A través de la densa cortina de lluvia creí percibir
una luz como a medio kilómetro de donde me encontraba. Seguí conduciendo a paso
de tortuga pidiendo al cielo que el motor no se detuviera definitivamente antes
de llegar a las proximidades de aquella casa, y al parecer mis súplicas
surtieron efecto no obstante el gran número de mis pecados, con lo que se
demuestra que en caso de avería de automóvil en una noche lluviosa y en pleno
campo una súplica ferviente pude sustituir a un buen mecánico.
No obstante, en respuesta probablemente a mis impíos
pensamientos, al llegar junto a la pared de piedra que rodeaba la propiedad se
oyó un chasquido debajo del capó y a continuación una pequeña explosión;
comprendí al instante que aquello era la forma en que el motor me comunicaba
que no estaba dispuesto a hacer nada más por mí.
De una carrera llegué al porche y, subiendo las
escaleras de un salto llamé con los nudillos en la puerta al no encontrar
ningún timbre.
Al cabo de unos instantes alguien se asomó por la
mirilla y me contempló detenidamente, acto seguido la puerta se abrió y pude
ver que quien se encontraba al otro lado era una mujer de edad, aunque no
anciana.
Empapado por el aguacero, le conté que mi coche
había sufrido una avería, le rogué que me dejara telefonear.
-Lo siento mucho -dijo la mujer amablemente, pero
tenemos el teléfono estropeado.
Decepcionado por el contratiempo reflexioné durante
unos instantes, pero antes de que hubiera encontrado una solución a mi
problema, la mujer se dirigió a mí diciéndome:
-No se quede ahí. Hace una noche infernal
-Y
haciéndose a un lado me invitó a entrar.
Una gran parte de la planta baja de aquella casa la
ocupaba una amplia y confortable habitación que parecía hacer las veces de
comedor y sala de estar. Acogedoramente iluminado, aquel interior tan grato lo
era mucho más merced a una magnífica chimenea baja donde ardía un fuego al que
la dueña de la casa me invitó a aproximarme.
Muy amablemente me pidió que me despojara de la
chaqueta y, colgándola en el respaldo de una silla, la situó a una prudente
distancia de la lumbre para que se secara. Yo me excusé por las molestias y me
interesé en saber si había algún otro teléfono cerca desde donde pudiera pedir
ayuda.
-Hay una cabina en la carretera a un kilómetro
aproximadamente, pero suele estar casi siempre estropeada -explicó la señora.
-Tendré que aventurarme -repuse.
-¿Con este temporal? Ni pensarlo -dijo ella, y
añadió sonriendo. Me temo que tendrá que aceptar ser nuestro huésped por esta
noche.
Yo me negué en principio más que nada por una razón
de cortesía, aunque, vistas las circunstancias, no me quedaba más remedio que
aceptar aquella amable invitación. Y di gracias al cielo interiormente por
haber tropezado con gente hospitalaria.
La señora salió un momento, y regresó al cabo
de un instante con algo en la mano.
-Es un batín de mi marido -dijo. Si quiere
ponérselo tenderé a secar también sus pantalones. No se puede quedar así
exponiéndose a coger un enfriamiento.
-No se moleste -repuse. Ya ha sido demasiado amable.
-No se moleste -repuse. Ya ha sido demasiado amable.
-Espero que no le importe. Mi marido murió hace
muchos años, pero conservo la mayoría de sus cosas -y añadió: Está lavado y
limpio.
Yo hice protestas, y aseguré que no tenía el menor
reparo en ponérmelo, cosa que era verdad, como no fuera la molestia que le
estaba causando, y ella salió de la estancia para permitir que me cambiara.
Cuando lo hube hecho me dediqué a observar la
habitación. Todo tenía un toque agradable campestre, aunque se advertía que la
dueña de la casa gustaba de los muebles confortables y no había renunciado a la
comodidad en aras de lo genuino. Sillas, mesas y armarios eran sin duda enseres
de rancio abolengo campesino, pero junto a aquellos objetos había un diván y
tres sillones de diseño moderno aunque de líneas clásicas, y por los candiles y
almireces que formaban parte de la decoración, licenciados ya de sus primitivos
cometidos, deduje que me encontraba entre personas de un cierto buen gusto. Las
notas más indicativas de que aquella familia estaba en contacto con la
civilización, a pesar de lo apartado de su retiro, eran la presencia del
teléfono, un televisor y una pequeña radio de transistores, además de un
considerable montón de periódicos de lo que parecía deducirse que en aquella
casa se recibía la prensa diariamente.
Mi anfitriona volvió a entrar y sonrió al ver que el
batín me llegaba hasta los tobillos y se abolsaba por encima del cinturón.
-Mi marido era un hombre muy alto y muy corpulento
-dijo sonriente-, pero por esta noche espero que no le importe. No se sienta
ridículo, hijo. Tírese un poco por encima del cinturón y verá como le queda
algo más corto.
-Cuánto lamento las molestias... -me excusé.
-No es ninguna molestia -repuso. No iba a dejarle
en pleno campo en su situación, y además así nos hace compañía. Estamos tan
solas en este destierro... A mí no me importa, pero la gente joven se aburre.
Mi hija está aquí a la fuerza, pero es una buena muchacha y no abandonará a su
madre, aunque está a punto de contraer matrimonio.
-Ah, me alegro -dije yo suponiendo que esperaba de
mí algún comentario.
-Yo también -repuso ella. Especialmente porque
seguirán viviendo aquí. Mañana es la boda.
-Oh -dije- ¿mañana? Mi más cordial enhorabuena.
¿Vendrán a buscarla a usted pronto? -añadí pensando en la posibilidad de
obtener un medio de transporte.
-No, no -explicó mi anfitriona-, la boda se
celebrará aquí en la intimidad.
-Enhorabuena, y haga extensiva mi felicitación a la
novia cuando llegue -repuse yo.
-Vera ya está aquí -contestó la dama. Y añadió:
Ahora si me lo permite voy a la cocina un momentito. Dentro de media hora
cenaremos.
-No quisiera...
-No sea ridículo -me atajó. Es usted nuestro
huésped y no vamos a mandarle a la cama sin cenar, así que no rechiste y
siéntese ahí mientras termino.
Yo se lo agradecí con un gesto, y la amable
anfitriona me invitó a mitigar la espera señalándome un montón de periódicos y
revistas apilados en la parte baja de un mueble.
-La televisión no funciona -añadió. A Vera y a mí
no nos gusta. Una vez se estropeó y no hemos vuelto a arreglarla.
Mientras la señora se retiraba a su laboratorio
culinario, yo seguí su consejo, y en vista de que su hija, a quién se había
referido llamándola Vera, no hacía su aparición, me dediqué a hojear las
revistas.
