Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 31 de diciembre de 2014

Dos grandes amigos

Tan pobres eran Ilyás y su madre, y tan poco ganaba el joven Ilyás con su trabajo, que apenas les alcanzaba para comer. En toda su vida no había conseguido ahorrar lo suficiente como para pensar en casarse. Así fue como un día le pidió la bendición a su madre y se dispuso a recorrer el mundo en busca de fortuna. Por más que le doliera lo mucho que iba a extrañar a su hijo, la anciana se daba cuenta de que el muchacho tenía razón. Así no iba a avanzar nunca. De modo que lo bendijo y le dio varios buenos consejos acerca de cómo cuidarse de los extraños que encontrara por el camino.
Ilyás tomó buena nota de lo que su madre le decía. A poco de andar se encontró con un muchacho de su edad que le propuso seguir juntos. Caminaron hasta que el sol del mediodía los obligó a sentarse para descansar a la sombra de unos árboles. Recordando los consejos de su madre, Ilyás quiso saber con qué clase de persona se había encontrado.
-Amigo mío -le dijo. El que no come, no camina. Compartamos mi pan.
Y sacando de su zurrón una hogaza de pan, se la dio a su nuevo amigo para que la repartiera. El joven partió un trocito pequeño y se lo dio, mientras se quedaba con la mejor parte.
Cuando el sol bajó un poco, reanudaron la marcha. Pero después de unos cuantos pasos, Ilyás se detuvo otra vez.
-No puedo seguir así, se me va a caer todo si no le doy unas puntadas a mi zurrón.
-Bueno -dijo su nuevo amigo. Yo sigo adelante sin apuro y ya me alcanzarás.
No hacía falta más para que Ilyás se diera cuenta de lo poco que le convenía ese compañero de viaje. Había puesto en práctica las pruebas que su madre le propusiera y el resultado era clarísimo. Se separó de él sin ninguna pena.
Al día siguiente, en una encrucijada, se encontró con un hombrecito de aspecto curioso. Era bajo, de barba pelirroja, y tenía los ojos grises.
Ilyás lo puso a prueba, como había hecho con el otro. Pero cuando se trató de partir el pan, Gulam, que así se llamaba el hombre, le dio el trozo más grande. Y cuando Ilyás se detuvo diciendo que tenía roto el zurrón, Gulam no solo se quedó junto a él, sino que se ofreció a ayudarlo en todo lo que pudiera. ¡Este sí era un buen compañero de viaje!
Al anochecer llegaron a una región, cerca de las orillas del mar, que parecía casi deshabitada. Solo se veía un hermoso palacio, pero sin ninguna vivienda alrededor. Un poco más lejos había unos pastores con un rebaño de cabras.
-¿De quién será este palacio? -se preguntó Ilyás.
-Dicen que aquí vive una princesa, la hija del sha, que se fue de la mansión de su padre porque no se entendía con su madrastra.
-¡Cómo me gustaría pasar una noche en el palacio y conocerla! -dijo Ilyás. Pero no se imaginaba la respuesta de su amigo.
-Si tienes dinero para comprar una cabra, yo puedo lograrlo -le aseguró Gulam.
Muy sorprendido, Ilyás se acercó a unos pastores y les compró una cabra. Gulam se apoderó del pobre animal y, acercándose lo más posible al palacio, comenzó a tirarle de las orejas con todas sus fuerzas. La cabra, como es natural, balaba desesperada tratando de soltarse.
Tan grande era el escándalo que la princesa envió una criada para enterarse de lo que estaba pasando.
-¿Qué le están haciendo a este pobre animal?
-Tenemos hambre. Debemos matar esta cabra para hacernos la cena. Le tiraré de las orejas hasta que muera.
La princesa casi no podía creer lo que le contaba la criada. ¡Cómo podía haber gente tan tonta en este mundo! Al fin se hartó de escuchar los balidos de dolor del animal y ella misma salió al balcón para anunciar a los dos amigos que les enviaría a su jardinero para enseñarles cómo se mata un animal.
Después que el jardinero real matara a la cabra, Gulam la colgó de la rama de un árbol y comenzó a pegarle con todas sus fuerzas con un palo, diciéndole a Ilyás que hiciera lo mismo del otro lado.
-¿Y ahora, qué están haciendo? -preguntó la princesa, que había salido otra vez al balcón, atraída por el barullo.
-Estamos desollando la cabra para prepararnos la cena. Si le pegamos con basante fuerza, la piel se desprenderá sola.
La princesa no podía creer lo que veían sus ojos. Esos dos pobres estúpidos se quedarían con hambre. Al fin le dio tanta pena verlos afanarse en vano, que envió a su criada para invitarlos a cenar y a pasar la noche en su mansión.
Ilyás y Gulam estaban encantados. Nunca habían comido una cena tan deliciosa como la que les sirvieron en la cocina del palacio. Para dormir, los hicieron pasar a un aposento para invitados, donde las camas estaban tendidas con sábanas de seda. Ilyás sentía tanta admiración por su compañero que estaba seguro de que lo podía todo.
-Ahora quisiera conocer a la princesa -le dijo, como quien le pide un deseo a su hada madrina.
-¡Nada más fácil! -dijo Gulam. Es una mujer muy curiosa. Si haces lo que te digo, vendrá ella misma a vernos.
Mientras la criada salía un momento a buscar una vasija con agua, Gulam se paró cabeza abajo sobre la cama, mientras Ilyás, envuelto en una manta, se acomodaba parado en un rincón.
