Había en una aldea lejana dos
animalitos que vivían en sus casitas, una frente a otra. Uno de ellos se
llamaba don Cigüeño Zanquilargo. Su vecino, don Zorillo Chungoncete, era un
zorro que siempre estaba urdiendo bromas para divertirse a costa de los demás.
-¿Cómo me arreglaré para
burlarme de don Cigüeño? -cavilaba el zorro. Estuvo pensando y pensando, y
finalmente halló la solución.
-Don Cigüeño -dijo un día al
pescador, acercándose hasta él, somos vecinos, pero apenas nos hablamos más de
lo indispensable. ¿No le parece que no está bien? Por mi parte, deseo que
entablemos una gran amistad, y como prueba del mejor deseo que me guía, le
invito a usted a comer en mi casa.
-Me parece una idea
excelente, señor vecino. Cuente conmigo. ¿Le parece bien mañana?
-¡Estupendo, don Cigüeño! Mañana
le espero a usted sentado a la mesa.
-Así, cuando, al día
siguiente, se presentó el invitado don Cigüeño, encontró sobre la mesa dos
grandes platos de natillas.
-¡Oh, natillas! ¡Con lo que
a mí me gustan las natillas...! -exclamó, haciéndosele el pico agua.
-Pues, adelante -dijo riendo
el zorro. ¡Empecemos a comer!
Y comía y comía. Pero no así
el infeliz don Cigüeño, que picaba en el plato, pero no conseguía retener en su
largo pico la golosina.
Don Cigüeño Zanquilargo
picaba y picaba, ansioso del dulce festín; pero inútilmente. Aquel largo pico
no lograba coger la más pequeña porción del apetitoso manjar. Las carcajadas de
don Zorillo se oían desde la calle.
Por fin, don Cigüeño se
marchó de la casa de su vecino, conteniendo su mal humor. Y, entretanto, la
risa del burlón zorro sonaba más y mejor.
Transcurrieron dos o tres
días, y una tarde que el burlón zorro se paseaba por la alameda, vio llegar
junto a la casal a don Cigüeño, que le dijo:
-Señor don Zorrillo: tengo
preparadas dos raciones de natillas que están diciendo: "Comedme". ¿Quiere
venir y las saborearemos tranquilamente?
-¿Natillas...? ¡Son mi
bocado predilecto! -aprobó el zorro. Vayamos allá, amigo don Cigüeño. Precisamente
hoy no he logrado encontrar caza y estoy en ayunas desde ayer.
-Hemos llegado a mi casa
-dijo a este punto don Cigüeño. Pase usted y sentémonos a la mesa.
Penetró don Zorrillo en la
casa, pero bien pronto desapareció de su rostro el gesto de contento, al echar
una mirada sobre la mesa.
Allí había, sobre el limpio mantel, dos altas jarras de
estrecho cuello, conteniendo la sabrosa comida.
-Siéntese el señor don
Zorrillo y empecemos a comer -ofreció el amo de la casa, al tiempo que introducía
el pico por el estrecho cuello de una de las jarras y comenzaba así a saborear
su contenido.
El zorro daba vueltas
alrededor de la otra jarra. No podía meter el hocico por la estrecha abertura,
y sufría viendo las natillas tan próximas a su lengua y, al mismo tiempo, tan
lejos de ella.
Y empezó a lamer el cristal
de la jarra, ya que no podía hacer mejor cosa, preguntando después a don
Cigüeño:
-¿No tiene usted, señor
vecino, alguna otra cosa que darme para postre de este convite?
-Sí -contestó el otro,
terminando de comerse las dos raciones.
A continuación abrió un cajón
de la mesa, y, sacando un paquete, se lo entregó a don Zorrillo. Al abrirlo
éste, vio que dentro de él había solamente un cartel que decía: Donde las dan,
las toman.
Escarmentó desde entonces y
ya nunca volvió a burlarse de los demás.
999. Anonimo
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