Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 26 de mayo de 2012

Ulm, del danubio

Es posible que todos vosotros hayáis oído hablar del Danubio. La literatura y la poesía de todos los países han contribuido de un modo extraordinario a celebrar sus bellezas, hasta el punto de que el solo nombre de este río famoso evoca imágenes risueñas, dramáticas o, simplemente, bellas. Lo cierto es que se trata de un río ancho y caudaloso, que atraviesa una gran parte de la Europa Central y permite por sus aguas la navegación de multitud de barcos de carga, que facilitan el tráfico y el comercio en todas las regiones que atraviesa la poderosa corriente. Y, como es natural, abundan en sus orillas, desde tiempos muy antiguos, ciudades y pueblos que se han hecho famosos por varias causas.
Una de las ciudades construidas a orillas del Danubio es la de Ulm. Cuenta con una antigüedad respetable, es hermosa y, sobre todo, celebrada por la magnífica catedral que posee. Como se comprende, hay también allí muchos edificios antiguos, hermosos y llenos de tradiciones; asimismo cerca de la orilla del río se conserva aun una gran parte de las murallas que antiguamente rodeaban la ciudad.
Pero en esas murallas hay un detalle muy particular y es que una de las torres aparece bastante inclinada. Es una construcción robusta, de muros tan gruesos y sólidos que, en cualquiera de ellos, se podría excavar fácilmente una pequeña habitación.
A primera vista pudiera creerse que la tal torre, después de haber sido construida, se inclinó a un lado, ya porque hubiesen cedido sus cimientos o a consecuencia de un temblor de tierra, pero no es así, sino que la causa de que la torre esté inclinada es muy distinta, y aun se refiere en Ulm  como ejemplo digno de ser tenido en cuenta.
En una época que la leyenda no precisa pero, que, sin embargo, debe de remontarse a varios siglos, hubo en Ulm un gobernador íntegro, honrado y fiel cumplidor de la ley. Pero no se limitaba a cumplirla él con la mayor fidelidad y exactitud, sino que se esforzaba, cuanto le era posible, en que también la cumplieran los demás.
En aquella época, como también en las anteriores y en las actuales, los comerciantes y, especialmente, los vendedores al por menor, trataban de defraudar al público quitándole una parte del peso de las mercancías adquiridas. Ya en los tiempos clásicos los griegos imaginaron que un solo dios lo era, al mismo tiempo, de los comerciantes y de los ladrones. Era Mercurio, según ya sabéis. Y en Ulm, aun cuando casi todos los vendedores al pormenor se hacían culpables de ese delito, distinguíanse los carniceros por la exageración de sus defraudaciones.
El gobernador se enteró de ello. Inmediatamente nombró a unos cuantos agentes para que comprobasen la veracidad de los relatos que acerca del particular le habían hecho. Y como quiera que fueron confirmados en absoluto, mandó una comunicación al gremio de los carniceros ordenando que todos ellos compareciesen en su palacio.
-Os he llamado -les dijo cuando se hubieron presentado a él- para advertidos que no voy a consentir la menor defraudación de peso por vuestra parte. Cuando cobráis la carne vendida, exigís que se os pague en buena moneda y no permitiríais, sin duda, que el comprador redujese, a su capricho, la cantidad que debe entregaros. Por consiguiente, daos por advertidos y tened en cuenta que castigaré severamente cualquier reincidencia en esa conducta.
El presidente del gremio de carniceros se inclinó respetuoso ante el gobernador y le hizo observar que nunca los había movido tal propósito. Claro está, añadió, que en alguna ocasión, unas balanzas podían estar dese-quilibradas y casualmente en perjuicio del comprador; y terminó asegurando a su excelencia que no habría ningún otro motivo de queja acerca del particular.
Los carniceros, al salir del palacio del gobernador, se dirigieron a su casa gremial para celebrar una reunión. Hans Fleischer, que era su presidente, tomó asiento en el estrado y en cuanto los reunidos se hubieron acomodado a su vez, se puso en pie y empezó a hablar diciendo:
-Queridos amigos: Ya habéis oído lo que ha dicho el señor gobernador. Su exigencia es completamente ridícula. No se nos permite aumentar el precio de la carne, a pesar de que, a veces, nos cuesta mucho más cara, como todos sabéis muy bien. Y es muy posible que si la vendiésemos legalmente, dando el peso justo, perderíamos bastante dinero, porque no son raras las ocasiones en que, a nuestra vez, no recibimos el peso justo o se comprenden en él los huesos o las piltrafas que nos vemos obligados a tirar. Por esta razón ya nuestros antepasados, que luchaban con las mismas dificultades, hallaron el remedio justo, equitativo y que, en realidad, no perjudica a nadie. ¿Que le puede importar, en efecto, al comprador que en un pfund [1] de carne se le quite media onza? Nada en absoluto. Y de este modo no solamente podemos corregir las pequeñas diferencias que hay en nuestro perjuicio, sino, además, aumentar nuestras ganancias de un modo razonable, porque, tenedlo presente, amigos míos, nuestra profesión, aunque de muchos menospreciada, es tan digna como la que más y nosotros merecemos, tanto como otros, gozar de las comodidades de la vida, vestir bien y sostener nuestras familias con la debida dignidad.
