublos. Por ejemplo, nosotros los "mujiks" hemos de trabajar todo el día para nuestros "bacines"[1] y, en cambio, no podemos casi hacerlo en nuestro propio beneficio. A veces hemos de fingir que estamos enfermos para ir a cortar un poco de leña, a fin de calentar nuestras "isbas"[2], y aun eso hemos de hacerlo de noche, porque si nos sorprendieran los guardas, nos meterían en la cárcel.
-¿Lo ves? -exclamó Pedro, dirigiéndose a Sergio. Ahora comprenderás que tenía razón.
Continuaron su camino y, poco después, se cruzaron con un rico comerciante que guiaba su trineo.
-Deteneos un momento, señor, y hacednos el favor de contestar a una pregunta: ¿Cómo conviene vivir, honrada o inicuamente?
-¡Hombre! -contestó el comerciante, deteniendo sus caballos-. En nuestros días resulta muy difícil vivir honradamente. Por ejemplo, a nosotros, los comerciantes, nos engaña todo el mundo y... claro está, a nuestra vez hemos de engañar a los demás.
-¿Qué te parece? -preguntó Pedro a Sergio. Ya ves cómo, también, me ha dado la razón.
Poco después encontraron en la carretera a un "barine" montado a caballo.
-Deteneos un instante, señor. Os rogamos que tengáis la bondad de darnos vuestra opinión acerca de una duda que tenemos. ¿Cómo conviene que viva el hombre, honrada o inicuamente?
-La respuesta no ofrece duda. Vale más lo segundo. En nuestros tiempos no existe la justicia. Y si alguno se atreve a reclamarla, le llaman picapleitos y lo destierran a Siberia.
-¿Lo has oído? -exclamó Pedro. Fíjate en que todo el mundo me da la razón.
-Sí. Ya lo veo -replicó Sergio. Pero, así y todo, no he quedado convencido. Yo estoy persuadido de que el hombre ha de vivir como Dios manda y a pesar de los pesares.
Por mi parte, estoy firmemente resuelto a no mudar de conducta.
Continuaron su camino y decidieron seguir adelante para ganarse la vida. Pedro se arreglaba siempre de manera que, con sus engaños y trapacerías, en todas partes le daban de comer y aun lo suficiente para llenar su alforja. Sergio, en cambio, obraba de buena fe y se esforzaba en trabajar todo lo posible. Era muy desgraciado, porque, a costa de una penosa jornada, sólo podía alimentarse de pan y agua. Sin embargo, estaba siempre muy satisfecho y aguantaba de buena gana las burlas de su compañero.
Así continuó la cosa entre los dos y llegó, por fin, la ocasión en que Pedro iba con la barriga llena y el zurrón bien provisto, en tanto que Sergio no había comido desde veinticuatro horas antes y no tenía un solo pedazo de pan que llevarse a la boca. Por último, el hambre le obligó a pedir a su compañero algo que comer, pero Pedro, que era un tuno y un mal hombre, sonrió con sarcasmo y se negó a acceder a aquella petición.
-Ahora te convencerás de lo poco que obtienes gracias a tu honradez. Fíjate en que nadie te da trabajo, ni modo de ganar un pedazo de pan, en tanto que a mí no me falta la buena comida ni las provisiones de viaje. Y como no quiero cargar con tu manutención, te advierto que no voy a darte cosa alguna y que de mí no debes esperar, ni ahora ni en adelante, el más ligero socorro.
-Me alegro mucho de que me hables con esta claridad -contestó el buen Sergio, y tu dureza de corazón me aconseja separarme definitivamente de un hombre como tú. Sigue, pues, tu camino, porque yo me quedo aquí, seguro de que Dios no me abandonará. ¡Ojalá El te proteja a ti también y nunca te deje sin recursos!
Dicho esto, Sergio fué a tenderse al pie de un roble, en tanto que Pedro se alejaba, después de dirigirle una mirada burlona.