Siempre me las he dado de psicólogo barato
intentando adivinar los gustos y las inclinaciones de la gente a través de lo
que leen o de la forma en que decoran su casa, así que, más que nada por
distraerme, intenté formarme un juicio acerca de madre e hija por medio de
aquella colección de ejemplares de prensa.
El periódico no me dijo gran cosa, salvo que si lo
recibían era probable-mente debido a que dedicaba un considerable número de sus
páginas a tratar los problemas del campo y a incluir noticias relativas a
aquella región. En cuanto a las revistas, pertenecían a la llamada prensa del
corazón. El único rasgo llamativo era el hecho de que las páginas centrales
estaban arrancadas como si alguien se hubiera dedicado a coleccionar un serial.
Lamentando no
conocer el género de artículos que constituían aquella colección, fui pasando
las hojas distraídamente, hasta que caí en la cuenta de que buscando el índice
podía enterarme de qué trataban aquellas páginas arrancadas.
Lamentablemente el título de aquellos artículos, que
en efecto formaban parte de una serie, no me dijo gran cosa: Historia de
Cayolueco, se llamaba el serial.
Al cabo de más o menos media hora apareció de nuevo
mi anfitriona con un mantel y los demás servicios de mesa.
-¿Me permite que ponga la mesa? -pregunté.
-Encantada -respondió ella. Yo suelo sentarme en
este lado, y usted, si le parece, puede ponerse aquí -dijo indicando un lugar
próximo.
La cena fue exquisita, y a los postres la dama me
ofreció una copa de coñac invitándome a saborearlo antes con precaución por si
no se encontraba en buen estado. Excusó su ignorancia respecto a las bebidas y
comentó que aquella botella llevaba abierta mucho tiempo, porque Vera y ella no
bebían. Como me parecía que el licor se encontraba perfectamente me serví una
generosa dosis y le pregunté si le molestaba que fumara.
-En absoluto, hijo -repuso. Mi marido era un
fumador empedernido y yo tuve que acostumbrarme al humo del tabaco. Fume cuanto
quiera -repitió. Ahora, si me permite, voy a subirle la cena a Vera.
Lamentando que la muchacha no hubiera compartido la
mesa con nosotros, encendí un cigarrillo y me senté confortablemente en un
sillón a contemplar el fuego. El momento era tan agradable a pesar de lo
accidentado de mi viaje que me sentía relajado y a gusto, habiéndome liberado
ya, gracias a la amabilidad de la dama, de la violencia inicial de ser
considerado como un huésped forzoso.
Esta se retiró de nuevo a la cocina, y mientras
escuchaba el familiar ruido de los platos en el fregadero se me ocurrió que
debería haberme ofrecido a lavar la vajilla para dar una mínima prueba de mi
agradecimiento.
Salí al pasillo con ánimo de dirigirme a la cocina y
brindarme a la tarea, aunque estaba seguro de que la buena señora rechazaría mi
proposición.
Al fondo del corredor se veía luz y de allí procedía
el ruido, así que me acerqué y golpeé suavemente en la puerta entreabierta. Al
momento mi anfitriona se estremeció y dejó caer el plato que estaba secando, el
cual se estrelló contra el suelo haciéndose pedazos. Al volverse me vio en el
umbral y exclamó:
-Qué susto me ha dado. Por un momento creí que era
Vera.
-Permítame que sea yo quien lave los platos, ya ha
sido usted demasiado amable -dije.
-Oh, qué tontería. ¿Un hombre fregar los platos?
-dijo ya repuesta del susto. En mi vida lo consentiría. Nosotras estamos
chapadas a la antigua. ¿Acaso piensa que me debe algo por alojarle aquí esta
noche? -añadió. Me ofendería se así lo creyera, hijo. Lo hacemos de todo
corazón. Ande -me empujó amablemente-, póngase a leer al lado del fuego, hace
mucho tiempo que no teníamos un hombre en casa y verle sentado allí me
reconforta. Me recuerda a mí pobre marido.
-Lamento lo del plato -dije excusándome.
-Es sólo un plato, y la culpa ha sido mía que soy
una descuidada. Vamos -insistió-, siéntese en un sillón y sírvase otra copa.
Regresé hacia el comedor por el pasillo débilmente
iluminado, cuando, al pasar junto a la puerta de una habitación en la que no
había reparado antes, no pude impedirme mirar hacia dentro con curiosidad.
Durante unos instantes en que, sin detenerme, mi
vista se posó en el interior de aquel cuarto, me pareció ver cantidades
ingentes de cilindros alargados que se apilaban en el suelo junto a una de las
paredes. Guardando la impresión visual sin que momentáneamente pudiera
identificar de qué se trataba, volví al comedor, y al sentarme de nuevo
comprendí que lo que había en aquella habitación eran velas de cera. Velas, y
especialmente velones de grosor considerable, y recorriendo con mis ojos el comedor
advertí, cosa que hasta el momento me había pasado desapercibida, que toda una
pared de la estancia estaba adornada con gran cantidad de candelabros,
metálicos o de barro cocido, ornamentados con bellos motivos populares. En
aquellos candelabros había embocadas una gran cantidad de velas de diferente
grosor, adecuado en cada caso al de los brazos del candelabro.
Preguntándome el por qué de aquella profusión de cirios, me levanté a examinar algunos de ello que aparecían bellamente ornamentados con complejos adornos realizados también en cera.
Preguntándome el por qué de aquella profusión de cirios, me levanté a examinar algunos de ello que aparecían bellamente ornamentados con complejos adornos realizados también en cera.
-¿Le gustan? -dijo una voz a mis espaldas.
Me volví sobresaltado y vi a mi anfitriona que
depositaba sobre la mesa una bandeja con un plato de sopa humeante y otras
viandas.
-Los fabrico yo -añadió la dama aproximándose. La
mayoría de ellos los tengo apilados por las habitaciones, y los que está viendo
son como una muestra, una exposición de mi arte.
En efecto las velas, algunas de ellas teñidas de
suaves colores, adoptaban caprichosas formas, y las filigranas realizadas en
cera que constituían una decoración suplementaria parecían el resultado de la
más delicada artesanía.
-Son muy bonitas -dije yo sorprendido de no haber
reparado antes en ellas.
-La vela propiamente dicha se realiza vertiendo la
cera líquida en moldes y dejándola enfriar, después de colocar la mecha,
naturalmente.
-¿Y estas filigranas? -pregunté.
-Oh, todo eso es trabajo a mano; es lo que da valor
a estas velitas que suelo llevar a la ciudad una o dos veces al mes. Se venden
bien, aunque no lo hago por ganar dinero -me explicó mi anfitriona. Es una
distracción, una manera de pasar las noches, porque duermo muy poco.
