Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

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sábado, 26 de mayo de 2012

El arroz despilfarrado

El arroz despilfarrado
Anónimo
(china)

Cuento

La Dinastía Song tuvo dos capitales: primero la del Norte y después la del Sur. El traslado de la capi­tal se debió fundamentalmente a las invasiones de los mongoles. A pesar de la amenaza constante contra la inseguridad del imperio, tanto el emperador como los ministros se entregaban a un desmesurado despil­farro y ostentación.
Había un ministro corrupto llamado Wang Fu, quien, amparado por el favor monárquico, vivía con mucha opulencia. Mandó construir una majestuosa residencia que igualaba en lujo al Palacio Imperial. Trajeron hermosas piedras para adornar el precioso jardín privado, poblado de plantas exóticas. Todos los recintos de su residencia eran decorados con pin­turas y caligrañas de firmas consagradas, y una canti­dad de objetos de jade, oro y marfil, como testimo­nio de su perverso enriquecimiento durante los años en que ocupaba el cargo público.
En las tres suculentas comidas no faltaba nunca lo más delicioso del mar y lo más nutritivo de las montañas: aletas de tiburón, huevos de golondrina, holoturias, setas «cabeza de mono», manitas de oso pardo, y otras mil delicias vegetales y animales.
El arroz que acompañaba la exquisitez culinaria era de «perla», una especie muy apreciada ya que se trataba de tributos a la corte. Sus granos redondos lucían un color de marfil casi transparente. Al final de cada banquete cotidiano, cubos enteros de «per­la» se tiraban a un canal de desagüe que corría hacia un monasterio vecino. Un monje veía que todos los días las aguas del curso superior arrastraban kilos de arroz blanco. Indignado con tal despilfarro, recogía las «perlas» blancas con un colador, las lavaba con agua limpia y las ponía al sol para secarlas.
Cuando pasaba algún mendigo, le regalaba el arroz deshidratado que tenía almacenado. Así, al ca­bo de dos años, con el saldo que se quedaba tenía en su poder varias tinajas de «perlas» disecadas.
Cuando los mongoles sitiaron la capital del Nor­te, el emperador huyó hacia el sur, dejando en el tro­no decadente a su hijo que se proclamó nuevo mo­narca. Las protestas contra la corrupción no se hicie­ron esperar. Para calmar el descontento general, el nuevo emperador mandó encarcelar a varios minis­tros corruptos, entre ellos el que tiraba las «perlas» blancas.
En la antigüedad, para alimentarse, los presos de­pendían de la comida que los amigos o parientes les enviaban a la cárcel. Pero ese ex ministro corrupto no tenía a nadie que le enviara alimentos. Al cabo de tres días el hambre lo corroía, drama que se enfatizaba con el contraste de los exquisitos platos que llenaron su mesa durante los días de lujo y poder. Cuando iba a desmayarse de hambre, vino un monje desconocido que le dio un cuenco de arroz tostado, que le pareció un manjar. Después de terminar con el último grano de arroz, el preso le dijo lleno de gratitud:
-Usted me ha salvado la vida. Le estaré eterna­mente agradecido. Le suplico que no me abandone. Que vuelva mañana con la misma delicia. Mil gra­cias, santo maestro que tiene un corazón de buda de misericordia...
El monje le cortó secamente:
-¿No sabe que este arroz que ha comido viene del canal de desagüe de su casa? En sus tiempos de opulencia no pensó jamás que la vida es una rueda. De la noche a la mañana se puede cambiar el desti­no. Del rey al plebeyo y de la riqueza a la miseria. Es la Rueda de la Ley Budista. A unos les quita y a otros les da. Hay que ser precavidos ante los cambios dramáticos. Ayer podías tener mucho, y hoy puedes morir de hambre.



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