En cuanto Sergio se hubo quedado solo, empezó a buscar con la mirada algo que hincar el diente, pero las matas que vio a su alrededor no eran comestibles ni podían servirle para calmar el hambre. Sin embargo, persuadido como estaba de que Dios no le abandonaría, decidió no moverse de aquel lugar para no malgastar las fuerzas, y en cuanto llegó la noche creyó preferible refugiarse entre las ramas del roble, para evitar el posible ataque de las fieras.
Tuvo la suerte de encontrar un lugar apropiado en la horquilla de una rama, en donde podía tenderse con alguna comodidad y sin miedo de caer al suelo, y, después de haber rezado sus oraciones, convencido de que el sueño hace olvidar el apetito, cerró los ojos disponiéndose a dormir.
Concilió el sueño y, sin duda, estuvo dormido algunas horas, cuando despertó al oír un ruido extraño que, de momento, le alarmó. Semidormido no pudo acertar la causa del leve rumor que percibía, pero en cuanto se hubo despertado del todo, oyó claramente algunas voces que hablaban con voz queda. Eso le extrañó sobremanera, porque tenía la persuasión de estar solo en aquel bosque, y así aguzó el oído para enterarse de quiénes, podrían ser aquellos extraños individuos.
El ruido de las voces le guió hacia el lugar de que procedían y no tardó en descubrir entre las ramas de roble y a mayor altura, unas formas vagas, que, de momento, le parecieron aves de gran tamaño, pero luego, al fijarse mejor, vio con espanto que eran dos diablos de aspecto horrible y provistos de unas alas de gran tamaño, que en aquel momento tenían plegadas.
Mientras estaba escuchando, oyó el ruido de algunos aletazos que se aproximaban al árbol y muy en breve se posaron en la misma rama en que estaban los otros, tres diablos más, de aspecto absolutamente semejante.
Aquellos cinco espíritus infernales, empezaron a dar cuenta de las maldades que habían realizado durante el día, y sus carcajadas de horrible expresión eran capaces de helar la sangre en las venas del más valiente. Sergio se sintió preso de pánico y tanto por impedírselo el terror, como también por prudencia, no se movió del lugar que ocupaba y se dedicó a escuchar con cuanta atención era, capaz.
Después que tres de aquellos diablos hubieron referido sus aventuras durante el día tomó la palabra el cuarto y dijo:
-Habéis de saber que yo he pasado casi todo el día en el palacio de la hermosa Zarina. Hace ya diez años que está enferma por mi causa, pues me divierto en grande causándole toda suerte de molestias y de dolores. No os podríais imaginar siquiera las cosas que han llegado a hacer para curar a la soberana. Pero yo no me marcho del lugar que ocupo, aunque vengan frailes descalzos. Estoy allí muy bien, muy calentito en la cama, y pasando unos inviernos deliciosos.
Sin embargo, los muy bestias, ignoran que con la mayor facilidad podrían obligarme a huir, curándose así la Zarina, si a la cabecera de su cama pusieran el icono[3] que tiene en su casa el comerciante en telas que hay a la entrada del pueblo inmediato.
Tomó la palabra el quinto diablo y refirió a su vez sus aventuras, los sustos, molestias y dolores que había causado a unos desgraciados "mujiks" y, por fin, cuando empezó a apuntar la aurora, los cinco espíritus infernales emprendieron ruidosamente el vuelo y se alejaron para dedicarse nuevamente al mal.
El pobre Sergio no había podido conciliar el sueño desde el momento en que fue despertado por los diablos y resuelto, por otra parte, a no pasar una noche más en aquel árbol, que ya le resultaba espantoso, emprendió el camino en dirección a la ciudad.
Las palabras que oyera del cuarto diablo le infundieron el deseo de hacer cuanto pudiera para curar a la pobre Zarina enferma, mas antes era preciso apoderarse del icono milagroso y así, en cuanto llegó a los arrabales de la población, empezó a buscar el establecimiento del mercader de telas indicado por el espíritu infernal.
No tardó en encontrarlo y asomándose a la puerta vio al mercader en persona que esperaba la llegada de los compradores.
-Muy buenos días, señor -dijo Sergio-. Estoy sin trabajo y quisiera pediros el favor de emplearme. Y si queréis aceptarme en vuestra casa, estoy dispuesto a trabajar un año entero, sin otra recompensa que este icono viejo y sin valor que tenéis ahí.
