Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 29 de marzo de 2014

El pato de oro

Cierta vez, en un pueblecito situa­do en un hermoso valle, vivía un hom­bre que tenía tres hijos. El más peque­ño de todos era el más inocente y todo el mundo se burlaba de él.
-Ya te han engañado otra vez, Simplón -le decían a menudo sus dos hermanos.
Simplón se reía, ya que tenía muy buen carácter y nunca se enfadaba.
El hermano mayor fue un día a buscar leña al bosque y, antes de par­tir, su madre le entregó un rico pastel y una botella de vino. En el bosque encontró a un hombre vestido de gris que llevaba una larga barba blanca.
-¿Por qué no me das un trago de vino y un poco de tu pastel, muchacho? -preguntó el hombrecillo de la barba blanca.
-No -respondió el muchacho; si te doy un trozo de pastel y parte de mi vino no tendré bastante para mí. Dé­jame tranquilo.
Se alejó del hombre gris y se puso a cortar leña. Pero ape­nas había empezado su trabajo se hizo una herida en la mano y tuvo que volver a casa.
El segundo hermano salió también al bosque a buscar leña y, lo mismo que al hermano mayor, su madre le dio un sabroso pastel y una botella de vino. El hombre de la barba blanca le salió al encuentro y le pidió un poco de su comida.
-¡Déjame en paz! -dijo el hermano mediano. Si te doy un trozo de pastel y parte de mi vino, no tendré bastante para mí. ¡Vete!
El hombrecillo de la barba blanca se alejó y el muchacho se puso a cortar leña. Pero apenas había iniciado su trabajo, hizo un movimiento en falso y se hirió en una pierna.
-Tendré que regresar a casa sin la leña -se dijo. Y vol­vió a su casa cojeando.
Entonces, Simplón se dirigió a su padre y le dijo:
-Déjame ir a buscar leña al bosque, padre.
-¿Tú? Tus hermanos son más listos que tú y han regre­sado sin una pizca de leña. ¿Cómo quieres que me fíe de ti?
-Déjame probar, padre -insistió Simplón.
-Está bien, hijo. A ver si eres más listo que ellos y no vuelves herido.
Su madre le dio un pastel de harina de maíz y una botella de vino agrio. Cuando llegó al bosque, igual que sus herma­nos, encontró al hombre vestido de gris.
-Dame un poco de pastel y un sorbo de vino -pidió el hombre.
-Con mucho gusto -respondió Simplón. Pero sólo traigo un pastel de harina de maíz y una botella de vino agrio.
-No importa -dijo el hombre de la barba blanca.
-En ese caso, siéntate a mi lado; nos comeremos el pas­tel y nos beberemos el vino.
Se sentaron y, cuando Simplón probó su pastel, encontró que era muy bueno y que el vino se había convertido en una bebida exquisita.
Después de comer, el hombre de la barba blanca dijo a Simplón:
-Has sido muy generoso conmigo y quiero darte buena suerte. Corta ese árbol viejo y tal vez encuentres algo en sus raíces.
Simplón derribó el árbol, y en sus raíces encontró un pato que tenía las plumas de oro puro.
-¡Es precioso! -dijo al hombrecillo.
Simplón le dio las gracias al hombre de la barba blanca y, como se había hecho de noche, se quedó a dormir en una posada.
El posadero tenía tres hijas; las tres eran muy curiosas y decidieron arrancar una pluma de oro a aquel pato tan ex­traño.
La primera de las hijas del posadero se acercó al pato para arrancarle una pluma, pero su brazo quedó paraliíjado y no pudo separarse de allí.
La segunda hermana llegó con la misma intención. Pero apenas había tocado a la otra, cuando también se quedó in­móvil y pegada a ella.
Cuando se acercó la tercera muchacha, sus hermanas le gritaron :
-¡No te acerques! Ese pato está encantado y te ocu­rrirá como a nosotras.
Pero la muchacha no hizo caso de la advertencia y se acercó a sus hermanas, quedando inmóvil como ellas.
A la mañana siguiente, Simplón se puso el pato de oro debajo del brazo y tomó el camino de su casa. Distraído, no se dio cuenta de que las tres hermanas le seguían, unidas por las manos y sin poder despegarse.
Al pasar por la plaza del pueblo, el alcalde, que estaba tomando el sol, se quedó con la boca abierta al ver aquella extraña procesión.