-Esta es mi preferida.
-Pues quédese con ella, se la regalo -dijo ella.
-Es usted demasiado amable -repuse, no puedo aceptarla.
-¿Cómo que no puede? -preguntó la simpática dama.
Ya es suya, pero la dejaremos de momento en el candelabro, si no podría
estropearse. Aquí donde lo ve -confesó- a mí me gustan más las velas sencillas,
las tradicionales. Los cirios. -Y dirigiéndose hacia la mesa tomó la bandeja
diciendo-: Perdóneme, pero se va a enfriar la sopa.
Sentado junto al fuego vi como la dama subía la
escalera con la cena y atravesaba un corredor del piso alto separado únicamente
por una balaustrada de la habitación en que yo me encontraba. Al llegar a una
puerta me pareció que extraía de su bolsillo una llave y que la introducía en
la cerradura dando media vuelta. Acto seguido golpeó con los nudillos diciendo:
-¿Puedo pasar, nena? -Y entró en la habitación.
Intrigado por lo que vi, no pude menos de poner en
marcha mis pretendidas facultades deductivas, y supuse que, o bien el novio no
era del agrado de la muchacha y la boda era forzada, cosa a todas luces
extravagante, o bien la mujer desconfiaba de la presencia de un hombre joven en
la casa, lo que rechacé al instante porque en ningún momento después de llegar
yo había visto que la dama subiera al piso superior; o la novia era
extremadamente timorata y me había visto llegar habiéndose encerrado o
habiéndolo hecho su madre, cosa que prestaba validez a la rechazada hipótesis
anterior; o bien... La
serie de «o bien» era tan amplia que era preferible dejar de formular
suposiciones, porque lo más probable era que lo que me hubiera chocado tanto
tuviera una explicación sencilla y racional, pero no obstante abandonar mis
pensamientos, una cierta lucecilla se encendió en mi cerebro.
Al cabo de un rato, volvió a abrirse la puerta y la
dama salió de la habitación volviendo a echar la llave. Cuando descendió pude
ver que la cena estaba intacta; mi anfitriona observó la dirección de mi mirada
y dijo:
-Pobrecilla, está tan nerviosa que apenas ha probado
bocado.
Yo sonreí comprensivo y por decir algo comenté:
-Estará impaciente esperando la llegada del novio.
-Oh, no -dijo ella-. El novio ya está aquí. Deben
ser los nervios -añadió guiñando un ojo picarescamente. Ahora mismo friego
esto y vengo a hacerle compañía.
Ahora comprendía, sin dejar de parecerme una
monstruosidad, que la señora mantuviera a su hija encerrada bajo llave. Si el
novio se encontraba en la casa, cosa que debía ser cierta puesto que ella lo
había afirmado, la única explicación posible era el preservar durante aquella
noche la integridad de la muchacha, de lo que se deducía otra triple
interrogante: o el novio era un casanova inveterado a quien producía más placer
arrebatar a la fuerza lo que al día siguiente se le otorgaría de buen grado, y
su futura suegra lo sabía; o bien la muchacha era una joven ardiente incapaz de
soportar veinticuatro horas de espera, y su madre conocía su «faiblesse»; o
acaso mi anfitriona profesaba un puritanismo enfermizo y humillante para los
inminentes esposos. Cualquiera de los tres casos no dejaba de resultar
singular, y la formulación de mi razonamiento me hizo arder en deseos de conocer
a los novios, especialmente a la futura desposada.
Una vez que terminó de recoger la cocina, mi huésped
se sentó conmigo al amor de la chimenea no sin haberme preguntado antes si me
encontraba cansado y deseaba acostarme. Yo repuse, como era la verdad, que
sería más de mi agrado que un rato de charla delante el fuego antes de
retirarme a descansar.
La dama en cuestión, de igual modo que otras señoras dan trabajo a sus manos haciendo punto mientras conversan, colocó sobre sus rodillas una caja con velas y sobre una mesa próxima otra más pequeña que contenía aquellos celajes de cera ya confeccionados con los que ornamentaba las bujías, y a la vez que charlábamos, ella iba dando forma con pasmosa habilidad a los ejemplares de aquella curiosa artesanía. Era como si hubiera transpuesto, por alguna razón que yo ignoraba, la confección de la complicada filigrana del encaje de bolillos a la no menos compleja labor de la creación de blondas y puntillas en aquella moldeable materia.
La dama en cuestión, de igual modo que otras señoras dan trabajo a sus manos haciendo punto mientras conversan, colocó sobre sus rodillas una caja con velas y sobre una mesa próxima otra más pequeña que contenía aquellos celajes de cera ya confeccionados con los que ornamentaba las bujías, y a la vez que charlábamos, ella iba dando forma con pasmosa habilidad a los ejemplares de aquella curiosa artesanía. Era como si hubiera transpuesto, por alguna razón que yo ignoraba, la confección de la complicada filigrana del encaje de bolillos a la no menos compleja labor de la creación de blondas y puntillas en aquella moldeable materia.
-¿De veras no le importa que hagamos un rato de
sobremesa? -preguntó de nuevo solícita.
Yo respondí que no e insistí a mi vez, por pura
cortesía, en el mismo extremo en lo que a ella concernía. Supuse que con el
ajetreo de la boda tendría que madrugar para disponer todo convenientemente y
así se lo dije, a lo que la dama me respondió con toda naturalidad «que ya
estaba acostumbrada».
Ante lo ambiguo de su contestación estaba a punto de hacerle alguna demanda que de forma indirecta me permitiera interpretar aquella curiosa réplica, cuando se dirigió a mí diciendo:
Ante lo ambiguo de su contestación estaba a punto de hacerle alguna demanda que de forma indirecta me permitiera interpretar aquella curiosa réplica, cuando se dirigió a mí diciendo:
-¿Cómo se le ocurre ponerse en camino de noche y con
este tiempo?
Lo que yo traduje de inmediato como una manera
cortés de preguntarme de dónde venía y adónde me dirigía.
A pesar de que durante toda la noche la lógica de la
situación había hecho esperable aquella pregunta, yo pospuse durante unos
instantes la respuesta intercalando un comentario banal acerca de la
inclemencia del tiempo mientras pensaba rápidamente en si debía o no decir la
verdad acerca de aquel viaje en horas tan intempestivas. De una parte la
confianza que me había demostrado la señora me invitaban a no ocultar los
motivos de mi marcha, pero por otro lado temía entristecerla haciéndola
sabedora de hechos que parecía inoportuno sacar a la luz en la víspera de la
boda de su hija. Finalmente, y acaso como una forma de catarsis, decidí no
mentir si la conversación derivaba más profundamente hacia aquellos extremos o
la dama me formulaba una pregunta más directa.
