Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 31 de diciembre de 2014

El valiente explorador de chelm

Vivía en Chelm un hombre llamado Selig. Por supuesto, Reb Selig era tan sabio como todos sus vecinos. Pero era un sabio con inquietudes. No se conformaba con vivir siempre en la misma pequeña aldea y soñaba con viajar, deseaba conocer otras ciudades, otras costumbres, nuevos mundos. Sin embargo, los únicos que podían permitirse recorrer el mundo eran los ricos, y el pobre Selig tenía que conformarse con su suerte.
Un día, un comerciante de Chelm regresaba de visitar Varsovia. Estaba muy entusiasmado con la gran ciudad y no se cansaba de contar sus aventuras. Todos lo escuchaban con interés, pero Selig estaba fascinado como ninguno.
Al día siguiente se atrevió a encarar a su esposa Jane. 
-Tengo que ir a Varsovia.
-¿A Varsovia? ¿Y para qué?
-¡Debe de ser una ciudad maravillosa!
-¿Y por una ciudad maravillosa vas a dejar a tu mujer y a tu hijo?
-Jane, voy a volver. Solo quiero llegar hasta Varsovia una vez en mi vida.
-¡Pero no tenemos dinero!
-No hace falta dinero. Voy a pie.
-¡Pero te vas a gastar los zapatos!
-Es verdad. ¡Piensas en todo, mi Jane querida! Pero ya sé qué puedo hacer: voy a caminar descalzo y llevo los zapatos en la mano.
-¡Estás loco!
-Estoy loco por viajar. ¡Estoy loco por ver Varsovia!
Viendo que no había manera de convencerlo, Jane le preparó un poco de pan con queso para el camino. Selig tomó el bastón que había sido de su padre, se cargó en el hombro la bolsa con provisiones y con los zapatos en la mano se puso en camino.
Reb Selig se sentía increíblemente feliz. No le importaba lasti-marse los pies con las piedras del camino. No le importaba nada. Caminaba como si tuviera alas en los talones, y mientras caminaba cantaba y se reía. ¡Estaba viajando! Tenía el corazón liviano como un pájaro: con sus propios ojos vería muy pronto las maravillas de Varsovia.
Había salido al amanecer. Al mediodía se paró para almorzar a la sombra de un árbol, cerca de un arroyo. Comió, tomó agua y por primera vez sintió el cansancio de las muchas horas que llevaba caminando. Era hora de dormir una breve siesta para sentirse mejor. Como tenía miedo de equivocar el camino al despertar, decidió dejar los zapatos apuntando en la dirección en que iba: hacia Varsovia.
Mientras Reb Selig dormía, pasó por allí un campesino con su carreta y vio un par de zapatos en mitad del camino. Los levantó con la intención de llevárselos, pero cuando los miró de cerca se dio cuenta de que eran unos zapatos muy viejos, arruinados y llenos de agujeros. De mal humor, los tiró otra vez en mitad del camino, donde quedaron apuntando para el otro lado: hacia Chelm.
Media hora después se levantó Reb Selig, con alegría en el alma, y se puso los zapatos. Sin dudar ni un instante, siguió caminando con el mismo entusiasmo de la mañana y en unas pocas horas, sin darse cuenta, estuvo de vuelta en Chelm.
En cuanto empezó a acercarse a la ciudad, no pudo dejar de asombrarse del extraño aspecto que tenían las casas y las personas. Esto era mucho más increíble de lo que hubiera podido esperar.
-Varsovia no era tan grande como yo pensaba -se dijo a sí mismo. ¡Y cómo se parece a Chelm! Es exactamente igual. Cuando se lo cuente a mis vecinos, no me van a creer.
Siguió caminando y, al pasar por la Casa de Baños, un hombre que estaba sentado en la puerta lo saludó amablemente llamándolo por su nombre.
-Esto es todavía más notable. ¡En Varsovia la gente conoce el nombre de todas las personas sin que hayan sido presentadas! Y ese hombre que me saludó es exactamente igual al que cuida la Casa de Baños en Chelm.
Pronto llegó a la sinagoga, que también era como la de su pueblo, piedra por piedra. Todos los vecinos lo saludaban por su nombre y eran exactamente iguales a los vecinos de Chelm, no solo en la ropa y en el aspecto exterior, sino incluso en el tono de voz y la manera de caminar.
Un poco confuso por ese despliegue de maravillas, cuyo significado no terminaba de comprender, Selig siguió caminando por una calle que le resultaba más familiar que ninguna y pronto se encontró con una casa tan parecida a la suya, que, si no fuera porque estaba en Varsovia, hubiera jurado que era la suya propia.
En la puerta había varios chicos jugando al dreidl (una especie de perinola) y uno de ellos era exactamente igual a su pequeño Motke.
Mientras estaba allí parado, mirando con los ojos muy abiertos esa extraña revelación, una mujer idéntica a su Jane se asomó a la puerta de la casa y le habló exactamente en el mismo tono que su propia mujer habría usado.
-¡Selig! ¿Qué estás haciendo ahí parado con la boca abierta? Será mejor que entres de una vez, se te va a enfriar la cena.
«Que se me rompa una pierna si esta no es igual a mi Jane» pensó Selig. «Y además me llamó por mi propio nombre. Evidentemente me confundió con su marido, que debe de ser igual que yo y sin duda se llamará también como yo».
Y como se sentía audaz y quería ver hasta dónde llegaba su extraordinaria aventura, entró a la casa decidido a hacerse pasar por el otro Selig. Por suerte esa mujer cocinaba tan bien como su Jane, y el pequeño Motke no se dio cuenta de que no era él su verdadero padre. Pero cuando terminó la comida, dos pensamientos angustia-ron al pobre Reb Selig, el viajero explorador.
En primer lugar, viendo esa casa y esa familia, tan parecidas a la suya, se dio cuenta cuánto extrañaba su verdadero pueblo y a su verdadera familia.
En segundo lugar se acordó de que en cualquier momento podía llegar el verdadero Selig y pedirle cuentas de lo que estaba haciendo allí.
Y sin embargo, cuando llegó el momento de irse a la cama, la tentación pudo más que el miedo: por primera vez Reb Selig se iba a acostar con una mujer que no era su Jane de siempre. Hay que reconocer que, probablemente por el entusiasmo de estar viviendo una experiencia inédita, con la nueva Jane le fue muy bien, y la mujer pensó que bien podía mandar a su marido de viaje más a menudo.
Al día siguiente, y siempre fingiendo ante su nueva familia, Reb Selig pensó que sería muy interesante conocer al verdadero Selig, el que debía de ser tan exactamente igual a él. ¿Quién tiene la oportunidad de verse a sí mismo como si fuera un extraño? Y por lo tanto decidió quedarse en Varsovia (a la que, extrañamente, todos llamaban Chelm) hasta que el otro Selig volviera.
El otro Selig tardó mucho más de lo que había calculado. Pasaron los años y no venía. Pero poco a poco Reb Selig se fue acostumbrando a vivir en Chelm-Varsovia, con su nueva casa y su nueva familia, y ya no extrañaba tanto el Chelm original de donde había partido hacía tanto tiempo. Así de traidor es el corazón de los hombres.

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