Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 13 de junio de 2012

El lector infatigable


Lang Yuh-tchou, pertenecía a una familia de funcionarios, algunos de cuyos individuos alcanzaron puestos bastante elevados; pero siempre se habían contentado con sus ingre­sos normales para vivir y no ahorraron más que una gran cantidad de libros, con los cua­les habían llenado una habitación de vastas proporciones. En cuanto a Yuh-tchou, era un hombre en extremo original. Como carécia absolutamente de dinero, tuvo que resignarse a vender todo lo que se hallaba en la casa, excepción hecha de los libros, pues no se des­prendió de uno solo de ellos. Su padre, mien­tras vivía, escribió un día el capítulo de la "Exhortación al estudio", que pegó en la pa­red, a la derecha de su sillón.
"No hay ninguna necesidad, para enrique­cer tu casa, de que compres un campo fértil. En los libros encontrarás el grano a quintales. Tampoco es necesario, para albergar atu esposa, que te construyas una habitación de alto techo, pues, en los libros, hallarás una estancia construida con oro. Para casarte no sientas la ausencia de un intermediario, pues en los libros hallarás una mujer de precioso rostro, como el jade. Si sales, no debes echar de menos a ningún compañero, porque en los libros encontrarás coches y caballos magnífi­cos, y muy numerosos. Si quieres que, duran­te toda tu vida, se cumpla tu voluntad, lee los libros sagrados al lado de la ventana."
Lang recitaba todos los días estas frases y aun, con el temor de que se borrasen sus preciosos caracteres, las cubrió con una gasa transparente. No pensaba siquiera en crear­se una situación por medio del estudio, pues estaba convencido de que los libros contenían, realmente, gran abundancia de granos y de oro. De día y de noche se dedicaba a la lectura y a la escritura, sin reparar ni hacer el me­nor caso del calor y del frío.
A los veinte años no se había casado aún, porque siempre esperaba que de sus libros surgiera una mujer de belleza perfecta. Cuando alguien iba a visitarlo, él, sin preocu­parse de averiguar el motivo de la visita, después de cambiar algunas frases de corte­sía, empezaba a recitar, a pleno pulmón, sus sentencias favoritas y, naturalmente, el vi­sitante, que creía hallarse en compañía de un loco, se apresuraba a desaparecer.
Cada vez que el gran examinador pasaba por allí, su primera visita estaba destinada a Lang, que no se dejaba convencer y se ne­gaba a venderle sus libros.
Cierto día, en que se disponía a entregarse a la lectura, una ráfaga de viento le arrebató el libro de las manos. Persiguiéndolo, tropezó en un agujero del suelo, que encontró lleno de heno podrido. Rebuscó en aquella oquedad y pudo hallar cierta cantidad de grano depo­sitado muchos años atrás y que, naturalmen­te, estaba estropeado. Y aunque no habría po­dido utilizarlo para nada, Lang creyó que se cumplía la primera sentencia escrita por su padre y, con mayor encarnizamiento que an­tes, reanudó sus lecturas.
Otro día, encaramado en una escalerilla de mano, buscaba cierto libro en el estante supe­rior de su biblioteca, cuando, entre los desor­denados volúmenes, encontró una pequeña carroza de oro, de un pie de longitud. Ale­gre en extremo, reconoció en aquel objeto la cámara de oro y, en adelante, mostró a todo el mundo el hallazgo que había hecho. Pero entonces pudo enterarse de que la carroza no era de oro sino, simplemente, de metal do­rado, y Lang deploró el fraude cometido por los constructores de aquel lindo objeto.
Poco después, un antiguo compañero de su padre, ferviente adorador de Fo[1] obligado por sus funciones, tuvo que pasar por la ciu­dad y se apresuró a visitar a su amigo Lang.
Éste recibió el consejo de que le regalase la pequeña carroza, para que sirviese de hor­nacina a su dios; y, en recompensa, el amigo de su padre le dió trescientas monedas de oro y dos caballos. Eso dio a entender a Lang que, además de la cámara de oro, había obtenido el coche y los caballos, y ello, como se com­prende, le dio nuevos ánimos para dedicarse, únicamente, a la lectura. Tenía entonces treinta años; sus amigos le recomendaban que se casara, pero él les contestaba:
-Mis libros me proporcionarán una espo­sa de rostro semejante al jade. ¿Por qué, pues, he de preocuparme de no tenerla to­davía?
Pasó dos o tres años más, entregado por completo a la lectura de sus libros, aunque sin obtener el menor resultado; pero, en cambio, su manía fué causa de las numerosas burlas de sus amigos y conocidos.