-¿Es usted casado? -me preguntó como si hubiera
adivinado mi pensamiento.
-Sí, lo soy, es decir, lo era -repuse con cierta
confusión que no pasó desapercibida a mi anfitriona. Y como ésta, no obstante
lo difuso de la respuesta, no pareciera tener intención de pedir una
aclaración, añadí-: Hace unas horas he mantenido con mi esposa una violenta
discusión y he decidido separarme.
La dama arrojó al fuego uno de aquellos celajes que
había resultado dañado al aplicarlo a la vela y tomando otro continuó con su
tarea sin hacer comentarios.
-Supongo que no resulta oportuno hablar de una
separación matrimonial cuando está a punto de celebrarse la boda de su hija
-añadí, explicando acto seguido que sólo a aquello debía atribuirse mi
vacilación antes de responder.
-No se preocupe -repuso ella. Comprendo que no todo
sale a pedir de boca en la vida, pero no me gusta inmiscuirme en asuntos
privados, aunque -añadió vencida por la curiosidad o quién sabe si por un
sincero deseo de lenificar la confusión de mi espíritu- si le sirve de consuelo
considere que soy su madre y desahóguese. Con toda seguridad no volveremos a
vernos más cuando usted se vaya y el secreto quedará bien guardado. Yo soy muy
reservada a este respecto y puedo asegurarle que ni con Vera comentaré el
asunto.
-Se trata de una historia vulgar -comencé yo animado
por la confianza que me inspiraba mi anfitriona-. Me casé hace dos años y todo
marchó perfecta-mente hasta hace dos meses en que... Bueno, comenzaron las
discusiones entre mi mujer y yo y la situación se ha hecho insoportable.
Resulta bastante delicado explicar -añadí, y más en estas circunstancias en
que me encuentro ante una persona tan comprensiva, que lo que desencadenó la
crisis fue el hecho de que la madre de mi esposa viniera a vivir con nosotros
No obstante -me apresuré a decir-, he de añadir que su carácter y su forma de
ser son completamente opuestos a la simpatía y comprensión de usted.
-Oh, no tiene por qué excusarse, hijo -dijo ella.
Comprendo perfecta-mente que una suegra no es lo más adecuado en el hogar de un
matrimonio joven, pero no me siento afectada por ello. Es mi hija la que no se
separa de mí, me necesita -añadió- y confieso que, modestia aparte, mi futuro
yerno me considera una persona comprensiva, simpática y prudente.
-No puedo decir lo mismo de mi suegra -afirmé.
-Aunque -continuó mi anfitriona- comprendo que a una
anciana se le haga muy cuesta arriba ser abandonada por su hija. En el fondo
todas las madres somos reacias a abandonar a nuestras hijas en las manos de un
hombre, especialmente si se trata de nuestra única compañía, pero es la ley de
la vida. Afortunadamente -añadió- yo no estoy en ese caso.
-No hubiera querido sacar este tema a colación -dije
yo.
-Oh, no sea tonto. Pero... -vaciló. No es un asunto
que me concierna, ya lo sé...
-Continúe, se lo ruego -dije yo animándola a
proseguir.
-¿Usted ama a su esposa, verdad?
-Y como mi
respuesta fuera sin vacilar afirmativa ella continuó diciendo: ¿Por qué ha de
separarse entonces? Siempre hay soluciones hasta para los casos más difíciles.
Créame, hijo -afirmó-. Todo tiene arreglo menos la muerte.
La dama hizo una pausa para ofrecerme un vaso de
leche, cosa que yo denegué cortésmente, y cuando regresó de la cocina con el
suyo, tomó la botella de coñac y la acercó a la mesa invitándome a servirme
otra copa. «No me gusta beber sola», dijo con sentido del humor. De pronto
ladeó la cabeza y miró hacia arriba con gesto de quien escucha atentamente.
-¿Ha oído? -preguntó, y como yo denegara se levantó
de su asiento diciendo: Creo que Vera me ha llamado. La pobre depende
enteramente de mí, no se puede mover sin mi ayuda.
Yo permanecía confuso un momento ante un hecho que
no había supuesto en modo alguno. No sabiendo si debía o no hacer algún
comentario, pregunté finalmente con vacilación:
-¿P... paralítica?
La dama hizo un gesto elocuente mientras su rostro
se entristecía, y comenzó a subir la escalera en dirección al cuarto de Vera.
Una vez ante la puerta, golpeó con los nudillos y preguntó:
-¿Querías algo, nena?
La señora, a quien la confesión de la desgracia de
su hija parecía haber echado encima diez años más de vida, descendió
pausadamente asiendo el pasamanos con su mano derecha y me dijo al pasar junto
a mí camino de la cocina:
-Su vaso de leche.
Mientras permanecía solo en el comedor, sorprendido
ante la revelación de que Vera no podía ejecutar movimiento alguno si no era
con la ayuda de su madre, experimenté sentimientos contradictorios.
Ignorante del tiempo que la muchacha llevaba en
aquel estado, aunque presumible se trataba de años, consideré la abnegación de
la madre, constantemente dedicada al cuidado de su hija, y sin poder evitarlo
sentí que se mitigaba considerable-mente el odio hacia mi suegra. Seguramente
se trató de una reacción sentimental, pero me representé a Janet postrada en
una cama y a su madre procurándole todos los cuidados necesarios. ¿Habría sido
excesivamente injusto? De una cosa estaba seguro ahora, y era de que yo amaba a
mi mujer y no iba a abandonarla y a destruir nuestro matrimonio por una causa
marginal a nuestra propia relación. Probablemente habría algún remedio: buscar
un apartamento próximo al nuestro para mi suegra, visitarla con más frecuencia,
qué sé yo. Lo que era evidente es que, a la mañana siguiente, me proporcionaría
cualquier medio para regresar al lado de mi esposa.
En cuanto al lugar en que me encontraba, debo decir
que mi curiosidad por conocer a la singular pareja que iba a contraer
matrimonio próximamente se había acrecentado mucho. ¿Acaso, pensaba ya en el
límite de lo absurdo, el novio también era paralítico y por eso no había hecho
todavía su aparición? No descarto que una persona en perfecto ejercicio de sus
facultades físicas y mentales se una en matrimonio con un impedido, pero si la
invalidez de Vera llegaba al extremo que las palabras de su madre habían dejado
traslucir, no cabía duda de que el novio debería ser un hombre abnegado y
experimentar por la muchacha un amor muy profundo, porque nadie iba a forzarle
a desposarla. Aunque, ¿por qué no? Si resultaba en extremo extravagante por
falta de una explicación adecuada que la muchacha estuviera bajo llave, ¿quién
me decía a mí que el futuro consorte no se hallaba en otra parte de la casa,
encerrado, a la espera del obligado himeneo?