Aquella arenga suscitó un vivo entusiasmo en todos los oyentes que, no pudiendo contenerse pusiéronse en pie y aclamaron a su presidente. Y éste, después de sonreír satisfecho y de agradecer con inclinaciones de cabeza aquellas muestras de entusiasmo, reclamó silencio con sus ademanes y añadió:
-Por consiguiente, creo que lo mejor será no hacer ningún caso de la orden del gobernador, que acabaría causando nuestra ruina. Tan sólo debo recomendar a todos la mayor cautela. Fijaos bien en vuestros respectivos compradores y procurad dar el peso justo a todos aquellos que puedan infundiros sospechas de que son capaces de denunciaron o bien de que puedan ser agentes de la autoridad.
Se disolvió la reunión en medio del mayor entusiasmo y después de haber cruzado numerosos comentarios acerca del particular, todos volvieron a sus respectivas ocupaciones.
No tardó el gobernador en darse cuenta de que su amonestación y la orden que había dado no produjeron el más pequeño efecto. Todos los días menudeaban las denuncias contra los carniceros, por faltas en el peso. Tuvo el gobernador paciencia durante unos días y, al fin, decidió hacer un nuevo intento. Llamó otra vez a los carniceros a su palacio y con mayor severidad que en la primera ocasión, les dijo que se atuviesen a sus órdenes, advirtiendo que estaba decidido a hacer un escarmiento. Y para llenarlos más de temor, les anunció que, en adelante, los carniceros que siguiesen incurriendo en el mismo delito de defraudar en el peso, serían ahorcados en una de las torres de las murallas, a la entrada de la ciudad, que entonces se hallaba en la parte que daba al río.
Aquella vez los carniceros no se atrevieron a continuar en sus malas prácticas. Durante casi un mes todos daban el peso justo y los compradores estaban contentísimos de la severidad y de la buena justicia del gobernador. Este quedó satisfecho al observar los resultados de sus esfuerzos, pero, al fin, los carniceros, figurándose que ya nadie se acordaría de la orden recibida, empezaron a hacer alguna que otra tentativa. Poquito a poco y al ver que no ocurría nada desagradable, se atrevieron más y más. El gobernador nada les dijo y, confiados en que ya podían gozar de impunidad absoluta, aumentaron de tal manera las defraudaciones en el peso, que nunca se había visto cosa igual.
El gobernador lo supo y, a la vez, sintió cólera y lástima. Era un hombre bondadoso y le dolía mucho verse obligado a apelar a los medios severos. De nuevo llamó a los culpables y los advirtió otra vez. Ellos, muy sumisos, prometieron conducirse bien en adelante y, en efecto, durante algún tiempo, que no llegó a un mes, nadie tuvo motivo de queja. Pero luego las cosas empezaron a tomar otra vez mal camino y llegó el momento en que el gobernador creyó que ya no tenía más remedio que hacer un escarmiento terrible.
Nuevamente llamó a los carniceros de Ulm y ellos, creyendo que se trataría de oír, como otras veces, una amonestación, acudieron confiados y vestidos con sus mejores trajes. Pero en cuanto hubieron penetrado en el patio del palacio, se cerró la puerta exterior y los guardias del gobernador maniataron a todos los carniceros.
Ya se puede imaginar cuál fue el pánico que se apoderó de ellos al verse de tal modo tratados. Mientras tanto, el gobernador ordenó que recorriera las calles el pregonero, el cual, montado a caballo y acompañado por dos timbaleros, anunció al pueblo que acudiese a las cercanías de la torre principal de las murallas de la ciudad, donde, por orden del señor gobernador, se haría justicia en unos ladrones.
Una hora después, el lugar señalado para la ejecución estaba lleno de público. Los carniceros, que eran muchos y estaban gordos, fueron ahorcados a la vez en lo alto de la torre. Y como; según parece, no sólo eran numerosos, sino que, además, el peso de todos era considerable, la torre no pudo resistir aquel aumento de peso y se inclinó hacia el lado en que fueron ahorcados los ladrones.
No dice la tradición si todos los carniceros murieron en aquella ocasión. Tal vez se salvó alguno, gracias a su honradez. Pero sí consta que, desde entonces, en Ulm se conducían todos los comerciantes con tal honradez, que llegaron a hacerse célebres en toda la Europa Central.
En cuanto a los ciudadanos, quedaron contentísimos de la rectitud y de la energía del gobernador.
La torre continuó inclinada y nadie, desde entonces, ha cuidado de enderezarla. Pero es muy posible que en esta leyenda no haya una sola palabra de verdad y que con ella quiera darse una explicación de por qué una de las torres está inclinada. Mas como existen otras en el mundo, que se hallan en igual caso, es de suponer que más bien se deban a un alarde de pericia por parte del arquitecto que las ideó.

012. anonimo (alemania)


[1] El pfund equivalía a 500 gramos.

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