Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

miércoles, 13 de junio de 2012

El pincel prodigioso de ma liang


Ma Liang era el chiquillo más pobre de aquella aldea. Había quedado huér­fano muy pequeñito, y desde la más temprana edad se había visto obligado a ganarse la vida de mil maneras; unas veces recogía leña y vendía luego los haces por unos miserables sapeques; otras, iba junto al río, y como se daba muy buena maña para pescar volvía luego al pueblo con una buena cesta de plateados peces; otras, en fin, se prestaba a hacer algún recado y era recompensado por ello.
Como a todos los niños, a Ma Liang le gustaba corretear y jugar en el cam­po, sobre todo en primavera cuando los prados se cubrían de hierba y flo­recían los árboles, cubriéndose sus co­pas de delicados tonos blancos y rosa­dos; pero lo que más le gustaba a Ma Liang era dibujar. Su mayor anhelo habría sido aprender a pintar en la es­cuela de algún gran maestro de la ca­pital, pero en el pueblo todos le decían que no se forjara ilusiones porque sien­do tan pobre jamás lograría verlas col­madas.
Un buen día en que Ma Liang acaba­ba de vender unos cuantos haces de leña, que había recogido entre la ma­leza del bosque, pasó por delante de la escuela y vio que el maestro estaba pin­tando un paisaje con ayuda de un pin­cel. Ma Liang se quedó extasiado con­templando aquel instrumento. ¡Qué maravilla si él pudiera llegar a poseer otro igual! Sin pensarlo ni un momen­to entró en la escuela y dirigiéndose al maestro le dijo:
-Honorable maestro, desearía aprender a pintar. ¿Podríais darme un pincel?
El maestro se lo quedó mirando, después levantó la voz y le dijo:
-¡Nunca he visto desfachatez igual! ¡Desde cuándo un pordiosero se atre­ve a pedir que le enseñen la más subli­me de las artes!
Ma Liang se quedó muy triste al oír aquello, pero como era un muchachi­to valeroso no se arredró por tan poca cosa. Se encogió de hombros y se mar­chó de allí, pero se juró a sí mismo que nadie ni nada le haría desistir de practicar su mayor afición.
A partir de aquel día se puso a di­bujar con más ahínco que nunca; a falta de pincel utilizaba lo primero que le venía a mano. Si iba al bosque a recoger ramitas cogía una de ellas y sobre la arena se esmeraba en reprodu­cir todo lo que veía; los pájaros, los árboles y las florecillas silvestres que­daban reproducidos en la arena de un modo magistral. Otras veces, cuando iba a pescar junto al río, mojaba el dedo en el agua y sobre las piedras de la orilla dibujaba los peces de mil co­lores, que surcaban las verdes aguas, y luego cuando volvía a su improvisado hogar, a su pequeña caverna, con un estilete rascaba la roca hasta conseguir dibujar en ella los más variados obje­tos de uso doméstico; gracias a los dibujos del pequeño pintor, la cueva resultaba un lugar verdaderamente pre­cioso. Ma Liang, sin embargo, mientras hacía sus dibujos en la pared, a menu­do suspiraba diciendo: «¡Ay, si pudie­ra tener un pincel, mi dicha estaría col­mada! »
Los años fueron pasando. Ma Liang era ahora ya un apuesto mancebo, pero seguía viviendo en su caverna y era casi tan pobre como antes. Todavía se­guía suspirando por lo mismo, por po­seer un pincel. Ahora trabajaba más que cuando era sólo un niño, pero aún así siempre encontraba algún momento para dedicarlo a su ocupación favorita: dibujar en la arena los seres y las co­sas que tenía ante su vista.
Cierta noche, Ma Liang después de una agotadora jornada de trabajo se había quedado profundamente dormi­do. De pronto le pareció oír una extra­ña voz. Se levantó sobresaltado y miró a su alrededor, pero nada vio. Se asomó luego por el hueco de la puerta y se encontró de repente ante un venerable anciano, que sonriendo' benévolamente le dijo:
-Honorable Ma Liang, los dioses en premio a tu honradez y buen corazón han decidido premiarte con algo que espero será de tu agrado.