Descarté semejantes pensamientos por absurdos,
aunque no podía negarse que parecía extraña la ausencia del novio, se
encontraba allí. Tampoco parecía lógico el hecho de que cada vez, como ahora,
que Vera necesitaba algo y su madre tenía que entrar en la habitación, hubiera
de franquear la puerta valiéndose de una llave. Y por último, lo que no
terminaba de comprender era la singular exclamación de mi anfitriona cuando
entré en la cocina y dejó caer el plato que estaba secando: «Qué susto, creí
que era Vera», había dicho.
Contemplé a la dama de nuevo junto a mí. La
tranquila forma en que sus dedos iban aplicando los adornos a las velas,
tratándose como lo era de un trabajo delicado, no dejaba traslucir la mínima
muestra del natural nerviosismo que hubiera debido de suponer en la víspera de
la boda de su hija. Pero, aunque amable y servicial, su carácter parecía
fuerte, y lo más probable era que tratase de ocultar lo que quizá le pareciera
una debilidad.
Sentí que comenzaban a cerrárseme los ojos de
cansancio, y apurando el coñac para no parecer descortés, me levanté
aproximándome a la pequeña librería de donde tomé una de las revistas que hojeé
distraídamente.
-Le voy a enseñar su cuarto -dijo la señora
para quien no había pasado desapercibido mi bostezo. Va siendo hora de que nos
vayamos a la cama. Yo suelo levantarme muy temprano, en Cayolueco hay muchas
tareas que realizar -añadió incorporándose.
-Se lo agradezco -repuse yo. Me gustaría madrugar y
acercarme a la cabina de la carretera para llamar a un mecánico, se es que
funciona.
-No es muy probable. En todo caso lléguese hasta el
pueblo. Puede llevarse mi coche -dijo ella.
En aquel momento advertí dos cosas. La primera que
no se me había pasado por la imaginación que la señora tuviera ningún coche. No
es que se tratara de algo extravagante, todo lo contrario. Lo que me extrañaba
es que no me lo hubiera ofrecido antes, claro que yo al fin y al cabo era un
desconocido para ella (un desconocido al que no había vacilado en alojar en su
casa). Por otra parte, viviendo en aquella soledad era imprescindible un medio
de transporte, y ella me había dicho que acostumbraba a bajar a la ciudad de
vez en cuando para vender sus velas. La segunda cosa que advertí era que el
cable del teléfono estaba desconectado, y a fuerza de parecer desconfiado se lo
hice notar.
-Ya le dije que no funcionaba -repuso. Así que da
igual que esté o no enchufado.
Evidentemente la respuesta no contradecía ninguna de
las leyes de la lógica, pero me resultaba molesta la visión de aquel cable
desconectado. La segunda parte de la respuesta de mi anfitriona podía
considerarse por lo menos grotesca.
-Se estropeó hace dos años, pero como a Vera ni a mí
nos gusta hablar por teléfono... -añadió. Y viendo que yo volvía a depositar la
revista en la librería dijo: Súbasela, a lo mejor le gusta leer para conciliar
el sueño.
Yo estaba tan cansado que no me iba a hacer falta
ninguna clase de ayuda para dormirme, además no acostumbraba a leer en la cama,
pero por evitar otro tira y afloje de cortesías que preveía menos obsequioso
por mi parte no solté el semanario.
-Voy a coger mi traje -dije con cierto malhumor que
no sabía a que atribuir. Pero la dama, en el colmo de la amabilidad, se ofreció
a planchármelo.
-Un ligero repaso nada más -dijo ante mi
insistencia. Luego se lo dejaré en una silla de la habitación sin hacer ruido
y cuando se lo ponga estará seco y planchado.
Le di las gracias nuevamente y siguiendo a la cortés
dama subí la escalera camino del que iba a ser mi dormitorio por aquella noche.
Por un momento temí que me ofreciera un pijama de su marido, pero no fue así.
Al pasar junto a la puerta tras la cual se
encontraba Vera, mi anfitriona me miró sonriente, y se detuvo en la siguiente
habitación invitándome a entrar. Así pues iba a dormir pared con pared con la
todavía no entrevista novia.
Deseándome buenas noches mi gentil anfitriona
desapareció, y debo decir que experimenté una sensación de alivio al perderla
de vista. Su amabilidad y su obsequio llegaban a tal grado que en el transcurso
de la velada se había ido acrecentando mi malhumor de una manera irracional, lo
confieso, debido a las continuas sonrisas y atenciones que me dispensaba
aquella señora a las que yo tenía que corresponder para no pecar de grosero
ante sus ojos.
La habitación que me había sido destinada parecía en
extremo confortable. Su mobiliario estaba constituido por una gran cama de
matrimonio, un sólido armario de luna y un escritorio de patas hermosa-mente
talladas, indepen-dientemente de varias sillas y un sillón. A los pies de la
cama había extendida una alfombra cuyo dibujo hacía juego con el de las
cortinas, lo que me pareció un punto excesivo. Ni que decir tiene que sobre la
mesilla había un candelabro con dos magníficas velas.
Pero lo que más me llamó la atención fue que,
precisamente en la pared que separaba mi habitación de la de Vera, había una
puerta de comunicación entre los dos cuartos, que naturalmente supuse cerrada.
Me aproximé a ella cuando de súbito oí voces.
Aplicando el oído sobre la superficie de madera, me
mantuve completamente inmóvil y pude escuchar el final de una breve
conversación. Fue la madre la que dijo:
-Hasta mañana, preciosa. Te deseo la mayor felicidad
del mundo en tu tercer matrimonio.
A continuación oí que se cerraba la puerta y el
girar de una llave en la cerradura.
«Caramba con la nena», me dije, «si no llega a
necesitar ayuda para moverse se casa con la Sinfonía de Boston».
Como no se oyó hablar a nadie más, supuse que la
muchacha se encontraba sola. Desde su habitación llegaba únicamente una
musiquilla emanada seguramente de una radio, y alejándome con cuidado de la
puerta me hice el propósito de no abandonar la casa por la mañana sin conocer a
los contrayentes.
Me quedé dormido casi al instante de caer sobre la
cama, y no sé cuánto tiempo había pasado cuando una luz me dio en los ojos y vi
entre sueños que la señora de la casa depositaba mi traje, en una silla cerca a
la puerta. Después volvió a salir tan silenciosamente como había entrado y yo
continué durmiendo de inmediato.
