Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 25 de octubre de 2014

La sala del tesoro

El señor Dhzang era un profesor bastante malo. No conocía la sabiduría de los grandes maestros. Además, no tenía paciencia, y su forma de enseñar era anticuada. No es extraño, pues, que no fuera muy rico.
Un día se presentó en su casa su amigo Lang-Chien. Vivía en el norte y todos los años le hacía una visita. Siempre le traía una cesta de lichíes*, porque sabía que al profesor Dhzang le gustaban mucho.
-Vaya -dijo el profesor Dhzang. Veo que tampoco te has olvidado este año de ellas.
-Es la mejor fruta que tenemos en el norte -respondió Lang-Chien. Aquí tenéis ojos de dragón*, pero las lichíes son más dulces.
-Tienes toda la razón del mundo -replicó el profesor Dhzang.
Y sin perder más tiempo se puso a comérselas. A las tres horas no quedaba en la cesta ni una sola. Pero lo más triste era que el profesor Dhzang nunca se quedaba satisfecho.
-¡Lástima! -exclamó con pena. Tendré que esperar otro año para volver a probarlas.
Lang-Chien le miró sonriendo. Le pidió después el manto y cubrió con él la cesta vacía. Al levantarle ¡había vuelto a llenarse de lichíes!
-¿Cómo has hecho eso? -preguntó, asombrado, el profesor Dhzang. No sabías que fueras mago.
-Y no lo soy -respondió con calma Lang-Chien. Sólo conozco algunos conjuros.
-Tú siempre has sido una persona muy virtuosa -volvió a decir el profesor Dhzang, e inmediatamente se puso a pelar la fruta.
Cuando llevaba ya comidos tres kilos de fruta se detuvo y pensó:
«Si mi amigo puede hacer aparecer lichíes, quizá sepa también transformar las piedras en oro.»
Pero Lang-Chien leyó su pensamiento y dijo:
-Las riquezas secan el corazón del hombre. ¿Por qué quieres llenar tus arcas de oro?
-Estás exagerando, amigo mío -respondió, ofendido, el profesor Dhzang. Sólo deseo vivir decentemente. Ya sabes que yo soy pobre.
-¿Acaso soy yo el dueño de la aldea en la que vivo? -replicó Lang-Chien.
Sin embargo, tanto insistió el profesor Dhzang que terminó cediendo.
-Está bien -dijo por fin. Pero recuerda: sólo podrás coger tres piezas de oro.
-Estáte tranquilo -le contestó el profesor Dhzang. Yo no soy avaricioso. Conozco el valor de la virtud.
Lang-Chien sacó entonces unos pinceles y pintó una puerta en la pared de la casa de su amigo. Después se volvió hacia él y le dijo:
-No lo olvides: tres cosas.
-Sí, sí. Ya lo he oído -replicó, malhumorado, el profesor Dhzang. ¿Por qué piensas que soy tan avaro?
-Si coges más -le explicó Lang-Chien, traerás la desgracia sobre tu cabeza y la mía. Entra ahí.
-iPero esto es sólo una puerta pintada! -exclamó el profesor Dhzang.
Sin embargo, al empujarla, se abrió de par en par. Tras ella había toda clase de tesoros. El oro brillaba por doquier y las piedras preciosas se contaban por millones de millones. El profesor Dhzang no sabía por qué joyas decidirse.
«Es cruel no dejarme llevar más de tres -se dijo. De todas formas estoy seguro de que Lang-Chien exageraba. Cogeré cuantas pueda y nunca más viviré en la miseria.»
Se llenó tanto los bolsillos que apenas podía andar. En esto se abrieron otras puertas y entraron unos soldados. Al verle empezaron a gritar con todas sus fuerzas:
-¡Al ladrón, al ladrón! ¡Hay un intruso en la sala del tesoro del emperador!
-¿La sala del tesoro del emperador? -preguntó, asombrado, el profesor Dhzang. Debéis estar bromeando. Esa puerta da a una de las paredes de mi casa.
-¿De veras? -replicaron los soldados. ¿Desde cuándo el emperador y tú sois vecinos?
Cuando le sacaron de allí comprobó que, en efecto, estaba en el palacio imperial. El profesor Dhzang no sabía explicárselo.
-¿Cómo has entrado en la sala de mi tesoro? -le preguntó el emperador. Dímelo pronto o haré que te corten la cabeza.
-Se lo llevo diciendo toda la mañana a vuestros soldados -respondió, tembloroso, el profesor Dhzang. Mi amigo Lang-Chien pintó una puerta en la pared de mi casa. Yo me metí por ella y aparecí en vuestro palacio.