El mercader contempló a Sergio, lo examinó de pies a cabeza, y comoquiera que el aspecto del joven le causara buena impresión, le contestó aceptando su ofrecimiento, pues, por otra parte, le convenía utilizar sus servicios sin otra paga que la entrega de aquel icono que, para él, carecía de todo valor.
El comerciante no tuvo que arrepentirse de su decisión, porque Sergio era un muchacho laborioso, honrado e inteligente, que le prestó muy buenos servicios. Por fin, al terminar el año, el joven dijo a su amo que en cumplimiento de lo pactado, quería marcharse una vez éste le hubiese dado el icono que se hallaba sobre un pequeño pedestal, colgado de una de las paredes del establecimiento.
-El caso es, buen Sergio -dijo el mercader- que estoy muy contento de tus servicios, pero preferiría pagarte con dinero en vez de darte el icono.
El comerciante habló así, suponiendo que cuando el joven se contentaba con tan poca paga, la imagen en cuestión tendría mucho más valor de lo que él suponía, pero Sergio se apresuró a contestarle
-Trato es trato, señor. Bien recordaréis las condiciones en que entré a trabajar en vuestra casa. Por consiguiente, no tenéis más remedio que entregarme esa imagen.
El comerciante se resistió y, por fin, acabó diciendo que si quería lograr tal premio sería preciso que trabajara un año más en su casa.
Sergio se conformó con la exigencia de su patrono, cosa que a éste le llamó mucho la atención, y así, cuando hubo terminado el segundo año, se negó nuevamente a cumplir lo pactado, alegando que el valor de aquel icono merecía por parte de Sergio otro año de trabajo.
A regañadientes se resignó el joven a esta nueva informalidad, pensando que, por fin, acabaría por conseguir su objeto y no dejaba de pensar con frecuencia en la pobre Zarina que, mientras tanto, estaría sufriendo a causa de su enfermedad. Pero no quiso decir cosa alguna, ni significar la importancia que para él tenía la posesión de la imagen, pues temía que, de hacerlo, el comerciante le impusiera algunos años más de trabajo o bien él mismo fuese a recoger el fruto de los afanes del pobre muchacho.
Cuando, por fin, llegó el término del tercer año, el mercader tomó el icono, que era una imagen ruda y nada artística, que quería representar a San Pedro, y entregándoselo a Sergio, le dijo:
-Toma esta imagen. Ya es tuya, porque bastante te la has ganado en tres años de trabajo honrado e inteligente. Vete, pues, y te deseo que te acompañen Dios, Nuestro Señor, y Santa María de Kazán.
Sergio, satisfecho en extremo, al pensar que, por fin, había alcanzado su objeto y que ya podría realizar la buena obra de curar a un enfermo, tomó la imagen y despidiéndose del mercader, emprendió el camino del palacio del Zar, aunque sintiendo el recelo de que la pobre Zarina hubiese muerto durante aquel largo plazo.
Tuvo que hacer un largo viaje para llegar a la capital del Estado y, al penetrar en sus calles, observó que todo el mundo parecía estar muy triste y aun vio a algunos que lloraban desesperados, cual si fuesen víctimas de una gran desgracia.
Preso de tristes presentimientos, Sergio se dirigió a un hombre, que parecía más sereno que los demás, y le preguntó
-¿Qué ocurre en esta ciudad? ¿Os amenaza alguna calamidad pública? Os ruego, por Dios, que me lo comuniquéis, porque me apena verdadera-mente ser testigo de esta tristeza general.
-¡Oh! - replicó el interpelado-. Estamos todos muy tristes, porque nuestra adorada Zarina, que es la mujer más bella y más santa que ha existido en el mundo, está, ya hace varios años, gravemente enferma y parece que ha empeorado de tal manera que ni siquiera podrá pasar de esta noche.
-¿De modo que vive todavía? -preguntó Sergio con acento de alegría.
-Si. Aun vive. Pero, por desgracia, entregará en breve su alma a Dios.