En un determinado momento de la noche me desperté de
nuevo desvelado por el ruido de un motor. Mi reloj, que había depositado sobre
la mesilla de noche, señalaba las tres menos cuarto. Me aproximé a la ventana,
desde la cual pude contemplar cómo mi coche era introducido en los límites de
la propiedad remolcado por un tractor a cuyo conductor no podía distinguir en
la oscuridad. Quizá se tratase del novio de la joven, no podía precisarlo. En
todo caso nadie se llevaba el coche, que por otra parte no podía moverse sin
auxilio ajeno, igual que Vera. El tractor y mi vehículo se dirigieron hacia la
parte de atrás de la casa y dejé de verlos; aunque lo que sí vi a la luz de los
faros de un coche que pasaba, fue un cartel indicador en la carretera en el que
no había reparado a mi llegada. Esforzando la vista distinguí un nombre que la
señora había empleado al referirse a su casa: Cayolueco. Sin duda ésta era la
denominación de la propiedad.
De pronto recordé que aquella palabra formaba
también parte del título del serial que había sido arrancado de la colección de
revistas ilustradas, de las cuales mi anfitriona había insistido en que me
subiera una a fin de conciliar el sueño mediante su lectura. Tomé el semanario
que había depositado sobre la alfombra, y a la tenue claridad que entraba por
la ventana leí en la portada el anuncio del primer capítulo de la serie
«Historia de Cayolueco», experimen-tando un fortísimo deseo de conocer cuál era
aquella historia separada del semanario, como ya había advertido anteriormente.
Me disponía a volver a la cama cuando me di cuenta
de que, a pesar de lo avanzado de la hora, todavía se oía la radio en la
habitación de Vera, y debía de tener la luz encendida a juzgar por el ligero
resplandor que podía verse por debajo de la puerta de comunicación. Me aproximé
sigilosamente y escuché.
La música era suavísima, y tenía cierto parecido con
las melodías que se escuchan en los lugares que...
No pude terminar mi reflexión porque me apercibí con
sorpresa de que la puerta no estaba cerrada con llave. Al apoyarme ligera e
inadvertidamente en ella noté que se movía como si ni siquiera tuviera
pestillo. Prescindiendo de los buenos modales, y acuciado por la curiosidad,
fui deslizándome poco a poco hacia abajo hasta que mis ojos se encontraron a la
altura del orificio de la cerradura. Miré a través de él y pude comprobar que
lo que alumbraba la estancia era un cirio de considerables dimensiones, aunque
en realidad las fluctuaciones de la luz y las diferentes sombras me hicieron
comprender que en la habitación había encendidos algunos más que no pude ver a
pesar de moverme ligeramente de izquierda a derecha. El ojo de la cerradura era
demasiado exiguo para permitir un mayor campo de visión.
Como podía ser sorprendido en aquella tan poco digna
actitud, decidí salir un momento al pasillo para vigilar, y temiendo llamar la
atención si encendía la luz no me entretuve en buscar el batín que debía de
encontrarse a los pies de la cama y me puse los pantalones y la chaqueta del
traje recién planchado, pero comprobé en el acto que aquellas ropas no me
pertenecían por lo holgadas que me estaban. Me acerqué al armario de luna, y el
espejo me devolvió una imagen singular de mí mismo: estaba vestido de chaqué.
Al punto comprendí que mi anfitriona había sido
víctima de una confusión y, tomando aquel traje de gala, que sin duda pertenecía
al novio, por el mío, lo había depositado en la silla en el transcurso de la
noche.
Contemplándome en el espejo me sentí ridículo y, por
qué no decirlo, tuve miedo. Un miedo que me recorrió la espina dorsal de arriba
abajo y no supe a qué atribuir.
A la fantasmal luz de la luna, mi imagen
distorsionada por las aguas que formaba el antiguo espejo me resultaba
irreconocible dentro de aquel solemne vestido.
Acuciado no obstante por la curiosidad, abrí la
puerta de mi habitación y salí al pasillo. Toda la casa al parecer, excepto la
habitación de la novia permanecía a oscuras. Y tranquilizado por aquella
comprobación volví a cerrar, pero bastó una pequeña corriente de aire para que
la puerta de comunicación se abriera ligeramente con un siniestro rechinar y la
luz de los cirios, que penetraba por aquella rendija, oscilara vacilante.
Me aproximé a la puerta por la que se deslizaba
ahora con más fuerza aquella música dulcísima y la abrí un poco más. Era
probable que la muchacha se hubiera despertado, se es que dormía, y necesitaba
explicar que no había sido yo quien había abierto la puerta, aunque en mi fuero
interno era una irracional curiosidad lo que bajo el disfraz de aquella excusa
me impelía a entrar.
Musitando un «se puede» ridículo y golpeando
ligeramente la puerta con los nudillos me dispuse a penetrar en el cuarto
vecino llevando en la punta de los labios preparada la frase: «señorita, no se
asuste», porque lo esperable era que la irrupción de un desconocido a tales
horas, y por añadidura vestido con el traje de su novio, provocara en la
muchacha una natural reacción de sobresalto que podía ponerse de manifiesto
gritando, por ejemplo; y cualquier explicación ataviado de aquella guisa
hubiera resultado cuando menos enojosa y violenta, si no increíble para el
prometido y la madre de Vera.
Lo primero que vi me dejó espantado: una gran cama
en la que reposaba una joven, dormida al parecer, rodeada por cuatro cirios
gigantescos que iluminaban la estancia desde las cuatro esquinas del lecho, y
un pequeño magnetófono en el que una cinta sin fin desgranaba una
tranquilizante música de órgano como la que se escucha en los salones de
funeral.
Con el corazón latiéndome agitadamente me aproximé a
la cama y comprobé que la muchacha era de una belleza poco corriente. Su rostro
era blanquísimo, excepto en las mejillas, en donde un ligero sonrosado semejaba
un repentino rubor. Sus labio carmesíes brillaban bajo la luz vacilante de las
velas como recientemente humedecidos y sus ojos cerrados se ensombrecían merced
a unas largas y negrísimas pestañas.
-Vera -musité, pero no obtuve respuesta.
Me aproximé un poco más admirado por la belleza de
aquel rostro para caer en la cuenta de que la muchacha yacía acostada vestida
ya con el traje de novia.
-Vera, no tenga miedo -repetí, pero como la
joven continuara muda toqué suavemente en uno de sus hombros para despertarla.
Entonces fue cuando comprobé que no respiraba.