-Pero ¿qué están haciendo ustedes dos? -preguntó la criada escandalizada cuando los vio así.
-Nosotros dormimos así. Es la costumbre en nuestro pueblo -contestó Gulam.
La criada, por supuesto, fue corriendo a contarle a su ama. Pero la princesa ya estaba harta de las payasadas de esos dos intrusos y en lugar de ir a ver personalmente qué pasaba, dio orden de que los echaran a palos del palacio y cerraran el portón.
Y así se encontraron otra vez nuestros dos amigos a la intemperie, pero de muy buen humor. La noche era oscura, no había luna y deambulando de aquí para allá, dieron con un cementerio.
-Aquí, al menos, estaremos más protegidos -dijo Gulam.
Se metieron en un panteón donde había un ataúd vacío y se echaron a dormir, agotados por sus aventuras y desventuras.
A medianoche los despertó un ruido de cascos de caballos y voces de hombres que entraban al cementerio.
-Es tarde para huir -dijo Gulam. Escóndete debajo del tapiz y yo me meteré en el féretro. Si nos descubren, nos levantaremos fingiendo que somos muertos salidos de la tumba.
En ese momento, un grupo de bandoleros entró en el panteón. Habían asaltado una caravana de viajeros por el camino. Cada uno traía su botín: bolsas de monedas de oro y plata, joyas, piedras preciosas. Se sentaron en círculo y todo lo que habían robado fue colocado en el centro. El jefe mostró una magnífica espada que tenía la empuñadura adornada con topacios y rubíes.
-Hijos míos, repartiremos todo por igual -les dijo a sus hombres. Y hay que ver qué caras tenían esos «hijitos». Todo, excepto esta espada, que será del más fuerte. El que logre partir en dos de un solo tajo este ataúd con el cadáver dentro, se quedará con ella.
Todos estuvieron de acuerdo y aceptaron también que fuera su jefe el primero en probar.
Apenas el jefe de los ladrones había tenido tiempo de acercarse al féretro con la espada alzada, cuando Gulam se levantó, poniendo los ojos en blanco y moviéndose como si estuviera borracho.
-¡Oh, difuntos! ¡Venid a mí! ¡Los vivos no nos permiten ni siquiera reposar en nuestros ataúdes! ¡Salgamos de nuestras tumbas para convertirlos en muertos también a ellos!
En ese momento, su amigo Ilyás, haciendo muecas horribles y extendiendo los brazos como para atrapar al jefe de los ladrones, salió de debajo del tapiz.
-¡Oh, gran sha de todos los difuntos! ¡Ordena y los mataremos ya!
Los bandidos no se quedaron a esperar que los muertos siguieran saliendo de sus tumbas. ¡Salieron corriendo a toda la velocidad que alcanzaban sus piernas! De un salto subieron a los caballos y se alejaron del cementerio tan rápido como podían. Ilyás y Gulam se repartieron el dinero y las joyas y se prepararon para irse, porque sabían que tarde o temprano los ladrones se darían cuenta del engaño.
Entretanto, no sin esfuerzo, el jefe de los bandoleros logró convencer a dos de sus valientes para que fueran a ver qué estaban haciendo los muertos. Pero Gulam los vio acercarse y se dio cuenta de que uno de ellos se había escondido tan cerca que hasta podía quitarle la gorra. Le bastó una seña para avisar a Ilyás que debían seguir fingiendo.
-¿Cómo que no estás contento con el reparto del botín? ¡Maldito difunto! ¿Quieres que te mate por segunda vez? ¡Confórmate con esta gorra! Y de un manotazo le arrancó su gorra al ladrón escondido y se la arrojó a Ilyás.
Los dos bandoleros escaparon lanzando un alarido de horror. Cuando relataron a sus compañeros lo que había sucedido, nadie quiso volver. Al menos, hasta que hubiera salido el sol.
Pero cuando volvieron a la mañana siguiente y encontraron el féretro vacío, el jefe de los salteadores, que no era ningún tonto, se dio cuenta de que los habían timado. Dividió a su gente en partidas y salieron a batir la zona, buscando a dos hombres cargados de bolsas de dinero, ya que en la penumbra del panteón iluminado con antorchas, ninguno se había atrevido a mirarlos tan de frente como para reconocerles las caras.
Entretanto Ilyás y Gulam habían enterrado el dinero al lado de una torre abandonada. Cuando vieron que se acercaba una partida de hombres a caballo, con el jefe de los ladrones a la cabeza, Gulam le dijo a Ilyás que subiera a lo alto de la torre y dejara todo de su cuenta.
-¿Han visto pasar por aquí a dos hombres cargando unas bolsas muy pesadas? -preguntó el jefe.
Gulam se apoyaba con todas sus fuerzas contra la torre.
-¡Fuera de aquí! Somos enviados del Señor y con esta torre estamos sosteniendo el cielo para que no se caiga. Pero si un pecador se nos acerca demasiado, la torre se caerá y el cielo se vendrá abajo aplastándonos a todos.
Sin ganas de comprobar si esos dos estaban diciendo la verdad o no, los salteadores de caminos escaparon a todo galope muy asustados.
Ilyás decidió volver a su casa y llevó con él a Gulam para presentárselo a su madre. ¡Ahora tenía dinero suficiente para construirse una casa entera! Pronto conoció a una linda muchacha y se casó. Vivieron felices y comieron perdices y a mí no me invitaron porque yo no quise.

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