-En tal caso -dijo Sergio- os ruego que me llevéis cuanto antes al palacio del Zar, porque tengo medios de curar a vuestra soberana.
El interlocutor de Sergio abrió en extremo los ojos, y por un momento pudo creer que el joven había perdido el juicio, más, por fin, su propio deseo de que aquellas palabras fuesen ciertas, le convenció de la verdad del caso. Algunas personas que se habían congregado alrededor de los dos hombres, se enteraron también de las palabras del forastero y algunos echaron a correr, llenos de alegría y publicando a gritos la noticia de que aquel desconocido estaba en situación de devolver la salud y la vida a su amada Zarina.
Espontáneamente se organizó una comitiva de gente de pueblo, que acompañaba a Sergio al palacio del monarca. Al llegar a su puerta principal, los guardias trataron de impedir la aproximación de la multitud, pero tal era el entusiasmo de que estaba poseída y tales fueron las voces que resonaron, asegurando que traían la curación de la soberana, que acudieron algunos oficiales y después de poner el hecho en conocimiento de sus superiores, permitieron la entrada del portador de la imagen milagrosa.
Sergio vióse conducido a presencia del mismo Zar, quien, lleno de deseo de ver curada a su amada esposa, no se fijó siquiera en el traje ni en el aspecto del recién llegado, sino que inmediatamente lo condujo a presencia de la enferma.
Esta no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. La enfermedad la había dejado pálida, demacrada y desprovista de una gran parte de la belleza que antes poseía, pero aun así resultaba hermosa y era altamente conmovedor ver cómo su hija, la princesa heredera, tenía cogida una de las manos de la enferma y la besaba humedeciéndola con sus lágrimas.
Sergio se apresuró a descubrir la imagen de San Pedro y la situó sobre la cabecera de la cama imperial. En el mismo instante la enferma abrió los ojos, miró muy extrañada a su alrededor, dio algunos suspiros profundos y el color empezó a animar sus pálidas mejillas. Poco después dirigió una sonrisa a su hija y a su esposo, y recobrando milagrosamente las fuerzas, se incorporó sola en la cama, en tanto que la vida y la salud volvían a animar su debilitado organismo, de tal manera que apenas habían pasado cinco minutos cuando se sintió restablecida por completo.
Inútil es decir cuál fué la alegría del Zar, de su hija y de la misma Zarina ante aquel hecho verdaderamente milagroso. Aquellos tres grandes personajes, acostumbrados a recibir las manifestaciones de respeto y de afecto de todo el mundo, no sabían cómo demostrar su agrade-cimiento hacia el buen Sergio, que había sido el instrumento elegido por Dios para operar aquella maravilla.
Le ofrecieron toda clase de riquezas, posesiones y títulos de nobleza, pero Sergio no quiso aceptar nada en absoluto, diciendo que había tenido la mayor satisfacción en curar a la Zarina, simplemente por el placer de hacer el bien.
Estas sencillas y modestas palabras llenaron de admiración a todos y era tal la bondad, la nobleza y la modestia del joven, que la princesa se sintió impresionada hasta lo más profundo de su ser, diciéndose que en ninguna parte encontraría a un hombre tan digno de su amor como aquél. Por esta razón se arrojó en brazos de su padre y, después de besarle con el mayor cariño, se sonrojó intensamente y pronunció unas palabras a su oído.
El Zar sonrió con expresión placentera, dio un beso a su hija y luego le golpeó cariñosamente la mejilla, dirigiéndole, al mismo tiempo, una mirada tranquilizadora. E inmediatamente, volviéndose hacia el salvador de la soberana, le dijo:
-Pues bien, amigo mío. Ya que te niegas a aceptar honores y riquezas, voy a ofrecerte algo que sin duda no rechazarás. Por de pronto te nombro príncipe y, además, te ofrezco la mano de mi hija, la princesa heredera.
Atónito se quedó Sergio al oír tales palabras, pero luego recobrando la serenidad, hizo un esfuerzo y balbuceó:
-¡Oh, señor! Te agradezco infinito tu buena voluntad para conmigo, pero ten en cuenta que soy un mísero "mujik" y que carezco de toda instrucción y de todo refinamiento.
