Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 25 de octubre de 2014

La reina del mar

El era pescador y ella apenas si salía de casa. Vivían en una choza a la orilla del mar. La construyeron con los despojos que a veces arrojaban las aguas. Pero, como en los últimos treinta años no había habido naufragios, estaba hecha de conchas y algas.
-¿Por qué no habremos ido a vivir a un bosque? -se quejaba la mujer, que era muy avariciosa. Por lo menos tendríamos una casa de madera y no esta pocilga que no puede detener el viento.
-Somos pescadores -respondió el marido, resignado. En un bosque no podríamos sobrevivir.
-¡Pues cambia de oficio! -gritaba la mujer, malhumorada. y ya no volvía a abrir la boca.
Un día el marido salió temprano a la mar. Las olas estaban en calma y arrojó sus tres redes. Cuando el sol estaba alto, las volvió a sacar.
«Espero que hayan picado muchos peces -se dijo. Si no, tendremos que ponernos a mendigar.»
Pero en la primera sólo había algas y madera podrida.
«¡Buen comienzo! -pensó. Donde hay algas hay peces.»
Y sacó la segunda. Su esperanza se derrumbó. Estaba comple-tamente vacía. Tiró la tercera y sacó un pececito de colores.
-iY pensar que para esto me he pasado aquí toda la mañana! -y se inclinó para cogerlo.
Entonces el pequeño pececito de colores se puso a llorar.
-No me saques del agua -suplicó. Si lo haces, moriré y mis hijos no tendrán quien cuide de ellos.
El pescador no salía de su asombro, porque era la primera vez que oía hablar a un pez.
-Si me devuelves al mar -continuó diciendo el pececito de colores, pídeme lo que quieras y te lo daré.
Al pescador le dio pena y lo devolvió al mar. Cuando llegó a casa, su mujer le preguntó:
-¿Tampoco hoy has pescado nada?
-No -respondió el pescador, excitado, y le contó todo lo que había ocurrido.
La mujer se enfadó mucho. Dejó a un lado la tabla de lavar y riñó a su marido, diciendo:
-¡Eres un pescador inútil! Te dijo que le pidieras lo que quisieras y ni siquiera le pediste una nueva tabla de lavar. ¡Vuelve inmediatamente a la mar y pídesela!
-No sé si lo encontraré -respondió el pescador. Posiblemente se haya ido a vivir a otra costa.
Pero su mujer estaba tan enfadada que él montó en su barca y se adentró en el mar. Cuando llegó al sitio en el que había pescado al pez parlanchín, gritó:
-iPececito de colores, asómate! ¡Pececito de colores, asómate! Al punto el pececito sacó su cabeza del agua.
-¿Me llamabas? -preguntó con voz de coral.
-Sí -respondió, avergonzado, el pescador. Le conté lo ocurrido a mi mujer y quiere una nueva tabla de lavar.
-Está bien, la tendrá -volvió a decir el pez, e inmediatamente se sumergió en las aguas.
Cuando el pescador regresó a su casa vio que, en efecto, su esposa tenía lo que quería. Pero estaba de mal humor.
-¿Por qué no estás contenta? -le preguntó el pescador, sorpren-dido. ¿Acaso no has obtenido lo que deseabas?
-Eres tonto -volvió a regañarle la mujer. Tienes una oportunidad única en las manos y vas y le pides a ese pez una tabla de lavar. ¿No ves que lo que más necesitamos es una casa? ¡Vuelve en seguida y pídesela!
-Está bien, está bien. No te enfades conmigo -dijo el pescador. Volvió a montar en su barca y se adentró en el mar.
-¿Qué es lo que quieres ahora? -preguntó, un tanto molesto, el pececito de colores.
-No soy yo -respondió, ruborizado, el pescador. Mi esposa quiere una casa, porque la que ahora habitamos está hecha de algas y conchas y no puede detener al viento.
-De acuerdo -dijo el pececito. Vuelve a tierra, que tu mujer ya tiene lo que quería.
Cuando se estaba acercando a la costa, el pescador vio, en efecto, una espléndida casa. Estaba hecha de madera y tenía un zócalo de piedra. La mujer estaba asomada a la ventana.
-Ahora estarás satisfecha, ¿no? En toda la costa no hay una casa tan magnífica.
-¡No digas tonterías! -le regañó su esposa. Esta casa es, en verdad, espléndida. ¿Pero qué hago yo, la mujer de un pescador, dentro de ella? Sólo una dama puede habitar aquí. Vuelve a ver al pez y dile que quiero transformarme en una dama.
-Pero... -protestó el pescador.
-¡No me repliques! Haz lo que te mando, si no quieres que me enfade!
Por tercera vez el pescador arrastró su barca a las aguas y se perdió en la distancia.