Al decir esto tendió hacia el joven dibujante un objeto largo y brillante terminado en un pequeño penacho de fino pelo. Ma Liang se quedó mirando aquel objeto lleno de emoción. ¡Era un pincel! ¡Un maravilloso pincel con mango de oro macizo, que brillaba como los rayos del sol!
-Sí, Ma Liang -dijo el anciano-, es un pincel, un pincel mágico, úsalo siempre para hacer el bien.
-¡Oh, gracias, honorable anciano, muchas gracias, entrad si os place en mi humilde morada!...
Ma Liang en aquel momento se que­dó boquiabierto al ver que estaba ha­blando solo. El anciano había desapa­recido. ¿Habría sido todo un sueño? No, no había sido sólo un sueño. Él es­taba de pie en el umbral de su choza y en sus manos el maravilloso pincel de oro relucía con extraños reflejos. Ma Liang estaba loco de alegría. Entró en la cueva precipitadamente y en un pe­queño rincón de la roca, donde aún no había nada dibujado, empezó a pintar un pájaro de suaves colores. «Verda­deramente el pincel era un objeto má­gico», pensó Ma Liang, porque no tenía necesidad siquiera de utilizar pintura. El pincel pintaba exactamente todo lo que la fértil imagina-ción de Ma Liang deseaba. El pájaro pronto estuvo ter­minado. De repente ante la tremenda sorpresa de Ma Liang el pájaro pió dulcemente y emprendió un ancho vuelo hacia el inmenso firma-mento azul. Ma Liang estaba contentísimo. Sa­lió corriendo de su casa y se fue junto al río; rápidamente pintó un pececito en las rocas. Tan pronto como estuvo terminado, el brillante pez movió ale­gremente sus aletas y de un ágil salto se sumergió en la profundidad de las aguas verdes.
Viéndose en posesión de un tal ta­lismán, Ma Liang se juró que iba a re­mediar la pobreza de todos sus ami­gos. Al día siguiente de buena mañana se plantó en el sitio más concurrido del pueblo y empezó a decir a grandes voces:
-Venid, venid todos, y decidme qué es lo que necesitáis.
Todos le miraban extrañados, pero como le conocían de toda la vida y sabían que era un muchacho con un corazón de oro hicieron lo que éste les decía, y uno empezó a decir:
-Yo necesitaría un arado...
Ma Liang rápidamente dibujó un arado formidable y acto seguido el buen campesino se encontró con él en las manos. Al ver tal cosa todos pro­rrumpieron en exclamaciones de admi­ración; luego se produjo un verdadero tumulto de voces:
-Ma Liang, yo necesito una carre­ta, yo una lámpara, yo una túnica nue­va, yo un sombrero para preservarme de los rigores del sol cuando estoy tra­bajando en el campo...
Ma Liang tuvo que imponer un poco de orden porque era tal el griterío que no se enteraba ni de lo que le pedían.
La historia de Ma Liang y de su mágico pincel pronto se extendió por toda la región. Un rico y codicioso pro­pietario decidió aprovecharse de las prodigiosas cualidades de aquel pincel inmediatamente. Envió a dos servido­res a buscar a Ma Liang y lo hizó traer a su presencia. Cuando lo tuvo ante él le dijo orgullosamente que a partir de aquel momento tendría que pintar todo lo que él le ordenara. Ma Liang, a pe­sar de su juventud, era un chico de mucho carácter y recordaba muy bien las palabras del venerable anciano que le había dado el pincel. Le había dicho que sólo se sirviera de él para hacer el bien y aquel rico mercader ya sabía él que no quería usar del pincel mágico con buen fin. Lo único que deseaba era saciar su codicia siempre insatisfecha. Tras pensarlo un momento, Ma Ling dijo con voz firme:
-Honorable señor, estáis muy equivocado si creéis que vais a utili­zarme para saciar vuestra codicia. No pintaré nada.
El rico mercader se enfureció tan­to con su respuesta, que al instante hizo encerrar al muchacho en un establo vacío e inservible.
Lo hizo meter allí porque tenía unas paredes muy altas que resultaban to­talmente imposibles de escalar. El mal­vado y codicioso comerciante juzgó que de aquel lugar el muchacho por más que lo intentase no iba a poder salir.