-Eso no importa -replicó el Zar. Ante todo, quiero que el esposo de mi hija sea un hombre bueno, y nadie mejor que tú tiene derecho a ser considerado así.
La Zarina, que aun seguía sentada en la cama, le miró sonriendo con el mayor afecto y le dijo
-Si no quieres verme enfermar nuevamente y a causa del pesar, te ruego que aceptes, salvador mío.
La princesa, por su parte, le dirigió una tímida sonrisa y una amorosa mirada, y Sergio no pudo ya seguir negándose y consintió en aceptar el honor y la felicidad que le ofrecían.
A partir de aquel momento se alojó en el palacio del Zar, en donde le rodearon de toda clase de comodidades y de atenciones. Ante todo numerosos criados cuidaron de bañarle, perfumarle y peinarle, y algunos sastres se encargaron de confeccionar para él numerosos trajes, que le entregaron a las pocas horas, de modo que cuando Sergio se presentó por la noche ante la princesa y sus augustos padres, éstos tuvieron que hacer un esfuerzo para reconocer en aquel apuesto y elegante joven al mismo "mujik" que aquella mañana llegara a palacio.
Pocos días después se celebró, con gran pompa, el matrimonio de Sergio y de la princesa Fedora, así como también numerosos festejos para solemnizar tan fausto acontecimiento.
Cosa de dos meses más tarde, el príncipe Sergio rogó un día a su esposa y a sus padres políticos que le permitiesen regresar a su pueblo porque allí había dejado a su anciana madre, que le había dado una educación cristiana, causante de su prosperidad. Además, tenía grandes deseos de ver nuevamente a la pobre anciana.
La princesa y sus padres aprobaron aquel deseo y, además, la primera quiso acompañar a su marido. Partieron en una espléndida carroza, acompañados por numeroso séquito, y poco después perdieron de vista la capital del Imperio.
Al cabo de algunas horas de viaje, el príncipe Sergio se asomó por casualidad a la ventanilla del vehículo y pudo ver a poca distancia a su antiguo compañero Pedro; pero su aspecto estaba cambiado en extremo. Cuando Sergio fue abandonado por él, Pedro, gracias a sus engaños y a su conducta desprovista de escrúpulos, tenía un aspecto en cierto modo opulento, estaba gordo y satisfecho de la vida, pero, en cambio, ahora lo vió reducido a la más extremada miseria, cubierto de harapos, pálido, demacrado y medio muerto de hambre.
El príncipe Sergio dio orden de parar el carruaje y poniendo pie a tierra se dirigió a su antiguo compañero, diciéndole
-Dios te guarde, amigo. ¿No me reconoces? ¿No te acuerdas de mí ni de cuando sostenías que la conducta malvada daba mejores resultados que la vida inspirada en los principios de la honradez?
Cuando Pedro hubo reconocido a su antiguo compañero y lo vio salir de una dorada carroza y escoltado por un lujoso séquito y gran número de cosacos, se sintió paralizado por el temor y se creyó perdido. Recordó en el acto la falta de caridad de que hizo víctima a su compañero de camino, y no tuvo fuerzas para pronunciar siquiera una sola palabra.
-No tengas ningún miedo -le dijo el príncipe Sergio. Bien sabes que soy incapaz de guardar rencor a nadie.
Luego le refirió lo que le había sucedido, desde que el otro lo abandonara en el bosque y desprovisto de recursos, y Pedro le escuchaba lleno de envidia, arrepintiéndose de haber tratado tan mal a su compañero, porque éste, por lo menos, no le haría partícipe de su buena fortuna. El príncipe Sergio echó mano al bolsillo, le entregó un puñado de rublos, recomen-dándole al mismo tiempo, que acudiese a él cuantas veces tuviera necesidad de algún auxilio, y luego volvió a montar en la carroza y continuó su viaje.
