Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 25 de octubre de 2014

La cama de los pajaros

Jamás había tenido la aldea tan buen carpintero como él. En sus manos la madera adquiría formas tan bellas como las que guardaba en su palacio el emperador. Pero, si su arte era excelente, la bondad de su corazón le sobrepasaba con mucho. Los mendigos iban a su casa y nunca se marchaban de vacío. Además, cuando alguien no tenía con qué pagar los bellos muebles que hacía, él se los regalaba con gusto.
-¿Cómo no va a tener manos maravillosas quien posee un corazón tan dulce? -preguntaban los ancianos del lugar, y todos asentían con agrade-cimiento.
Aquella aldea estaba habitada por hombres que amaban el trabajo. Sin embargo, durante las dos últimas semanas había ocurrido algo terrible: sus habitantes se echaban a dormir y ya no se podían despertar. Hasta los más diligentes artesanos habían sucumbido a tan extraña fiebre. Sólo el carpintero parecía ser inmune a ella.
-¿Por qué no golpeas con más fuerza los clavos? -le preguntó, desesperada, una mujer. A lo mejor consigues que se despierte mi marido. Si seguimos así, nos vamos a morir todos de hambre.
Aún no había terminado de hablar cuando también ella cayó dormida al suelo.
El carpintero no sabía qué hacer. Para evitar dormirse, trabajaba día y noche sin cesar.
«Venderé todo esto en las aldeas vecinas -se decía, esperanzado- y así daré de comer a toda esta gente.»
Pero sólo tenía dos manos y no daba abasto.
Una noche, rendido de tanto trabajar se sentó junto a un árbol. En sus ramas se habían posado una lechuza y un búho y, sin quererlo, se puso a escuchar su conversación.
-Vámonos de aquí en seguida -decía la lechuza. Sería ridículo que nosotras, que somos aves nocturnas, cogiéramos también esa enfer-medad y nos quedáramos dormidas.
-No es tan peligrosa -respondió el búho. Todos estos hombres se curarían si pasaran una noche en una cama hecha con madera del bosque de los cien pájaros. Ya sabes: ese que está en el sur.
Pero, a pesar de todo, las dos aves se marcharon en seguida volando. El carpintero tomó buena nota de lo que habían hablado, y antes de que amaneciera ya estaba en camino.
«Si pudiera devolver la vida a este lugar -se dijo, sería el hombre más feliz del mundo.»
Y ya no le importaron ni la sed ni el cansancio.
Caminó hacia el sur, siempre hacia el sur, aunque ni sabía dónde podía estar el bosque de los cien pájaros ni hasta entonces había oído hablar de él.
Una tarde, cuando, abatido, caminaba mirando al suelo, vio pasar a sus pies la sombra de dos pájaros que se perseguían. Levantó la vista y el corazón le dio un vuelco: un águila estaba a punto de dar caza a un fénix. Los dos animales volaban tan cerca del suelo que el carpintero blandió su hacha y le cortó la cabeza al águila.
El fénix, agradecido, le preguntó:
-¿Qué puedo hacer por ti? Ya sabes que mis poderes son muy grandes.
Entonces el carpintero le explicó la extraña enfermedad que padecía su aldea y lo que había oído hablar a la lechuza y al búho.
-¿El bosque de los cien pájaros? -volvió a preguntar el fénix. No tienes que preocuparte más. Yo mismo te llevaré hasta él, aunque no sé a cuál se referiría el búho, porque en las montañas del sur hay dos.
El camino todavía era largo y lleno de peligros. Después de atravesar un desierto, llegaron a un lugar pantanoso poblado de plantas extrañas. El fénix se posó sobre la cabeza del carpintero y dijo:
-Discúlpame. No es que quiera abusar de tu confianza, pero en este lugar hay unos mosquitos enormes que te chuparían la sangre sin que tú te dieras cuenta. Desde aquí podré verlos mejor y me será más fácil espantarlos con mis alas.
Pero los mosquitos, además de gigantescos, eran muy astutos. Dos de ellos distrajeron al fénix, mientras otro le picaba al carpintero en una pierna. Afortunadamente apareció un cuervo y lo mató de un picotazo.
-¿Cómo puedes ser tan imprudente? -le reprendió el pájaro. ¿No sabes que por este lugar no puede pasar ningún hombre? Ya has visto lo que ha estado a punto de pasarte.
El carpintero se disculpó lo mejor que pudo y le explicó el motivo de su viaje.
