Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 26 de mayo de 2012

Los enanitos del sastre

En un pueblecillo de Rhenania, que apenas contaba con doscientos vecinos, había un solo sastre, porque, en realidad, aquéllos no necesitaban más. Pero, como quiera que el tal sastre trabajaba muy bien, porque sabía cortar perfectamente los trajes que le encargaban y, además, los cosía con mucho primor, se hizo relativamente famoso, no sólo en el pueblo que vivía, sino también en otros contiguos y, así, eran tantos y tales los encargos que le hacían constantemente, que se vió obligado a requerir la ayuda de su mujer y también a tomar un aprendiz que le preparara las tareas más sencillas.
El sastre, que se llamaba Kurtz, era hombre de unos cincuenta años, de estatura no muy elevada, gordo, con grandes mofletes y ojos azules, de expresión bondadosa, una nariz algo rubicunda, porque no se puede negar que era bastante aficionado a la cerveza y, por lo demás, siempre sonreía y estaba contento. Su mujer, la señora Hilze, era también de corta estatura, tenía una figura casi redonda, unos ojuelos pequeños y vivos y, aunque era una buena mujer, tenía el gravísimo defecto de gustarle mucho la murmuración y sentir, en todo momento, una curiosidad insaciable, que no la dejaba vivir.
En cuanto a Matías, el aprendiz, era un muchacho de unos catorce años, alto, espigado, de cara pecosa y ojos azules, que se encontraba muy bien en compañía del señor Kurtz y que cosía con bastante habilidad.
Como ya se ha dicho antes, el abundante trabajo del sastre lo obligó a utilizar los servicios de su mujer y del aprendiz, pero, ni aun así conseguía cumplir puntualmente los encargos que se le hacían. Siempre iba corto de tiempo y el buen hombre, aun cuando no podía quejarse de sus ganancias, que le permitieron vivir con alguna comodidad, estaba realmente preocupado por el mucho trabajo que tenía.
Por si eso no fuese bastante, la situación vino a complicarse más todavía, porque se aproximaba la festividad de San Conrado, patrón del pueblo. Muchos fueron los conciudadanos del señor Kurtz que querían estrenar un traje y los encargos llovían en la sastrería con grande apuro del buen hombre y de su mujer. Pero lo que hizo rebosar la medida fué que el mismo burgomaestre, el señor Hermann Platz, llamó al sastre y, mostrándole una magnífica pieza de brocado, de color castaño y usos encajes, le encargó un elegante traje de casaca, advirtiéndole que había de estar listo, sin falta, la víspera del día de San Conrado. Como se comprende, el señor burgomaestre había de presidir algunas ceremonias, entre ellas los actos religiosos que se celebrarían en la iglesia y no se podía pensar siquiera en que no tuviese listo el traje.
El señor Kurtz tomó las medidas, muy preocupado y, llevándose luego la tela de brocado, los encajes y los botones de plata que le entregaron, regresó a su taller buscando la manera de complacer a los clientes que hasta entonces le habían hecho sus encargos y, de un modo principal, para terminar a su tiempo el traje del burgomaestre.
-Tendremos que trabajar mucho, Hilze. Y tú también, Matías, prepárate -dijo al entrar en su casa-. Vamos a tener quince días buenos de verdad, en los que no nos quedará ni siquiera el tiempo necesario para comer o dormir.
-Verdaderamente -observó la señora Hilze-, tal vez fuese oportuno contratar a algún oficial.
-No es posible, mujer- le contestó el señor Kurtz-. Ahora tenemos mucho trabajo pero, pasadas las fiestas, vendrá la calma y entonces quizá no podríamos sostener a un oficial. Ya sabes que piden un jornal bastante elevado y, además, hay que tener en cuenta lo que comen y lo que beben. Nunca están contentos. No, no, vale más sacrificarse, trabajar todo lo que sea preciso y salir de este apuro. Luego, ya veremos.
La señora Hilze se conformó, porque los argumentos de su marido la habían convencido. Activamente empezaron a trabajar los tres, sin dar paz a las manos y sin levantar apenas la cabeza de su trabajo. Pero era evidente que éste no progresaba tanto como habría sido deseable.
Comieron y cenaron rápidamente, para reanudar luego el trabajo. Y seguían dedicados a sus respectivas tareas, cuando el reloj de la iglesia dio las doce de la noche.
Hacía ya bastantes horas que la ronda recorrió todas las calles de la población, para cerciorarse de que nadie circulaba por ellas. El toque de queda sonó muy poco después de haber obscurecido, pero el señor Kurtz, su mujer y el aprendiz no pudieron hacer caso de él. Y, a las doce, la señora Hilze empezó a dar cabezadas. Matías la imitó y el señor Kurtz comprendió que ninguno de los dos serían capaces de hacer ya nada que valiese la pena.