Quince días más tarde la lujosa comitiva llegó al pueblecillo en que vivía la anciana madre del príncipe Sergio. La pobre mujer estaba triste y apesadumbrada, en vista de que, a pesar del tiempo transcurrido, carecía de noticias de su amado hijo. Creía que habría muerto, y todas las noches rogaba a Dios que le quitase la vida para ir a reunirse con su hijo Sergio.
Al ver que aquella espléndida carroza se detenía ante su humilde y destar-talada "isba", se frotó los ojos creyendo soñar y, cuando el joven príncipe y su esposa echaron pie a tierra y penetraron en la humilde vivienda, no reconoció ni por asomo a su hijo, sino que se figuró no haber visto en su vida a aquel personaje.
Pero su pasmo y su asombro llegaron al colmo cuando el príncipe se arrojó en sus brazos y le dio el nombre de madre. Entonces creyó soñar, pero luego se atrevió a dirigir una mirada a aquel espléndido señor y, al fin, se convenció de que era su hijo, a quien tantas veces llorara por muerto. Los sollozos le impidieron pronunciar una sola palabra, y cuando la princesa, con la mayor bondad y afecto, la abrazó a su vez, dándole el nombre de madre, tuvo que dejarse caer sentada sobre la silla, porque sus piernas se negaban a sostenerla.
En cuanto la felicidad de volverse a verles permitió hablar, diéronse cuenta de sus respectivas vidas y, por fin, el príncipe la invitó a ir a vivir con él y con su esposa, en el palacio del Zar. Pero la anciana se negó tenazmente a ello, alegando que no quería abandonar su pueblo natal ni aquel paisaje en que había transcurrido toda su vida. Y al observar el príncipe que nada sería capaz de hacerla cambiar de propósito, le asignó una renta más que suficiente para que pudiese rodearse de toda suerte de comodidades, dejó a dos criados y otras tantas criadas para que cuidasen de ella, y aquel mismo día, al anochecer, emprendió su viaje de regreso a la capital.
Pedro, por su parte, reflexionó profundamente después de haber encontrado al nuevo príncipe. Se dijo que el origen de su fortuna era el haber permanecido una noche entera entre las ramas de un roble del bosque en que él mismo lo dejara abandonado. Creyó que, si hacía lo mismo que Sergio, sorprendería, a su vez, algún valioso secreto de los diablos. Y así emprendió el camino hacia aquel lugar, adonde llegó hacia el mediodía.
Sacó el zurrón y de él algunas provisiones para hacer una ligera colación y en cuanto el sol empezó a descender hacia occidente, se encaramó a las ramas del roble, que recordaba muy bien, buscó un lugar que le permitiese pasar la noche con cierta comodidad y esperó los acontecimientos.
Nada ocurrió antes de anochecer, pero en cuanto la obscuridad extendió su manto sobre la tierra, oyó un ruido de alas, y no tardó en ser testigo de la llegada de los diablos. En cuanto se hubieron reunido los cinco, uno de ellos tomó la palabra, diciendo:
Habéis de saber, hermanos, que hace cinco años, día por día, que nos reunimos en este lugar oculto para referir nuestras respectivas aventuras, en la seguridad de que nadie sorprendería nuestras palabras. Pero lo cierto es que nos engañamos, porque entre las ramas de este árbol había un individuo que se enteró de lo que decíamos y lo utilizó para medrar. Por consiguiente, y a fin de que no vuelva a ocurrirnos una cosa parecida, propongo que antes de empezar la sesión hagamos un registro minucioso del árbol y de sus alrededores.
Sus oyentes dieron su conformidad a la proposición y en el acto empezaron a registrar las ramas del roble. No tardaron en descubrir a Pedro y, sin darle tiempo a que se aprestara a defenderse, cosa por otra parte inútil, lo cogieron con sus garras, le clavaron sus horquillas y se lo llevaron al Infierno, en donde había de arder eternamente, en castigo de sus crímenes.

 062. Anonimo (rusia)


[1] Señores
[2] Casas de campo, casi cabañas
[3] Icono: Imagen que representa a la virgen o santos

1 comentario:

  1. Maravilloso relato simplista del bien y del mal. Me retrotrae a mi querida infancia. Gracias por recrearlo de nuevo.

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