-¿Una dama? -preguntó el pececito de colores. Tu esposa es ruda como un carabao, pero está bien. Ya que lo desea, se transformará en una dama.
El pescador sonrió, avergonzado, y regresó a la playa. Su esposa, en efecto, era una dama de muy alto copete. Lucía pendientes de oro y anillos de piedras preciosas. Además, la casa estaba llena de criados, que la servían sin cesar.
-¿Estás satisfecha ahora? -le preguntó el pescador, rendido de tantas salidas a la mar. ¿Quieres algo más por hoy?
La mujer no parecía muy contenta, pero no dijo nada. A la mañana siguiente ordenó enjaezar los caballos y salió a dar un paseo. Pero en el camino se toparon con el emperador y todos tuvieron que echarse rostro en tierra.
«¡Lástima que por un viejo tan insignificante tenga yo que mancharme mis vestidos de seda!», se dijo malhumorada. Sin embargo, en seguida pensó:
«Ser emperador es magnífico. Todo el mundo tiene que obedecer sus órdenes y, cuando sale a la calle, hasta las damas tenemos que echarnos al suelo. ¿Por qué no puedo ser yo emperatriz?»
Así que, en cuanto regresó a su mansión, hizo venir a su marido y le dijo:
-Vuelve a la mar y dile a tu pez que quiero ser emperatriz.
-Quizá no lo encuentre -replicó el pescador. Los peces se mueven mucho durante la noche.
-¡Haz lo que te digo y no me repliques! -ordenó, fuera de sí, la mujer.
Al pescador no le quedó más remedio que subir a su barca y remar hasta el sitio en que había pescado al pececito de colores.
-Discúlpame -le dijo, en cuanto le vio aparecer. Sé que estás muy ocupado, pero mi mujer quiere ser emperatriz. Si tú pudieras...
-¡Claro que puedo! -respondió el pececito, ofendido. Sólo que tu esposa... Bueno, está bien. Su deseo está ya cumplido.
En efecto, desde muy lejos el pescador vio las torres de un impresionante castillo. Diez mil soldados le defendían y por doquier se veían cortesanos vestidos de seda. Pero, cuando el pescador puso sus pies en la arena, fue detenido inmediatamente.
-¿Qué haces tú por aquí? -le preguntaron los guerreros. ¿No sabes que este lugar es propiedad de nuestra emperatriz?
-¡Pero la emperatriz es mi esposa! -protestó el pescador, y, como nadie le creyó, le encerraron en las mazmorras.
Sin embargo, su esposa no estaba todavía satisfecha. Se pasaba las noches mirando a la mar y pensando:
-Ahora soy poderosa, pero, si fuera la reina del mar, lo sería aún más, porque el pececito sería mi súbdito y tendría que obedecerme en todo. ¡Lástima que al tonto de mi marido se le tragara,.,el mar en su último viaje!
Un día, mientras paseaba por los jardines, oyó la voz del pescador. Estaba dando gritos, porque una rata le había mordido un dedo del pie. Su mujer le preguntó:
-¿Se puede saber qué haces en las mazmorras?
-Tus soldados me cogieron prisionero y me encerraron aquí -respondió el pescador.
-Pues sal inmediatamente y dile al pececito de colores que quiero ser la reina del mar.
-¡No puede ser! ¡Yo no puedo pedirle una cosa así! -se negó el pescador. Bastante he abusado ya de su confianza.
Pero su esposa mandó venir a unos soldados y le llevaron a la fuerza hasta su barca.
-Está bien. Lo haré, pero será la última vez. Si venís todos conmigo, mi lancha se hundirá, porque es muy pequeña -y los guerreros se quedaron en la playa.
El mar estaba en calma y el pescador se admiró de su belleza. Cuando llegó al lugar de sus encuentros con el pez, gritó:
-iPececito de colores, pececito de colores! -y el animal se asomó a la superficie.
-¿Qué quieres esta vez?
-Mi esposa no está satisfecha -confesó el pescador. Ha visto lo hermosas que son las olas y quiere ser la reina del mar.
El pececito se puso muy serio y, sin decir nada, se sumergió en las aguas. Entonces se levantó un viento huracanado y las olas se hicieron altas como montañas. La barca del pescador fue arrastrada hacia la playa y, cuando tocó tierra, la tormenta cesó.
Ante él se levantaba la antigua casa de algas y conchas en la que siempre había vivido. Todo lo demás había desaparecido. Su esposa lavaba ropa en su vieja tabla de lavar.
-¿Estás satisfecha ahora? -preguntó, con sorna, el pescador.
Y la mujer se metió en la casa sin rechistar.

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