-¿Hombres dormidos? -le preguntó el cuervo. Hace tres mil años que no sucedía una cosa así. Yo te llevaré hasta el auténtico bosque de los cien pájaros.
El fénix se alegró de que el cuervo se hiciera cargo del viaje, porque, como él mismo había dicho, en las montañas del sur había dos bosques con ese nombre. Además, entre los dos podían sacar más fácilmente al carpintero de aquel pantano. Le cogieron con el pico y se lo llevaron volando.
-¿Ves cuántos mosquitos hay aquí? Sin nuestra ayuda jamás hubieras salido vivo.
Tras muchas penalidades llegaron, por fin, al bosque de los cien pájaros. Era tan frondoso que sólo se podía entrar en él por el aire. En su interior se escuchaban los trinos de más de cien millones de pájaros.
-Se nota que eres una persona decente -dijo al carpintero un pájaro anciano a manera de saludo. Si no, no hubieras podido llegar hasta aquí. Y menos aún traído por un fénix.
El carpintero le explicó entonces la tragedia de su aldea. El pájaro anciano reflexionó durante unos minutos y dijo:
-Sí. En tiempo del emperador Yao sucedió algo parecido. Vente conmigo.
Y le llevó al pie de un árbol cuya copa se perdía entre las nubes. Su madera era especial. Se parecía al alcanfor, pero era mucho más dura. El carpintero tomó su hacha y lo derribó de tres golpes.
-¡Qué hombre más fuerte! -comentaron todos los pájaros, sin dejar de cantar.
Sus trinos eran tan armoniosos que el carpintero trabajó con más ahínco que de ordinario. A las pocas horas había transformado el árbol en una espléndida cama. Pero resultaba demasiado fría y el carpintero suplicó al pájaro anciano, diciendo:
-Una cama sin adornos es como un árbol sin ramas. ¿Tendrías inconveniente en que esculpiera en ella a todos los pájaros de este bosque?
Y durante tres días posaron para él todas las aves que lo habitaban.
El carpintero trabajó con esmero y hasta el más minúsculo colibrí quedó retratado en la madera. Después buscó óxidos y pintó con todo detalle los colores de sus plumas. Los pájaros no cabían en sí de gozo.
-¿Has visto? Ese soy yo. Jamás imaginé que tuviera una línea tan delicada.
-¿Acaso no te has fijado en los pájaros de tu especie? -respondían las urracas, que tenían fama de envidiosas. Deberías tener más abiertos los ojos. A lo mejor, así, eras capaz de apreciar la belleza de nuestro plumaje.
Cuando llegó el momento de la partida, los pájaros se entristecieron mucho. Se habían acostumbrado a ver su retrato en la madera y les costaba trabajo renunciar a tal costumbre. Hasta que un gorrión nuevo, que apenas sabía volar, dio con la solución:
-¿Por qué no llevamos todos esta cama hasta la aldea del carpintero?
E inmediatamente pusieron manos a la obra.
La cama, pues, voló por los aires sostenida por millares de aves del bosque de los cien pájaros. Atravesaron el pantano de los mosquitos gigantes y en menos de dos horas llegaron a la aldea.
-iAllá, allá abajo! -tuvo que gritar el carpintero, porque desde la altura apenas podían verse sus casas.
Colocaron la cama en la plaza del mercado y, en efecto, cuantos pasaban en ella una noche quedaban curados de la extraña enfermedad que les aquejaba. Toda la aldea se recuperó y volvió a ser el lugar de diligentes artesanos que siempre había sido hasta entonces.
-¿Para qué queréis ahora esta cama? -preguntó el pájaro anciano. Si no os importa, nos gustaría que nos la regalarais.
Pero el carpintero tomó el hacha y la hizo astillas con sus manos.
-¿Por qué eres tan maleducado? -le reprendieron los principales de la aldea. ¿No ves cómo lloran esos pájaros porque has destruido su retrato?
El carpintero les miró con lástima y respondió:
-Quien se mira mucho en el espejo se emborracha de sí mismo. No quiero que a nuestros benefactores les ocurra lo que a nosotros.
Los pájaros comprendieron la sabiduría de esas palabras y se volvieron a su bosque. Habían aprendido la lección: era preferible mirarse en el río, porque las aguas lo arrastran todo. Sin embargo, mientras volaban se decían unos a otros:
-A pesar de todo, ¡hubiera sido tan bonito quedarnos con la cama!
-Sí, hubiera sido un sueño.
Y su trinar sonaba triste.

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