-Bueno-exclamó de pronto-, eso no es posible. ¡A la cama! Estáis los dos dormidos y sois ya incapaces de seguir trabajando. Acostaos, pues, y yo continuaré un rato más.
La señora Hilze y Matías se pusieron en pie bostezando y guiñando los ojos, en su deseo de continuar despiertos. Y era tanto el sueño que tenían, que ni siquiera se les ocurrió contestar. Como autómatas se dirigieron a sus respectivas habitaciones y apenas habían transcurrido cinco minutos, cuando el señor Kurtz pudo oír la fuerte respiración de ambos, entremezclada con alguno que otro ronquido.
-Vamos a ver si aun podré trabajar un par de horas-se dijo el buen hombre-. ¡Dios mío! ¡Cuán verdad es el refrán de que también se puede ahogar a un huésped con requesones! ¿Quién me habría dicho a mí que el exceso de trabajo llegaría a preocuparme tanto?
En el pueblo no se oía más ruido que alguno que otro canto de gallo, el ladrido de un perro o las campanadas que resonaban majestuosas, de vez en cuando, para anunciar el transcurso del tiempo. También, a intervalos, se oía a lo lejos el canto del sereno que daba la hora y anunciaba a los pacíficos habitantes del pueblo que el cielo estaba despejado y el día siguiente prometía ser muy bueno.
Cuando más distraído estaba el señor Kurtz en su trabajo, creyó oír un ruido leve y apagado. Levantó la cabeza, pero las sombras en que estaba envuelta la habitación no le permitieron ver cosa alguna. Sin embargo, aquel ruido continuaba y se hizo más intenso. No tardó en percibirlo con mayor claridad. Parecíase al que pudieran haber producido los pies de algunos niños al bajar la escalera que comunicaba la planta baja con el primer piso de la casa.
El señor Kurtz levantó la lámpara que tenía sobre la mesa de trabajo, provista de una pantalla de plancha de cobre y el espectáculo que entonces se apareció a sus ojos lo dejó mudo de estupor. Vió la escalera casi llena por completo de diminutos gnomos, barbudos casi todos, al parecer ya viejos y vestidos con unas chaquetas de color verde provistas de capuchas y notó, además, que se cubrían las piernas con unas calzas de color rojo. Lo miraban sonrientes y cordiales. Y mientras el sastre dejaba la luz sobre la mesa, mudo de asombro de asombro, sin saber si estaba soñando o le había hecho daño la cerveza que tomara a la hora de la cena, uno de aquellos extraños individuos se llevó el dedo a los labios para recomendar silencio y le dijo:
-Chitón. No grites ni hagas ruido. Hemos sabido que tienes mucho trabajo y venimos a ayudarte.
-¿A ayudarme? -replicó, extrañadísimo, el señor Kurtz, no repuesto aun de su asombro.
-Sí, ya verás. Somos muy buenos sastres y en pocas noches te sacaremos de los compromisos que has adquirido.
Nada contestó el señor Kurtz. Aun no se había repuesto del pasmo que sentía. Mientras tanto, los gnomos bajaron la escalera y repartiéndose por el taller, cada uno de ellos tomó los pedazos de telas más o menos preparados, hilvanados, o no, y empezaron a coser con toda actividad. Otros, tomando la libreta en que el señor Kurtz había anotado los encargos y las medidas correspondientes, fueron en busca de las piezas de tela y se dedicaron a cortar y preparar la tarea que otros montaban, hilvanaban, cosían y remataban, o sea, que se habían repartido para llevar a cabo, cada uno de ellos, la clase de labor en que más especializado estaba.
Tan activos se mostraron, que el señor Kurtz no tuvo necesidad de seguir trabajando. Como si en aquel momento soñara, iba de uno a otro grupo, para darles instrucciones. Y no tuvo necesidad de reconvenir a ninguno porque todos llevaban a cabo un trabajo perfecto.
De este modo transcurrió la noche. El señor Kurtz no sabía lo que le pasaba. Y cuando llegó el alba y todos los gallos del pueblo empezaron a proferir sus cantos de alegría y los pajarillos en los árboles iniciaron sus píos y gorjeos, los gnomos se apresuraron a doblar la labor que cada uno hacía y, despidiéndose con alegre ademán del sastre, echaron a correr escalera arriba y, sin detenerse en el piso, siguieron subiendo, de modo que el señor Kurtz pudo creer que se encaminaban al tejado.