Hacía ya tres días que el comercian­te había hecho encerrar a Ma Liang en el establo. Al anochecer del tercer día cayó una gran nevada, y entonces el perverso mercader se dijo: «Ma Liang ya debe haber muerto de frío o de hambre; voy a ver, miraré a través del agujero de la cerradura.»
Sin pensarlo ni un momento más se acercó a la puerta y miró por el ojo de la cerradura. Lo que vio le dejó estu­pefacto. Ma Liang estaba cómodamen­te sentado sobre una hermosa piel, al lado de una magnífica estufa sobre la que humeaba una gran sartén llena de galletas y golosinas que Ma Liang iba comiendo despacio y muy satisfecho. El mercader no podía creer lo que veía. «No cabe duda -pensó- que Ma Liang se ha servido del pincel para ob­tener todo esto, tengo que apoderarme de este objeto sea como sea.» Entonces, a grandes voces, dio orden a diez de sus servidores de que penetraran en el establo y mataran a Ma Liang; lue­do entraría él a coger el pincel.
Pero Ma Liang había oído la orden que acababa de lanzar el mercader y a toda prisa dibujó una larga escalera junto a la pared. En aquel preciso ins­tante entraron los criados del comer­ciante, pero ya Ma Liang había subido hasta arriba de la escalera y acababa de saltar al otro lado del muro. El co­merciante, rojo de ira al ver aquello, empezó a trepar a su vez por la esca­lera, pero. antes de llegar al tercer pel­daño, aquélla había desaparecido y el rico y gordo mercader cayó al suelo estrepitosamente.
Ma Liang cuando se vio libre decidió marcharse de allí rápidamente. Tenía que irse lejos, lo más posible, si no el rico mercader no dejaría de perseguirle hasta darle muerte. A toda prisa dibujó un soberbio caballo y cuando éste tuvo vida montó en él y se alejó al trote de allí; pero aún no había tenido tiempo de salir del pueblo cuando se vio per­seguido por el mercader y sus servido­res; montaban también éstos soberbios corceles y se dirigían hacia él raudos como el viento blandiendo sus sables desnudos en el aire. Ma Liang siguió galopando, y a toda prisa dibujó un ga­rrote. Lo arrojó sobre el mercader y éste cayó del caballo. Los servidores le atendieron y el muchacho tuvo tiem­po suficiente de escapar.
El joven pintor cabalgó día y noche. Quería alejarse lo más posible de su al­dea para verse libre de todo riesgo. Por fin, tras haber recorrido leguas y le­guas, consideró que había llegado lo bastante lejos y descabalgó. Se instaló en una pequeña ciudad; la población le pareció rica y próspera. Inmediata­mente empezó a pensar a qué se dedica­ría para ganarse la vida. No quería pintar tal como lo había hecho hasta entonces porque no deseaba llamar la atención. En aquel momento se le ocu­rrió una idea: recordó que con el pin­cel mágico también podía llegar a pintar cuadros normales, bastaba con que no los dejara terminados. A partir de aquel momento, empezó pues a pin­tar cuadros, pero siempre procuraba olvidarse algún detalle con lo que con­seguía que el dibujo permaneciera so­bre la tela. Su fama pronto se extendió por toda la ciudad; la gente, sin embar­go, se extrañaba un poco de la rara manía del joven pintor. A menudo so­lían decir:
-Es curioso, es un gran maestro, mas siempre tiene el capricho de no ter­minar sus cuadros. Verdaderamente los artistas son gente un tanto extraña.
Un buen día, Ma Liang estaba có­modamente sentado ante su mesa pin­tando una grulla de soberbio plumaje. Con tanto entusiasmo pintaba que es­tuvo a punto de acabar totalmente el dibujo: sólo le faltaba un ojo a la gru­lla, pero se dio cuenta a tiempo y ex­presa-mente omitió dibujar aquel deta­lle. En un momento de distracción, con el codo, sin darse cuenta, le dio un li­gero empujón a una botellita de tinta china que tenía sobre la mesa y se vertió una gota que fue a caer precisa­mente en el lugar del ojo de la grulla inacabada. Inme-diatamente ésta, ante el asombro de todos los presentes, em­prendió el vuelo hacia las nubes.