Referíase entonces en el pueblo que había huido una estrella llamada La Tejedora. Al­gunos amigos, bromeando, dijeron a Lang que, sin duda, aquella hija del Cielo lo había abandonado en honor suyo. Lang comprendió que querían reírse a su costa y se abstuvo de contestarles.
Pero, cierta noche, mientras leía los Ana­les de los Han y cuando estaba hacia la mi­tad del octavo volumen, descubrió, entre las hojas, una diminuta figura femenina, recor­tada en un pedacito de gasa. Y, en extremo sorprendido, exclamó :
-¿Será ésta la mujer de rostro de jade que debe encontrarse entre los libros?
Trastornado, la contempló de cerca. Pare­cía vivir su mirada y luego advirtió que en el dorso de la figurita y, en pequeños caracte­res, estaba escrito: "La Tejedora".
Estupefacto ante aquella casualidad, pasó algunos días entre-tenido en guardarla entre las páginas del libro, para sacarla luego y entregarse a su contemplación. Realmente, Lang estaba medio loco y aquel suceso trivial le hizo perder el sueño y el apetito. Cierto día en que, como de costumbre, estaba entre­gado a su contemplación, la figurilla cobró, de pronto, corporeidad; sentóse en el libro y le dirigió una leve sonrisa. Asustado, Lang, se prosternó al lado de la mesa y, al ponerse nuevamente en pie, pudo observar que la fi­gurilla tenía ya una altura de unos treinta centímetros. Volvió a saludarla y ella, con la mayor gracia y suavidad, descendió de la mesa, con el aspecto propio de una linda mu­jercita. Entonces, Lang le preguntó quién era y ella, sonriendo, le dijo:
-Mi nombre es Rostro de Jade. Hace ya mucho tiempo que eres amigo mío y que me miras con ojos afectuosos. Y he llegado a te­mer que si yo no me presentaba a ti, tú no serías capaz de encontrarme ni siquiera en mil años. Adernás, me gusta mucho verte animado de una fe tan inconmovible.
Lleno de alegría, Lang la hizo sentar en un sillón, pero como había perdido el hábito de tratar a sus semejantes, sólo sabía entre­garse a la lectura y no acertaba, ni pensaba siquiera, en dirigir algunas palabras amables a su nueva compañera. Esta, enojada, acabó por prohibirle que se entragase a la lectura, diciéndole:
-Lo único que te impide conducirte con­migo como hombre delicado y cortés, es tu manía de leer constantemente. Ya habrás ob­servado que, ningún hombre, deseoso de agra­dar a una jovencita, está constantemente le­yendo como o haces tú. Por lo tanto, deja los libros en paz, porque, de lo contrario, me marcharé y no volverás a verme.
Lang obedeció durante unos días, pero lue­go olvidó su promesa y el deseo de su com­pañera y, sin darse cuenta de lo que hacia, arrastrado por su larga costumbre, volvió a dedicarse a la lectura de sus autores favor¡itos. Pero, a las pocas horas, buscó a su amada y ya no la pudo encontrar. Había desapare­cido.
Desesperado, se arrodilló para suplicarle que volviese, pero ella nó se presentó.
Entonces Lang recordó cuál había sido el primer escondrijo de su amada. Fue en busca del octavo volumen de los Anales de los Han, lo abrió suavemente y, en efecto, la descubrió en la página habitual. La llamó, pero la figu­rita no hizo el menor movimiento. Entonces él se prosternó, implorando su perdón. Y Rostro de Jade consintió en abandonar su es­condrijo.
-Ten en cuenta - le dijo - que si vuel­ves a desobedecerme, mi desaparición será definitiva.
La joven le hizo preparar un tablero de ajedrez y, todas las tardes, jugaba largas partidas con él, pero los pensamientos de Lang estaban siempre fijos en los libros y, en cuanto su compañera había desaparecido un instante, se apresuraba a sumirse en la lec­tura.
Pero, temeroso de que lo sorprendiera, ocultó muy bien el octavo volumen de los Anales de los Han, entre otros libros, a fin de que ella no pudiese hallarlo y refugiarse en el lugar acostumbrado.
Cierto día, cuando más entretenido estaba Lang, en una lectura, se presentó la joven. Él no advirtió, de momento, su presencia, pero cuando levantó los ojos quiso ocultar el libro, aunque en vano, porque la joven ya ha­bía desaparecido.
Asustado en extremo, la buscó entre vario, libros sin encontrarla, pero cuando, por fin, registró el octavo volumen de los Anales de los Han la encontró en la página habitual. Repitió sus súplicas, jurando que ya no vol­vería a leer nunca más. Ella consintió en abandonar el libro e invitó a Lang a jugar una partida de ajedrez, advirtiéndole:
-Si dentro de tres días no me has ganado una partida, te juro que me iré para no volver.