Horrorizado por mi descubrimiento retiré mi mano tan
violentamente que, sin quererlo, mis dedos se enredaron en la cabellera
de la muchacha. Tiré con nerviosismo para desasirme de su pelo, y vi con mis
ojos a punto de salirse de sus órbitas, cómo atraía hacia mí la cabellera
completa de la joven al tiempo que su bello rostro se movió violentamente y rodó
hasta caer al suelo dejando al descubierto una horrenda calavera a la que había
pegados trozos de carne momificados.
Dando un alarido retrocedí pisando el rostro de cera
que se rompió en mil pedazos y corrí hacia mi habitación. De súbito vi a
alguien frente a mí y sentí un fuerte golpe en la cabeza. A continuación perdí
el sentido.
Cuando recobré la consciencia advertí que no podía
moverme. Alguien me había ligado fuertemente las manos y los tobillos. Abrí los
ojos, y la sangre se heló en mis venas al ver que yacía sobre la cama al lado
del cadáver de Vera, que de nuevo lucía sobre su descompuesta cabeza una
exquisita máscara de cera. Me volví ligeramente y vi a mi anfitriona, elegantemente vestida, sentada
en una silla cercana a nosotros a la espera seguramente de que yo recobrara el
conocimiento. Apoyado en la silla había un grueso palo con el que supuse me
había golpeado, pero cuando me fijé mejor advertí que algo brillaba junto al
suelo: aquella barra de madera era el mango de un hacha cuya hoja relucía a la
luz incierta de los cuatro cirios que nos rodeaban.
Al reparar en que ya estaba consciente, mi futura
suegra (pues comprendí al instante que yo era el novio de aquella fantasmal
boda), se levantó aproximándose a la cama y sin mirarme dio unos toques al
vestido nupcial del cadáver arreglando algunos pliegues y sacudiendo algunas
motas de polvo.
-Enhorabuena, querida -dijo aquella mujer con una
extraña luz en sus ojos. Y a continuación su mirada se posó en mí y sonriendo
siniestramente hizo extensiva a mi persona su felicitación:
Hazla dichosa o no te lo perdonaré -añadió la
elegantemente ataviada dama.
Yo recobré el uso del habla finalmente, pero mi
confusión y el terror que me embargaban eran de tal magnitud que no acertaba a
manifestar mi pensamiento. Al cabo, las palabras se atropellaron en mi boca:
-¿Qué hace? -grité-. ¡Está loca! ¡Desáteme!...
¡Suélteme le digo!
-Es una reacción lógica, hijo -dijo la dama con
calma-. Dentro de unos instantes todo habrá pasado y os convertiréis en
un nuevo matrimonio. ¡Oh, qué feliz
soy! -Y comenzó a gimotear.
Mi cerebro estaba a punto de estallar, y en los
inútiles esfuerzos por desasirme de las ligaduras sólo conseguía aproximarme al
cadáver des-compuesto de Vera.
-¡Déjeme! -grité con todas mis fuerzas. ¡Quiero
marcharme!
-Me prometiste que vivirías aquí -dijo la que
aspiraba a convertirse en mi siniestra madre política. Sólo bajo esa condición
consentí en entregarte a mi Vera. Una madre no puede ser abandonada como un
perro, hijo. Os quedaréis a vivir aquí para siempre.
-¡Oh, Dios mío! -sollocé. ¡Estoy en manos de una
demente!
-Sí, estoy loca -repuso mi funesta anfitriona,
loca de amor por mi querida niña, y bien sabe Dios que se me parte el corazón
al tener que entregársela a un hombre, pero hay cosas que no se pueden evitar.
Mi único consuelo es saber que no me abandonará -continuó la versánica señora
arreglándose el ridículo sombrero de fiesta.
-Pero, ¿no comprende que Vera está muerta? ¡Muerta!
-Yo la ayudaré a moverse y andar. La cuidaré día y
noche, y tendré cuidado de que tú no te acerques a ella. Mi hija es una buena
chica y sabe cómo tiene que comportarse -dijo la madre de Vera. Ha
tenido el capricho de casarse y yo no puedo impedírselo, pero...
-Se lo ruego -dije yo aterrorizado -déjeme en
libertad. Le aseguro que no diré nada a nadie, me marcharé y no volverá a
verme.
-Todavía no ha llegado el momento. Primero ha de
celebrarse la ceremonia-. Y acercándose a mí me anudó en torno al cuello una
corbata gris que hacía juego con el traje de gala que yo mismo me había puesto
inadvertidamente.
Acto seguido se aproximó al magnetófono y al cabo de unos instantes se escucharon los primeros compases de la marcha nupcial de Mendelssohn. Regresó hasta la cama lentamente caminando al ritmo de la música y tomando un librito lo abrió por una de sus páginas al tiempo que se ponía unas elegantes granudas de concha.
Acto seguido se aproximó al magnetófono y al cabo de unos instantes se escucharon los primeros compases de la marcha nupcial de Mendelssohn. Regresó hasta la cama lentamente caminando al ritmo de la música y tomando un librito lo abrió por una de sus páginas al tiempo que se ponía unas elegantes granudas de concha.
-Estoy aquí -leyó con voz trémula- para unir
en santo matrimonio a este hombre y a esta mujer. Si alguno de los presentes
conoce algún impedimento...
-¡Yo lo conozco! -exclamé sintiendo que debía
cambiar de táctica. ¡Soy un hombre casado!
-Ese no es ningún impedimento legal -repuso
con voz de juez. Te has separado de tu anterior esposa, hijo mío.
-Y
continuó leyendo las fórmulas para la celebración del matrimonio.
-¡Socorro! -grité con todas mis fuerzas.
-Vera Ramírez -recitó ella imperturbablemente-.
¿Aceptas a este hombre en matrimonio y prometer respetarle y amarle hasta que
la muerte los separe?
Y aproximándose al cadáver agitó la cabeza de éste
en sentido afirmativo al tiempo que ella misma musitaba el sí. Acto seguido
regresó al pie de la silla en al que había estado sentada y dirigiéndose a mí
inquirió:
-Tú... ¿Cómo te llamas, hijo?
-¡Suéltame! -grité al tiempo que notaba cómo a
merced de mis espasmos por liberarme mi rostro casi estaba en contacto con la
máscara de cera.
-¿Aceptas a esta mujer en matrimonio?
-continuó imperturbable- y ¿prometes respetarla y amarla hasta que la muerte os
separe?
-Y como yo permaneciera silencioso repitió
acariciando el mango de su hacha-:... ¿hasta que la muerte os separe?
-Sí acepto... -musité espantado.
-Pues con la autoridad que me confiero
-sentenció- os declaro marido y mujer.
-Y añadió para colmo de mis desgracias: puedes
besar a la novia.