Aun turbado por lo que había sucedido, dio una mirada a su alrededor. No pudo dudar de lo que estaban viendo sus ojos y se convenció de que, verdaderamente, los gnomos habían ido a ayudarle.
-Es maravilloso- exclamó al mismo tiempo que daba un bostezo.
Y sintiendo entonces un sueño extraordinario y una fatiga enorme, se dirigió a su habitación y se acostó, procurando no hacer ningún ruido, para que la señora Hilze no se diera cuenta de lo mucho que había trasnochado su marido.
A la mañana siguiente, la señora Hilze tuvo una de las sorpresas más grandes de su vida. En cuanto hubo entrado en el taller, notó la enorme cantidad de trabajo que se había llevado a cabo. Y como no tenía ningún indicio para sospechar la verdad, aun cuando la asombrase, no tuvo más remedio que creer en la extraordinaria actividad de su marido.
Mucho le costó a este último despertar pese a las insistentes llamadas de la señora Hilze. Y cuando, por fin, se puso en pie y estuvo en situación de contestar al interrogatorio a que se apresuró a someterlo ella, quiso fingir que nadie lo había ayudado, y que él solo, por un verdadero milagro de actividad y de laboriosidad, había preparado todo el trabajo.
Mas no convenció a su mujer. Durante todo el día ella le dirigió numerosas miradas llenas de recelo. También observó que si, por la noche, su marido pudo dar muestras de una actividad inexplicable, durante el día trabajaba menos que de costumbre, precisamente a causa de lo que había trasnochado.
La señora Hilze no acababa de darse por satisfecha. Hizo numerosas insinuaciones, llevó a cabo varias tentativas para hacer caer a su marido en un renuncio, a fin de que confesara aquella verdad incomprensible, pero el señor Kurtz no quiso decirle nada en absoluto. Comprendió que antes de satisfacer la curiosidad de su esposa, por otra parte, muy legítima, porque a él le habría sucedido lo propio, era más prudente consultar con los enanos, en el caso de que volviesen, antes de revelar su secreto.
Y así fué como transcurrió aquel día sin que la señora Hilze hubiera conseguido poner nada en claro.
Por la noche, se repitió casi exactamente lo ocurrido en la anterior. Después de cenar, el señor Kurtz, su esposa y el aprendiz Matías continuaron su respectivo trabajo con la mayor actividad. Y también hacia las doce, llegó un momento en que tanto el aprendiz Matías, como su ama, la señora Hilze, ya no pudieron más. A pesar de sus esfuerzos, se les cerraban los ojos y no podían concentrar la atención en el trabajo. El señor Kurtz los mandó a la cama y su esposa obedeció, aunque decidida a velar para ver qué ocurría.
Pero lo cierto es que en cuanto se hubo metido en la cama, se quedó profundamente dormida.
El sastre continuó trabajando. Con gran frecuencia volvía los ojos hacia la escalera, esperando a sus amables auxiliares de la noche anterior. La impaciencia que sentía le hizo creer que tardaban más, pero no fué así, porque, con una cortísima diferencia de tiempo, se presentaron a la misma hora que la noche anterior.
Se reanudó activamente el trabajo. El señor Kurtz fué hasta la habitación de su mujer para cerciorarse de que estaba bien dormida. La oyó roncar tan satisfecha, que no tuvo duda acerca de ello y luego volvió al taller para dirigir el trabajo y, al mismo tiempo, deseoso de interrogar a sus pequeños amigos.
Volvióse hacia el que parecía jefe de todos ellos y, después de darle las gracias por el valioso auxilio que le estaban prestando, añadió:
-Si no fuese pedir demasiado, te rogaría que me dieras cuenta de las razones que os han impulsado a ayudarme. Y también quisiera saber cómo conocéis con tanta perfección mi oficio. He de confesaros, francamente, que podríais darme muchas lecciones.
-Gracias, amigo Kurtz- le contestó el gnomo, ya anciano, al que se había dirigido-. Puedo contestar muy bien a tus preguntas y aclarar las dudas que acabas de manifestar. Aunque muy pocas son las personas que están enteradas de ello, lo cierto es que vivimos en los tejados de las casas. Cuando en ellas habitan personas buenas, afectuosas y, sobre todo, activas, nos complacemos en ayudarlas de mil maneras. Sin que se enteren, llevamos a cabo gran número de pequeños trabajos y no son pocas las jovencitas de la población que aun no se explican quién les lava los platos, ordeña las vacas, barre los suelos o bate la leche para hacer mantequilla y andan siempre vigilantes, por si acaso pueden sorprender a sus ignorados amigos. Al escuchar las conversaciones de muchos de los habitantes del pueblo, nos hemos enterado de la gran cantidad de encargos que te han hecho. Y como sabemos muy bien que eres un hombre activo y honrado, nos pusimos de acuerdo para ayudarte. Ya tienes explicado el misterio. Pero debo añadir -dijo el gnomo- que si quieres seguir recibiendo nuestra ayuda, es preciso que nadie se entere de ello. En cuanto lo supiera alguien más, aparte de ti mismo, no volverías a vernos.
