Hace
tiempo, vivían tres hermanos huérfanos con su abuelita. Vivían pobres,
torciendo hilo. El mayor quiso probar su suerte y salir.
-Voy a
buscar trabajo, abuelita.
-Pero, ¿a
dónde vas a ir, hijo? Podemos vivir bien, torciendo nuestro hilo.
El
muchacho insistió y la viejita no pudo convencerlo; viendo que de cualquier
manera se iría, le alistó su bastimento de posol. Y el muchacho se fue.
Caminando,
caminando, llegó hasta la casa de un rey. Preguntó si acaso tenían trabajo para
él.
-Cómo no,
hay varios: chapear el jardín (o sea arreglarlo), trabajar en el huerto o
cuidar a un chamaquito.
-Escojo
cuidar al chamaquito -dijo el muchacho. Se le hizo lo más fácil-. Y ¿cuáles son
las condiciones?
-El que
se enoje, pierde.
-Bueno,
está sencillo.
Comenzó a
trabajar. En la mañana sacó al niño. A la hora del almuerzo, al chamaquito se
le antojó ir al patio y le ordenaron al muchacho -para eso lo estaba cuidando-que
lo sacara. Y así, se quedó en ayunas.
Se
aguantó: "Al fin que al rato como", pensó. Pero a la hora de la
comida, se le antojó al niño de nuevo ir a otra parte y, por acompañarlo,
volvió a quedarse sin probar bocado. Tampoco en la noche lo dejó comer el
dichoso chamaquito. Y así, cada vez que estaba por sentarse, se quedaba con las
ganas. Puso mala cara. El rey le preguntó:
-¿Qué,
estás enojado?
-¡Cómo
quieres que no esté enojado si hace dos días que no como!
-Ah, pues
ya perdiste.
Ordenó
que lo apresaran, que le cortaran una nalga y que lo echaran a un calabozo.
En la
casa de la abuelita, el segundo hermano empezó con que también él quería salir.
Salió y le sucedió lo mismo que al mayor. En la cárcel se encontraron:
-¿Aquí
estás?
-Sí.
-Pues ya
somos dos.
El tercer
hermano quiso probar fortuna.
-Tengo
que ir a ganar dinero, como mis hermanos.
-Si no
han regresado, menos tú, que eres más chico. ¿Vas a dejarme solita?
-Como
sea, tengo que buscar mi destino.
Tanto
insistió que la abuelita se resignó.
-Ni
remedio, si te has de ir, vete -le dijo. Y le preparó sus provisiones como a
los otros dos hermanos.
Caminando,
caminando, llegó hasta el palacio del rey; también a él le dijeron:
-¿Quieres
chapear el jardín, arreglar el huerto, o cuidar al chiquito?
-Cuidar
al chiquito -dijo rápidamente.
Y le
dijeron la condición:
-El que
se enoja pierde.
-¿Parejo
para todos?
-Parejo.
-Bueno.
Le
entregaron al niño, para que se encargara de atenderlo.
-Tienes
que darle todo lo que quiera, llevarlo a donde te pida. Que esté contento -le
recomendaron.
Al otro
día sirvieron el desayuno. No se acababa de sentar cuando el chiquito quiso
salir al patio.
-Joven,
lleva al niño al patio.
-¡Cómo
no!
Cargó la
mesa con todo y comida, agarró al niño y lo sacó al patio, arrastrándolo. Ya en
el patio, lo aventó en un rincón y se sentó, sin pena, a desayunar. Acabó, dejó
tirados los platos sobre la mesa y, jalando al niño de la oreja, lo llevó de
regreso a la casa.
Lo mismo
sucedió a la hora de comer, y por la noche.
-Si sigue
así nos va a matar al niño -protestó la reina. Regáñalo.
Mandó
llamar al muchacho. Con voz calmada le dijo:
-Mira,
joven, el chiquito creció muy rápido; yo creo que mejor te vas para la
hacienda, allá tenemos muchos peones.
-¿Qué, ya
te enojaste, rey?
-No, no
es eso. El chiquillo ya creció, te digo, y te vas a ir para la hacienda.
Al día
siguiente se fue para la hacienda. Allí estaban trabajando todos los peones del
rey. En la hacienda había miel, fruta, ganado.
Comenzó a
preguntarles a los peones:
-Y a
ustedes, ¿les dan miel para comer?
-No.