Previendo que en su estado aquella mujer era capaz
de cualquier cosa y venciendo mi repugnancia, acerqué mi boca a la pintada
máscara y deposité un beso en la sonrosada mejilla. De pronto un estentóreo
grito me hizo estremecerme:
-¡¡Vivan los novios!! -exclamó la que se
pretendía mi suegra. Y abandonó de pronto la habitación.
Yo volví a intentar desatar mis ligaduras, pero las
correas de cuero que mantenían juntas mis muñecas y mis tobillos eran tan
fuertes que resultaba imposible aflojarlas. Di un gran tirón, con tan mala
fortuna, que me quedé espantado al notar que debido al impulso me deslizaba
hacia el centro de la cama. El cadáver, al provocar el peso de mi cuerpo una
depresión en el centro del lecho, rodó por inercia y se apretó junto a mí.
En aquel momento entró de nuevo la trastornada
señora. Se había despojado del vestido de fiesta y lucía una bata de casa con
la que la había visto a mi llegada. Aproximándose al lecho exclamó a voz de
grito:
-¡Degenerado! ¡Repugnante! No has podido esperar
siquiera a que yo me perdiera de vista. ¡Todos sois iguales! ¡Ay, hija
mía! -dijo dirigiéndose al cadáver-. ¡Qué poco caso te has hecho de tu
madre! Tres veces te lo advertí, y tres veces caíste en la trampa. Menos mal
que yo sé como tratar a estos pervertidos.
-¡Deje que me vaya! -grité.
-¿Ahora me salís con éstas? Ya sospechaba que una
vez casados me abandonaríais, pero de algo me ha de servir la experiencia. Así
como os acabo de unir en santo matrimonio, de igual modo puedo provocar vuestra
separa-ción.
-Y tomando la afiladísima hacha rodeó la cama y se aproximó a
donde yo me encontraba. Levantando el arma sobre su cabeza se disponía a
terminar con mi vida cuando de pronto se oyeron fuertes golpes en la puerta de
abajo.
La demente se detuvo y escuchó atentamente cuando
los golpes se repitieron.
Una voz
gritó:
-¡Señora Ramírez!
-¡L... los invitados a la boda! -exclamé
repentinamente inspirado.
Ella permaneció unos segundos con el hacha en alto y
después la bajó con suma lentitud y la depositó en el suelo, momento en el cual
yo, tomando un fuerte impulso, rodé sobre la cama y me tiré al suelo ocultando
con mi cuerpo el hacha al tiempo que gritaba:
-¡Auxilio! ¡Ayúdenme, por favor! ¡Quieren matarme!
La versánica anfitriona se arrojó sobre
mí en intentó sacar el hacha de debajo de mi cuerpo mientras yo procuraba
impedirlo y gritaba sin cesar. Al cabo de unos instantes se oyó un fuerte golpe
y pasos de varias personas en la escalera. Se abrió la puerta de la habitación
y entró la policía.
* * *
En las dependencias de la jefatura de policía me
repuse de aquel macabro susto mientras un oficial me tomaba declaración.
Cuando los trámites preliminares hubieron terminado,
el comisario se aproximó a mí y aferrándome solidariamente el hombro me
felicitó por no haber corrido la suerte de los demás «maridos» de la difunta.
La señora Ramírez, me explicó, nunca había estado
casada. En su juventud había mantenido una relación con un hombre que
desapareció dejándola embarazada. Cuando su hija Vera se fue haciendo mayor,
ella le impidió cualquier aproximación al sexo opuesto convirtiéndose en una
madre tiránica y obsesiva. Se fabricó un marido ideal para el que compró
incluso ropas, y cuando llegó el momento en que, lógicamente, la muchacha
conoció a un hombre del que se enamoró, a pesar de la estrecha vigilancia de su
madre, ésta le hizo la vida imposible recordando sin duda su frustrante
experiencia.
Todo lo cual, unido a la imposibilidad de impedir
una boda que legal-mente podía celebrarse con o sin su consentimiento, puesto
que Vera ya era mayor de edad, provocó un cambio en su actitud y la llevó a
admitir el matrimonio con la condición de que su hija no la abandonara nunca y
continuara viviendo en la casa.
Al día siguiente de la boda, los recién casados
confesaron a su madre que habían accedido aparentemente a sus pretensiones para
poder celebrar la ceremonia sin complicaciones, pero que en sus planes no
entraba en absoluto la idea de permanecer en aquella casa. Entonces, la mujer,
sin reparar en lo que hacía, tomó un hacha y asesinó a su reciente yerno
intentando hacer lo mismo con su hija, la cual, al tratar de huir por la
ventana, cayó desde el primer piso y se mató.
En atención a lo que evidentemente no se podía
calificar sino de locura transitoria, la anciana fue condenada a ocho años de
reclusión durante los que permaneció en un sanatorio psiquiátrico del que salió
apenas hace año y medio.
Obsesionada por lo que había hecho, desenterró el
cadáver de Vera que yacía en el pequeño cementerio familiar a cien metros
detrás de la casa, y procedió a casarla varias veces para paliar en su
desequilibrio la muerte de su única hija.
-Los maridos que proporcionó al cadáver fue gente
que acudió a su casa de manera accidental, igual que usted -dijo el comisario,
y tras la macabra ceremonia fueron asesinados ritualmente en recuerdo del
primer esposo, y enterrados en un cobertizo donde ahora hemos encontrado sus
cadáveres.
Como yo le preguntara por la coincidencia que me
salvó la vida, el comisario me dijo que no hubo tal.
Al salir de mi casa tras una violenta discusión, y
pasar las horas sin que hubiera regresado, mi esposa había telefoneado a la
policía alarmada y les había dado la descripción del coche.
Un vehículo de la policía, antes de conocerse la denuncia,
había pasado junto a la casa precisamente cuando el tractor conducido por la
anciana arrastraba un coche de las mismas características hacia el interior de
la propiedad. Enseguida, naturalmente, conexionaron ambos datos y se dirigieron
hacia la casa.
-El resto ya lo conoce usted -concluyó el comisario.
A continuación me anunció que mi esposa esperaba en
la antesala. Llamó a un agente y éste condujo a mi mujer a la habitación en la
que nos encontrábamos. Cuando entró no pude contener las lágrimas y me abracé
llorando a ella. El comisario me dijo que si lo deseábamos podíamos marcharnos
para regresar cuando se celebrara el correspondiente proceso.
-Vámonos, querida -dije. Y dirigiéndome al comisario
rogué: ¿Sería posible llamar a un taxi por teléfono?
-No es preciso, amor mío -dijo mi mujer. He venido
en coche.
-¿En que coche? -pregunté extrañado.
-En el de mi madre -repuso. Ella nos está esperando
fuera.
999. Anonimo
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