Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 14 de junio de 2013

Semiramis y ara el bello

Las huertas de Van eran las más bellas del mundo. Hasta comienzos del siglo XX producían frutas cuyo delicado sabor no se encontraba en ninguna otra parte: melocotones de piel de terciopelo, tiernas cerezas color rubí, uvas negras de jugo de miel, albarícoques dorados y grandes como granadas, con aromas de rosa, de sol y de almizcle...
Si las frutas de Van eran tan hermosas fue gracicas a los constantes cuidados que los armenios les dedicaron durante milenios. Pero se lo debían también al milagro del amor.

En efecto, érase una vez una reina de Asiria bella como una luna de catorce días: grandes ojos negros bajo unas cejas como arcos finamente dibujados, labios rojos, cuerpo de gacela... Se llamaba Semíramis y era reina de Babilonia. En Armenia gobernaba el rey Ara el Bello. Semíramis estaba enamorada de Ara, pero éste estaba casado y rechazaba sus requerimientos. El amor de la reina hacia Ara era tan grande que, incapaz de resignarse a su indiferencia, decidió que haría lo que fuese para conseguir su amor, incluso contra sus deseos. Y logró que en aquel huerto todo hablase de ella.

Y una noche de luna llena, Semíramis, ataviada como una diosa, tan hermosa que a su lado el sol parecía ensombrecerse, se introdujo en los jardines del rey y, bajo la lechosa luz del astro de la noche, trabó una a una las esencias de todos los árboles, dando a los cerezos sus labios, a los melocotoneros el terciopelo de su piel, a las uvas negras sus ojos, a los manzanos el color rosa de sus mejillas, sus senos a los melocotoneros...
Por eso las frutas de la región de Van son tan bellas, aterciopeladas y dulces. Aún, pasados varios milenios, continúan nutriéndose de la belleza que por amor les entregó Semíramis.
En cuanto a la hermosa historia de amor, digamos que no tiene un buen final. Ara, siempre fiel a su esposa, no se dejó seducir por los encantamientos de Semíramis. Ella, despechada, le declaró la guerra pero ordenó a sus capitanes y a sus soldados que no mataran a Ara, al que reconocerían fácilmente por su armadura con el emblema real. Sin embargo, Ara había cambiado su vestimenta con la de su escudero y murió.
Semiramis, desesperada, hizo que buscaran su cuerpo entre los muertos en el campo de batalla, lo expuso en lo más alto de las murallas de la fortificación, y allí rezó a los dioses Haralez (dos dioses perros, que según la tradición curan las heridas lamiéndolas e impregnándolas con su saliva) para que le devolviesen a la vida. La historia no nos dice si los dioses perros cumplieron su sagrado cometido.                                            


Fuente: Reine Cioulachtjian

0.147.1 anonimo (armenia)

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