-¿Y pretendes que yo me trage esa historia? -replicó, airado, el emperador. Si los ladrones son capaces de entrar con tanta facilidad en la sala del tesoro, el futuro del reino está en peligro.
En seguida convocó a los sabios para que trataran de solucionar el enigma del profesor Dhzang. Pero nadie supo dar una respuesta adecuada. Tras muchas discusiones el más joven de ellos se adelantó y dijo:
-Quizá sea verdad lo que cuenta ese hombre. ¿Por qué no mandáis venir a ese tal Lang-Chien? Si, en verdad, posee los poderes que le atribuye su amigo, haríais bien en tenerlo de vuestra parte.
-Tienes razón -respondió el emperador. Ese mago es más peligroso que el cómplice que hemos apresado.
Al punto fue enviado un destacamento de soldados a las tierras del norte. Estaban nevadas cuando llegaron, y no les fue difícil dar con la casa de Lang-Chien.
-¿Eres tú el mago Lang-Chien? -le preguntaron.
-Jamás me había llamado nadie así -respondió éste. Pero supongo que no servirá de nada negarlo.
En efecto, le cubrieron de cadenas y le trataron como a un criminal.
-Mala suerte -dijo el capitán. El Hijo del Cielo es tan celoso de sus tesoros que, a buen seguro, mandará que te corten la cabeza.
-Si es así -respondió Lang-Chien, me gustaría echar un trago de té por última vez.
-Por mí no hay ningún inconveniente -replicó el capitán. Pero date prisa, porque el camino de vuelta es muy largo.
Lang-Chien se lo agradeció inclinando tres veces la cabeza. Pero en cuanto llegó a la cocina empezó a hacerse cada vez más pequeño, hasta que su cuerpo no era más grande que el dedo meñique de un niño. Después se metió a toda prisa en la tetera.
-No hagas eso -le suplicó el capitán. Sal de ahí. Si no te llevamos con nosotros, el emperador nos mandará matar.
-Vosotros cumplid con vuestra obligación -les aconsejó Lang-Chien. Os juro que no me escaparé de aquí.
Aliviado, el capitán tomó la tetera y regresó a la corte. Cuando le vio el emperador, preguntó enfurecido:
-¿En dónde está ese tal Lang-Chien?
-Aquí. ¿Es que no me ves? -respondió una voz dentro de la tetera. Esta es una forma muy buena de viajar. No me ha faltado el té en todo el camino.
-Déjate de bromas y sal de ahí -ordenó el emperador.
-¿Por qué habría de hacerlo? Todavía estoy sediento.
El emperador vertió todo el té, pero Lang-Chien continuó dentro.
-En verdad conocéis los deseos del pueblo -dijo en tono socarrón. Estaba pensando en lo incómodo que es vivir nadando en té, cuando vais y me libráis de ese tormento.
-¡Sal de ahí! -bramó, fuera de sí, el emperador. ¿Acaso no sabes quién es el que te lo ordena?
-Por supuesto que sí, por supuesto que sí: el hombre de las diez mil concubinas.
El emperador estaba tan enfurecido que tomó la tetera y la hizo añicos.
-Así aprenderás a hacer lo que te mandan -dijo en tono de triunfo. Me gusta ver las manos de los que hablan conmigo. Pero a Lang-Chien no se le veía por ninguna parte.
-¿En dónde te has metido? -volvió a preguntar el emperador. ¿No decías que estabas nadando en té?
-Sí, pero eso era antes -replicó la voz de Lang-Chien.
Ahora habito en el barro.
Y todos los pedacitos de la tetera comenzaron a saltar como si estuvieran vivos.
-Pues mandaré que te hagan polvo de arcilla -dijo, vengativo, el emperador. La burla es algo que nunca se había visto en este palacio.
Entonces los pedacitos de la tetera salieron de allí, gritando:
-¡Me has dado una idea! Debo ir cuanto antes al alfarero para que me remiende.
De esta forma, nadie pudo resolver jamás cómo había llegado el profesor Dhzang a la sala del tesoro. El emperador lo consideró un lugar tan inseguro que, en vez de reforzarle, prefirió regalar todas sus riquezas a los pobres.
-Al fin y al cabo -confesó un día a sus consejeros- ésa era la única manera que tenía de vengarme del loco mago Lang-Chien.
Y todos alabaron su profunda sagacidad.

0.005.1 anonimo (china) - 049

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