El tercer día, Lang consiguió arrebatarle dos peones, en la misma partida. Entonces ella, muy satisfecha, le entregó un laúd, con­cediéndole cinco días para aprender una pie­cecita. Con las manos envaradas y los ojos fijos en las notas, Lang no tenía momento de descanso, pero, al fin consiguió aprender la melodía, darse cuenta del compás y aun acabó por agradarle. Entonces la joven consintió en acompañarle a cenar y Lang se sin­tió tan feliz que, realmente, llegó a olvidar sus lecturas. Ella, por otra parte, le permitió salir de la casa. contraer amistades y, así llegó a ser considerado como hombre exce­lente y muy amable.
—Ahora - le dijo ella un día- ya eres como los demás.
Pero Lang se había enamorado profunda­mente de Rostro de Jade, y persuadido de que ya había logrado conquistar su afecto, le rogó que consintiera en casarse con él. La hermosa joven no tuvo ningún inconveniente en acce­der a ello y, a la mañana siguiente; contra­jeron matrimonio con las ceremonias y for­malidades propias del caso.
Cosa de un año después tuvieron un hijito y, como la madre no se hallaba en estado de criarlo, tomaron una nodriza para el pe­queño.
Cierto día la joven dijo a su esposo:
-Hace ya dos años que vivo contigo y he­mos tenido un hijito, de modo que ya pode­mos separarnos. Durante mucho tiempo temí ser la causa de tu desgracia, pero ahora ya es demasiado tarde para lamentar lo ocu­rrido.
Lang se echó a llorar, dejóse caer de rodi­llas y exclamó:
-Si no por mí, ¿es posible que quieras marcharte abandonando a nuestro hijo?
-Ya veo -le contestó ella- que no ten­go más remedio que quedar-me. Pero es ab­solutamente necesario que, a cambio de eso disperses todo lo que se encuentra en los es­tantes de tu biblioteca.
-Recuerda -objetó Lang- que ésa fué tu vivienda y que es toda mi vida. ¿Cómo es posible que me pidas tal cosa?
Ella no insistió, pero le dijo:
-Sé perfectannente lo que ha de ocurrir y, por lo menos, estoy satisfecha de haberte pre­venido.
Numerosos parientes y amigos de Lang habían tenido ocasión de ver a su esposa y sintieron tanto mayor asombro cuanto que ignoraban en absoluto su origen. Cuando in­terrogaban a Lang, éste guardaba silencio, deseoso de no mentir. Pero el rumor de aquel extraño acontecimiento acabó por difundirse en la población y llegó a oídos del Prefecto, joven licenciado del Fou-kien. Tal suceso le intrigó sobremanera y quiso conocer, a toda costa, a la desconocida belleza. Para lograrlo, hizo llamar a Lang y a su esposa, pero en cuanto ella lo oyó, ocultóse de tal manera que no fué posible encontrarla.
Irritado el Prefecto al ver defraudado su deseo, se apoderó de Lang, lo hizo desnudar y lo sometió a la tortura, con el fin de obligarle a que revelase el escondrijo de su esposa. Pero Lang, aunque llegó a quedar casi moribundo, no pudo descubrir cosa alguna. Igualmente torturaron a la nodriza, quien refirió lo poco que sabía.
De todo eso dedujo el Prefecto que aquella mujer debía de ser un demonio hembra y, con el fin de averiguar todo lo posible, se dirigió a la casa de Lang. Encontró allí tal cantidad de libros que le asustó la idea de examinarlos uno por uno, y ordenó que formasen un mon­tón con ellos en el patio de su palacio, para destruirlos por medio del fuego. El humo, en vez de disiparse, permaneció en aquel luga como sombrío torbellino.
Una vez Lang se vio nuevamente en liber­tad, obtuvo el permiso de volver a su casa, donde, aplicándose asiduamente al estudio, estuvo en situación de recibir aquel mismo año el grado de bachiller. Al año siguiente era ya licenciado. Pero guardaba en su cora­zón una cólera inmensa; y constante-mente, volviéndose hacia el rincón, donde, en otro tiempo, estuvo Rostro de Jade, rogaba así:
-Si eres un espíritu, ayúdame a ser ma­gistrado en el Fou-kien.
Y ocurrió que, efectivamente, fue enviado a aquella provincia, en viaje de inspección. A los tres meses emprendió una investiga­ción, acerca de las malversaciones que había cometido el Prefecto, y, en cuanto se hubo convencido de ellas, le hizo confiscar todos sus bienes.
El jefe de la Policía, que era uno de sus primos, habíase casado con la hermana del culpable y Lang la hizo comprar para condu­cirla a su residencia, en calidad de esclava. Y una vez hubo terminado el proceso, presen­tó su dimisión volvió a su país natal, en donde, en adelante, sólo se ocupó en la edu­cación de su hijo.

005. anonimo (china)

[1] Nombre chino de Buda

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