Uno de
los habitantes de un pequeño pueblo de Castilla debía dinero a casi todo el
mundo. Tantas deudas acumuló que llegó un momento en que le resultó imposible
pasear tranquilo por la calle porque todos los vecinos se le acercaban reclamándole
el dinero que les debía.
Para
terminar con esta terrible situación se metió en la cama y se fingió enfermo.
Todo el pueblo pasó por su casa para visitarle. Él se quejaba tanto y fingía
tan bien la inexistente enfermedad que daba mucha pena y los vecinos, pensando
que se iba a morir, comenzaron a perdonarle las deudas.
-¡Pobrecito,
qué enfermo está! -dijo el molinero- yo le perdono lo que me debe.
-¡Qué
mala cara tiene! -decía el lechero- yo también le perdono.
Y así, poco a poco, todos los vecinos del pueblo fueron perdonándole las
deudas, todos menos uno: el sastre, que siempre decía:
-¡Pues a
mí me debe un real y me lo tiene que pagar!
Aunque
los otros vecinos le rogaban que le perdonara el real, porque el pobre se
estaba muriendo, el sastre continuaba diciendo:
-A mi me
da igual que esté enfermo porque... ¡a mí me debe un real y me lo tiene que
pagar!
Cuando el
falso enfermo se convenció que el sastre nunca le iba a perdonar la deuda
decidió fingir su muerte. Lo metieron en un ataúd y lo llevaron a la Iglesia del pueblo.
Cuando
empezó a hacerse de noche los vecinos se fueron a dormir a sus casas, excepto
el sastre que, como no se fiaba, decidió esconderse en uno de los
confesionarios de la Iglesia
para vigilar al falso muerto.
Por la
noche entraron en la Iglesia
doce ladrones para repartirse el botín de sus robos y pillerías. Aunque sólo
eran doce el capitán de los bandidos ordenó hacer trece montones de monedas de
oro. Cuando acabaron el reparto dijo:
-¡Ese
montón que sobra será para el que se atreva a darle una puñalada al muerto!
Se
adelantó el más valiente de los bandidos, desenvainó su puñal y con paso
decidido se acercó al ataúd.
Cuando el
falso muerto vio que lo iban a matar de verdad dio un gran salto, se puso de
pie y agitando los brazos gritó con todas sus fuerzas:
-¡Venid
difuntos!
El
sastre, para ayudarle, derribó el confesionario haciendo mucho ruido y gritando
también:
-¡Allá
vamos todos juntos!
Ante
semejantes apariciones los bandidos huyeron despavoridos y no pararon hasta
llegar a lo más profundo del bosque. Allí, al acordarse del tesoro que habían
abandonado, el capitán ordenó a uno de ellos:
-Acércate
a la Iglesia
y entérate de lo que está pasando.
Entretanto
el sastre y el falso difunto se estaban repartiendo las monedas de oro que los
bandidos habían abandonado en su huida. Cuando acabaron el reparto el sastre
que no se olvidaba del real que le debía dijo:
-Ahora
¡dame mi real!
En ese
preciso momento llegó el bandido y al oír al sastre salió corriendo hacia el bosque
y dijo a sus compañeros:
-No hay que pensar en volver por el tesoro,
¡hay tantos difuntos en la
Iglesia que sólo tocan a un real!
(Versión infantil,
"El huevo de chocolate")
999. Anonimo
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