Estas palabras dejaron muy pensativo y preocupado al señor Kurtz. En primer lugar quedó más agradecido y entusiasmado aun al oír la explicación que acababa de darle el gnomo, pero luego tuvo en cuenta otra cosa.
Sería absolutamente imposible ocultar lo que ocurría a su mujer. Era ella demasiado curiosa para no insistir en su deseo de enterarse. Por eso, el señor Kurtz se volvió al gnomo y le dijo:
-Esta última condición que me impones, aun siendo muy justa, no podré cumplirla. Ya mi mujer ha tenido esta mañana una de las mayores sorpresas de su vida, al darse cuenta del trabajo que habéis llevado a cabo y me ha hecho numerosas preguntas, que yo no he contestado. Pero insistirá una y otra vez, con la curiosidad y tozudez propia de las mujeres y, al fin, no tendré más remedio que decírselo.
-Bien -contestó el gnomo-, lo comprendo y me hago cargo de la situación en que te hallas. Por consiguiente, si quieres, dile la verdad. Pero, en cambio, ella habrá de abstenerse de vernos. Tampoco me fío yo de las mujeres. Y, sin que te ofendas, te diré que la tuya es una de las más chismosas del pueblo. Y no podemos permitir que nuestro secreto sea conocido por todo el mundo.
Así se convino. Los gnomos continuar trabajando durante toda la noche, con la mayor actividad y el señor Kurtz estaba satisfechísimo, al darse cuenta de que, sin ningún esfuerzo por su parte podría cumplir, no solamente los encargos que le habían hecho, con la puntualidad debida para que los trajes pudieran estrenarse el día de la fiesta del santo patrón del pueblo, sino que aun podría aceptar otros trabajas.
En cuanto se tiñó el cielo con las primeras luces del alba, los gnomos volvieron a dejar sus labores respectivas y desaparecieron por la escalera, para repartirse, sin duda alguna, por los tejados de las distintas casas de la población.
Se acostó el señor Kurtz, también muy fatigado, sin que lo oyera su mujer, y en cuanto se levantó, unas horas más tarde, lo hizo en extremo satisfecho, puesto que tenía la autorización debida para revelar a su mujer el secreto de lo que había ocurrido en las dos noches anteriores.
Sin embargo, y hasta la hora de la comida, no quiso satisfacer la curiosidad de la señora Hilze. Pero, antes de reanudar el trabajo por la tarde, le refirió detalladamente todo lo ocurrido, aunque recomendándole el mayor secreto, puesto que solamente podrían resultar grandes perjuicios para ellos de una indiscreción cualquiera.
Los vivos ojuelos de la señora Hilze centellearon de alegría al enterarse de aquel suceso maravilloso y complacida pensó en la envidia que le tendrían sus vecinas en cuanto conocieran el caso. Pero, sin embargo, comprendía muy bien la necesidad de conducirse con la mayor discreción. En cambio, no pudo ni quiso conformarse con la condición de que ella no había de ver a los gnomos que tan bondadosamente los auxiliaban. Eso ya era demasiado. Y le parecía imposible que su marido se hubiese conformado con semejante imposición.
-Bien, mi querido Kurtz –dijo. Estoy contentísima por lo que acabas de comunicarme, pero comprenderás muy bien que no me resigno a no ver a esos bondadosos gnomos. Quisiera manifestarles mi agradecimiento y aun obsequiarlos para corresponder de alguna manera a la bondad con que nos tratan.
-Te repito que es imposible en absoluto- dijo el señor Kurtz, en tono enérgico-. En cambio, me parece muy bien tu idea de obsequiarlos. Por consiguiente, esta noche prepara algunas golosinas para ellos.
-¿Cuántos son? - preguntó la señora Hilze.
-Veinte -contestó el sastre-. Podrías preparar un poco de leche caliente, mantequilla, pan y hacer una buena torta de manzanas. No te ocupes más en coser. Eso interesa poco. En cambio, me importa mucho más prepararles un obsequio.
Mal de su grado, la señora Hilze tuvo que resignarse, porque, a pesar de las numerosas insinuaciones que durante todo el día hizo y de los ruegos que dirigió a su marido, éste no se dejó ablandar. La condición impuesta había de cumplirse al pie de la letra. Y, por lo tanto, se mostró inflexible.