La fama de Ma Liang de nuevo em­pezó a extenderse más de lo que éste habría deseado. Pronto llegó a oídos del mismísimo emperador; alguien se apre­suró a describirle los extraordinarios hechos de que eran autores Ma Liang y su pincel. El emperador, hombre per­verso y sanguinario, mandó que tan ex­traordinario personaje fuera llevado ante su presencia inmediatamente. Ma Li-ang, cuando vio llegar a los dos em­bajadores del celeste emperador a su casa, se puso de muy mal humor. Pen­só: «El rico mercader era un avaro de corazón cruel, pero según me han con­tado el emperador y toda su familia son aún peores.» Mas no se atrevió a desobedecer la orden del emperador y de mala gana siguió a los chambcla­nes hasta la capital.
El emperador estaba sentado en una de las salas principales; su cara re­flejaba una gran satisfacción. Acababan de anunciarle que el pintor provisto de su prodigioso pincel estaba esperan­do ser recibido en palacio. El empera­dor mandó hacerle pasar en seguida.
-¿Eres tú, Ma Liang, el pintor? Me han asegurado que haces maravillas con tu pincel mágico. ¿Es cierto?
-Lo es.
-Espero que con tu pintura serás más expresivo que con tus palabras -le contestó encolerizado el empera­dor-. Pinta ahora mismo para mí un ave fénix y un dragón.
Ma Liang puso manos a la obra. Al cabo de unos momentos un horrible sapo y una gallina desplumada empeza­ron a dar vueltas alrededor del empe­rador. Aquellos dos bichos eran tan feos que daba pena mirarlos. Además olían tan mal que todos los cortesanos tenían que taparse la nariz para no des­mayarse. El emperador se puso hecho una furia. De un manotazo arrebató el pincel mágico de manos de Ma Liang y echando saliva por la boca le dijo:
-¡Pronto sabrás lo caro que se paga burlarse del emperador! Guardias, ¡encerradle en la más negra mazmorra de la capital, ya decidiré luego lo que hago con él!
Ma Liang se vio, pues, privado de su pincel y encerrado en una lúgubre mazmorra, pero a pesar de todo no se arrepentía de haberse burlado de aque­lla forma del emperador. Recordaba que el buen anciano le había dicho que sólo podía servirse del pincel para ha­cer el bien, y el muchacho ya sabía que el emperador no desearía utilizar el pin­ceil con aquel fin. Sin embargo, Ma Liang estaba persuadido de que si aquel buen anciano -que debía ser al­gún inmortal- no intervenía, lo iba a pasar muy mal.
El emperador en cuanto se vio en posesión del pincel soltó una terrible carcajada y pensó para sí: «¿Para qué necesito yo de ese miserable pintor te­niendo el pincel mágico?» Al momento ordenó que le dejaran solo. En cuanto todos los cortesanos hubieron salido se apresuró a coger el pincel y empezó a pintar un montón de lingotes de oro, pero cuando dio la vuelta para regoci­jar su vista con la fabulosa riqueza que acababa de adquirir se halló ante sim­ples montones de piedras y eran tan altos los montones que algunas pie­dras, las que estaban colocadas más arriba, empezaron a caerse y una de ellas le dio en plena cabeza y le hizo un buen chichón.
El emperador se puso de nuevo fu­rioso y como era un hombre muy tes­tarudo cogió el papel otra vez y em­pezó a dibujar primero una viga de oro de tamaño normal, después la tachó e hizo otra más grande, pero antes de que la hubiera terminado su codicia era tanta que decidió pintar una viga mucho más larga, tan larga que no se terminaba nunca. De pronto lanzó un agudo chillido. Ante él en lugar de una viga de oro había aparecido un terri­ble dragón y estaba a punto de tragár­selo... El emperador sólo salvó la vida gracias a la pericia de sus guerreros que empezaron a disparar flechas y pudieron dar muerte al dragón antes de que se comiera al celeste empera­dor. Éste, ahora estaba mortalmente pálido del susto. ¡Sentía verdadero te­rror. Se acababa de dar cuenta de que aquel pincel sólo podía ser obra de los dioses y temió ser castigado seve­ramente si no lo devolvía a su legítimo dueño. Apresurada-mente llamó al pri­mer chambelán y le dio orden de traer de nuevo a su presencia al joven pin­tor. Se le había ocurrido una idea. Para congraciarse con Ma Liang le ofrecería la mano de la princesa, su hija, y un cofre lleno de monedas de oro y plata.