-¿No os da vergüenza, chiquillas alocadas? ¿Por qué corréis detrás de ese muchacho?
El alcalde cogió la mano de la hermana más pequeña, para separarla de las otras, pero así que la hubo tocado, se quedó pegado a ella sin poder desprenderse.
-¡Alto! ¿Qué sucede aquí? -gritó un soldado. ¿A qué viene ese alboroto?
El soldado se acercó al alcalde para pedirle una explica­ción pero, al tocarle, quedó pegado a él y tuvo que seguir a los demás.
Al soldado se unió un campesino, después una niña y al fin una señora gorda que se dirigía al mercado.
Caminando, caminando, Simplón y sus acompañantes a la fuerza llegaron a un país donde había un rey que estaba muy preocupado porque su única hija estaba muy triste y nada podía hacerla reír.
-¡Ja, ja, ja, ja, ja! -rió la princesa al ver a Simplón y su extraña comitiva.
El rey, que había prometido una valiosa recompensa a quien hiciera reír a su hija, preguntó a Simplón:
-¿Qué deseas, hijo mío?
-Deseo la mitad de tu reino -respondió Simplón.
Al rey, naturalmente, no le gustó la petición del mucha­cho y puso todo género de dificultades.
-Te daré la mitad de mi reino -le dijo- si puedes encontrar a un hombre que se beba toda una bodega llena de barriles de vino.
Simplón volvió al bosque donde había encontrado al hom­bre de la barba blanca. Pero en su lugar vio a un hombre con la nariz muy encarnada y cuyo rostro demostraba una gran tristeza. Simplón le preguntó qué le sucedía y el hombre re­puso:
-Me muero de sed y no me gusta el agua. Me bebería una bodega llena de barriles de vino.
-Vente conmigo -le prometió Simplón- y te daré todo el vino que quieras.
Lo llevó a la bodega del rey y el hombre de la nariz roja se bebió todo el vino.
-¿Me darás ahora la mitad de tu reino, señor?
-Te la daré -dijo el rey- si encuentras un hombre capaz de comerse una montaña de pan.
Simplón volvió al bosque y encontró a un hombre muy gordo que, como el bebedor de vino, estaba muy triste.
-¿Qué te ocurre? -preguntó el muchacho.
-Tengo hambre. Me he comido siete panes enteros, pero todavía tengo más hambre.
-Levántate y ven conmigo -dijo Simplón. Te daré todo el pan que quieras.
Lo llevó a la plaza del pueblo, donde el rey había orde­nado colocar una verdadera montaña de panes. El hombre del bosque empezó a comer pan y, al cabo de unas horas, de la enorme montaña no quedaban ni las migas.
Por tercera vez, Simplón solicitó la recompensa que el rey le había prometido.
Pero el rey encontró una nueva excusa.
-Te daré la mitad de mi reino -prometió solemnemen­te- si me traes un barco que lo mismo pueda navegar por el agua que volar por el espacio.
Simplón volvió al bosque y esta vez encontró al hombre de la barba blanca.
-Tú fuiste generoso conmigo -le dijo el hombrecillo- y voy a darte el barco que te ha pedido el rey.
A la mañana siguiente, el rey y sus cortesanos vieron un hermoso barco que se acercaba a la playa con las velas des­plegadas .
Antes de llegar a tierra, el barco se remontó por los aires y después de dar algunas vueltas por encima de la ciudad, aterrizó frente al palacio del rey.
-Esta vez no puedo negarte lo que te prometí -dijo el monarca. Tuya es la mitad de mi reino.
Simplón mandó llamar a sus padres y a sus hermanos y, en su compañía, se dedicó a gobernar la mitad del reino que le había regalado el rey.
Al cabo de unos años, Simplón y la hija del rey se casaron y el reino volvió a ser uno solo, ya que el rey, cansado de re­gir los destinos de sus súbditos, se quitó la corona y se mar­chó al campo a descansar.
Simplón y su esposa, cuando tienen tiempo, visitan al pato de oro al que han construido un hermoso y limpio cobertizo en un rincón del jardín del palacio.
-A él se lo debemos todo -dijo Simplón cierta vez.
-No, esposo mío -respondió la princesa. Se lo de­bemos a tu generosidad con el hombrecillo de la barba blan­ca. Si no hubieras repartido con él tu comida, jamás nos hu­biéramos conocido.

0.999.1 anonimo cuento - 035

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