Mas, como buena chismosa, y como mujer que era, la señora Hilze no se resignó. A veces ya se daba cuenta de que su marido no podía obrar de otra manera. Comprendió también las razones que tenían los gnomos para no dejarse ver, pero luego la curiosidad disipaba todos aquellos razonamientos y la dominaba por completo. Y así, mientras pasaba el día, ocupada en los quehaceres de la casa, tan abandonados últimamente, y también cuando preparaba el refrigerio destinado a los gnomos, su mente no dejaba de imaginar un medio cualquiera que le permitiese ser testigo de lo que sucedía.
Aquella noche, algo antes de la hora acostumbrada, se marchó a la cama, mas con el secreto propósito de levantarse luego, en silencio, para observar a los gnomos. Se acostó, sin embargo, pero lo cierto es que sólo despertó a la mañana siguiente, cuando ya los gnomos llevaban horas lejos del taller.
Aquella noche habían acudido también y se manifestaron muy satisfechos en cuanto el señor Kurtz los invitó a tomar el refrigerio que les había hecho preparar. Transcurrió la noche activa y agradablemente ocupada y el buen sastre, en extremo alegre, creía resueltas ya todas las dificultades y, más especialmente, las que hubieran podido derivarse de la malsana curiosidad de su mujer.
Pero en eso se engañaba, porque la señora Hilze estaba resuelta en absoluto a conocer a los gnomos. No se fió más de sí misma, en vista del fracaso de su primera tentativa. Formó dos o tres proyectos más, pero, por una u otra razón, y ninguna debida, realmente, a su culpa, fracasaron también. Mas, al fin, pudo dar con el medio que andaba buscando.
Mientras tanto, los gnomos acudían todas las noches al taller. La mayor parte del trabajo pendiente estaba casi terminado ya y como sólo faltaban dos días para la fiesta religiosa, era de prever que, en breve, aquellos bondadosos gnomos no tuviesen ya ninguna ocupación en el taller del sastre.
-Pronto dejaremos de venir -dijo uno de ellos, al señor Kurtz-. Te hemos sacado de un verdadero apuro y como estamos contentos de ver que nos lo agradeces y que, además, nos obsequias todas las noches, cuando te veas nuevamente en un agobio de trabajo, llámanos y acudiremos a ayudarte.
La antevíspera de San Conrado fue cuando la señora Hilze resolvió satisfacer su curiosidad. Por la tarde, y a fin de no dormirse, había echado una siesta. Luego, después de cenar y mientras su marido y Matías estaban ocupados en el taller, dando los últimos toques al trabajo, se dispuso a llevar a la práctica su proyecto. Dirigióse a la alacena y se encaminó al rincón en que tenía un saco de guisantes secos. Tomó una haldada y, disimulada-mente, bajó al taller con el único objeto de subir otra vez la escalera. Derramó algunos guisantes secos en cada escalón y luego se acostó tranquilamente, segura de que, aun en el caso de que se durmiese, la despertaría el ruido
En efecto, llegada la hora en que solían presentarse los gnomos, éstos, que no sospechaban cosa alguna, se dispusieron a bajar la escalera corriendo. Y, como ya había previsto la señora Hilze, resbalaron todos, cayéndose y causándose numerosas contusiones que les obligaron a proferir algunos gritos de susto y de dolor.
Levantó el sastre la cabeza alarmado, y, al mismo tiempo, la señora Hilze saltaba de la cama para asomarse a la puerta y ver a los bondadosos auxiliares de su marido. Este se apresuró a socorrer a sus pequeños amigos, pero ellos, indignados por la traición de que acababan de ser víctimas y dándose cuenta, asimismo, de que todo se debía a la malsana curiosidad de la mujer del sastre, partieron, jurando no volver nunca más.
Y así fué. En vano la señora Hilze lloró muchos días, pesarosa de lo que había hecho y en vano, también, el señor Kurtz la hizo objeto de sus más severas reprensiones, porque los gnomos no volvieron nunca más. Y lo peor del caso fué que, enojados con los hombres, abandonaron sus viviendas y ya ninguno pudo recibir los beneficios de que los hacían objeto los simpáticos gnomos.
Y en memoria de este suceso, si vais algún día a Colonia, veréis que en una de sus más hermosas plazas hay una fuente monumental y, en ella, un bajo relieve que reproduce las principales escenas de la presente historia. Pero es todo cuanto queda de los gnomos que, a partir de entonces, ya no se dejaron ver más de los hombres.

012. anonimo (alemania)

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