Ma Liang al momento fue sacado de la prisión y llevado a presencia del emperador. Ma Liang se mantenía muy erguido. Delante del perverso empera­dor no quería parecer cobarde. Estaba completamente convencido de que éste iba a dictar su sentencia de muerte. Cuál no sería su asombro al oírle de­cir que le concedía la mano de su hija y un cofre lleno de monedas de oro y plata. Además de devolverle el pincel, naturalmente. Ma Liang se alegró ex­traordinariamente al oír que le sería devuelto el pincel; los otros dos favo­res fingió agradecerlos también, pero ninguno de los dos le hacía gracia. Sa­bía que la princesa era tan mala como el resto de la familia imperial, y no le gustaba nada tener que casarse con ella. En cuanto al cofre lleno de mone­das de oro y plata tampoco lo deseaba porque ninguna falta le hacía. Sin em­bargo no quiso incurrir otra vez en las iras del emperador y fingió aceptar de buena gana lo que éste le ofrecía, pero en su interior estaba decidido a esca­par de allí en cuanto pudiera, aunque de momento aún no sabía ni cómo ni cuándo.
El emperador entonces le dio el pin­cel mágico y creyendo que Ma Liang ya estaba completamente de su parte le dijo muy sonriente:
-Ma Liang, me gustaría que me pintaras algo verdaderamente bello.
Empezó a reflexionar y al cabo de un rato decidió que lo mejor sería que le pintara el mar, consideró que si le pedía que le pintara una montaña tal vez se expondría al peligro de que hubiera en ella bestias salvajes.
Ma Liang aceptó. En dos trazos de pincel pintó el mar, un mar brillante y quieto como la pulida superficie de un espejo.
El emperador se quedó mirando el mar y luego dijo:
-Faltan los peces.
Ma Liang se apresuró a pintarlos, y al momento las límpidas aguas del mar se llenaron de preciosos pececillos de múltiples colores que se fueron mar adentro. El emperador que se estaba divirtiendo mucho viéndolos evolucio­nar bajo las aguas al verlos alejarse em-pezó a gritar:
-¡Traedme un bajel, traedme un bajel inmediatamente! Quiero ir mar adentro a ver los peces.
Ma Liang pintó un gran bajel con anchas velas y al instante pudo subir a él el emperador, los ministros y toda su familia. Ma Liang -a instancias del emperador hizo levantar la brisa con unas cuantas pinteladas y el bajel em­pezó a navegar mar adentro con las velas desplegadas.
Pero al emperador le parecía que el bajel no avanzaba todavía lo suficiente y empezó a gritar:
-¡Que sople más fuerte la brisa, que sople más fuerte la brisa!
Ma Liang cogió de nuevo el pincel y empezó a dibujar fuertes trazos sobre el cielo y el bajel empezó a navegar a toda vela. El emperador y su séquito consideraron entonces que el velero navegaba a excesiva velocidad y empe­zaron a gritar todos a un tiempo:
-¡El viento es demasiado fuerte, el viento es demasiado fuerte!
Pero Ma Liang no les prestó ningu­na atención, continuó dibujando las olas cada vez más altas, más altas...
El perverso emperador y sus minis­tros, unos hombres tan mal-vados como él que le ayudaban en todas sus fecho­rías, estaban aterrorizados. El bajel se movía entre las olas como una frágil cáscara de nuez a merced del viento.
Todos llamaban a Ma Liang, pero éste no les hacía caso. Presa de la ira, se había tomado la justicia por su mano -cosa siempre censurable- y seguía pintando los nubarrones cada vez más negros, y la espuma de las aguas cada vez más alta; de repente el velero empezó a girar peligrosamen­te sobre sí mismo. Ma Liang acababa de dibujar un enorme remolino y la nave de blancas velas se hundía en él cada vez más aprisa, más aprisa, hasta que de pronto dejó de verse para siem­pre. Se había sumergido en las profun­didades de las aguas junto con su si­niestra carga. El pincel mágico cumplía otra vez sus objetivos...

005. anonimo (china)

No hay comentarios:

Publicar un comentario