-Ah, pues
traigan sus hachas y vamos a tirar los panales: de ahora en adelante todos van
a comer miel.
Los
peones lo obedecieron. Tiraron todas las colmenas y acabaron con toda la
cosecha.
Al otro
día volvió a preguntarles el muchacho:
-¿Qué
comen? ¿Les dan carne?
-No.
-Pues de
ahora en adelante, todos van a comer carne.
Y ordenó
que mataran varias reses.
Al tercer
día dijo:
-Si
llegara a venir el rey, ni cuenta nos daríamos. Vamos a tumbar unos cuantos
árboles para poder ver el camino.
El rey se
asomó a la ventana, desde su casa, y sorprendidísimo se dio cuenta de que se
podía ver el rancho.
-Ave
María, mira nada más lo que hizo ese loco.
-No te
enojes porque pierdes -le recordó la reina.
Fue hasta
el rancho y vio los destrozos que había ordenado su capataz: ya no tenía miel,
ni fruta, ni ganado.
-¿Estás
enojado? -le preguntó el muchacho.
-No, eso
no -dijo el rey disimulando su coraje, pero te vas a venir para la casa, tengo
otro trabajo para ti.
-Y ahora,
¿qué haremos? -le preguntó a la reina.
-Vamos a
invitarlo a pasear al cenote, y cuando se duerma, lo echamos al agua para
deshacernos de él.
-¿Tú
crees?
-Sí,
hombre.
El rey
mandó traer al muchacho y le ordenó:
-Mañana
temprano ensillas tres caballos: uno para la reina, otro para mí y otro para
ti; vamos a ir a pasear.
-Se me
hace que ya te enojaste por lo del rancho -le dijo el muchacho.
-No, no
es eso.
-¡Menos
mal!
Tempranito
al día siguiente el muchacho tuvo listos los caballos. Hizo todo al revés, no
como le dijeron: él agarró la mejor montura y el mejor animal; al rey y a la
reina les dejó unos pencos flacos.
-¡Éste no
es mi caballo! -protestó el rey.
-Ya lo
sé, pero el tuyo me gustó para montarlo yo. ¿No te enojas, verdad?
-No.
¡Vámonos!
Salieron.
Adelante iban los caballos del rey y de la reina; para que se apuraran a
caminar el muchacho les pegaba con su cuarta; de paso chicoteaba a los reyes.
-¡Muchacho,
ten más cuidado!
-¿Qué, te
estás enojando?
-No, pero
a ver si tienes más respeto.
-Se me
hace que te estás empezando a enojar.
-No...
-Pues
apúrense entonces -y más les pegaba.
Llegaron
al cenote al atardecer. El rey y la reina estaban molidos: todo el día habían
cabalgado en malas monturas y recibiendo golpes. Se acostaron. La reina se
durmió inmediatamente. Cuando empezó a roncar, el muchacho la pasó a la hamaca
que él ocupaba y se cambió a la de la reina. Al rato oyó al rey:
-Despiértate,
ya se durmió ese tonto.
-¿Ya? -dijo
el maldoso fingiendo la voz.
-Ya.
Descolgaron
la hamaca en la oscuridad y la balancearon: una, dos y tres... ¡Pram!, cayó al
cenote. Se asomaron.
-Señor
rey, ¿por qué tiraste a tu mujer al agua?
-¡Era la
reina! ¡Muchacho diablo!
-Pues sí,
era ella. ¿Ya te enojaste?
-¿Y cómo
no me había de enojar? Por tu culpa mi hijo casi se queda sin orejas, mi rancho
se quedó sin miel, sin fruta y sin reses; me golpeaste todo el día y, para
acabar, hiciste que tirara a la reina al cenote. ¡Y quieres que no me enoje!
-¡Pues ya
perdiste!
El rey
dejó de ser rey; le dio su corona y todos sus bienes al muchacho, porque le
había ganado la apuesta. Cuando regresó al palacio rescató a sus hermanos.
-Ustedes
no supieron hacer bien las cosas; pero ahora, somos dueños de todo esto.
Mandaron
traer a su abuelita, vivieron muy felices y nunca más volvieron a torcer hilo.
Desde entonces supieron muy bien no enojarse, sobre todo los dos que nunca
pudieron volver a sentarse a gusto.
Recopilación de: Elisa Ramírez y Ma. Ángela
Rodríguez
069. Maya
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