Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 3 de junio de 2012

Reynard, el perro bermejo

Oh, es un tipo muy inteligente, Rey­nard, el Perro Bermejo; el zorro, como supongo que todos le lla­máis. ¿Habéis oído alguna vez de qué manera se desembaraza de sus pulgas? Busca y busca, hasta que elige un mechón de lana: entonces, lo coge con la boca, baja hasta el río, vuelve su cola hacia la corriente y se adentra de espaldas en ella. Cuando el agua llega hasta sus ancas, las diminutas pulgas son arrastradas por ella, y cuanto más profundamente se zambulle, más pulgas se van, hasta que, al final, sólo su hocico y su mechón de lana asoman por encima de la corriente; entonces, las pequeñas pulgas corren todas hasta su hocico y, de allí al mechón de lana. Inmediatamente, el zorro sumerje su nariz, y pronto ésta se queda libre de ellas; luego, deja suelto el mechón de lana, y así, se ha librado de sus pulgas.
Ah, pero esto no es nada comparado con el modo en que atrapa patos para cenar. Primero recoge algo de brezo, y esconde su cabeza dentro de él, se desliza corriente abajo hasta el lugar donde los patos están nadando, éstos se acercan a él pues a todo el mundo le gusta una ramita de brezo flotante. Entonces, lo deja ir, y -ñam, ñam, ñam- hasta que no queda un pato vivo. Y es tan valiente como inteli-gente. Dicen de uno que, una vez, encontró una gaita sola tirada en el suelo, y, como estaba muy hambriento, empezó a mordisquear la bolsa: pero, tan pronto como hizo un agujero en ella, salió un chillido. ¿Se asustó el Perro Bermejo? En absoluto: todo lo que dijo fue: "Vaya, musica para cenar."

Una vez, un Perro Bermejo notó, durante algunos días la presen-cia cercana de una familia de chochas, y en seguida pensó en merendársela. Podía haber te­nido bastante con una, pero estaba resuelto a acabar con el lote entero -padre y dieciocho hijos-, todos tan parecidos que no podía distinguir uno de otro; ni siquiera al padre de los hijos.
"No sirve de nada matar a un hijo", se dijo el zorro, "porque el viejo se alarmará y volará lejos con los otros diecisiete. Me gustaría saber cuál de ellos es el anciano".
Con el fin de averiguarlo, puso su inteligencia a trabajar, y un día, que vio a todos ellos jugando en un cobertizo, se sentó a observarlos. Todavía no podía estar seguro.
"Ahora lo tengo", se dijo; "¡buen golpe, el del anciano! Le da de verdad", gritó.
"¡Oh!", respondió el que sospechaba que era el cabeza de la familia, "si hubieses visto los golpes de mi abuelo, ya podías haber dicho eso".
El astuto zorro se lanzó sobre el padre, y se lo comió en un santiamén, despues, atrapó y dispuso de los dieciocho hijos, que volaban aterrorizados por el granero.
Hacía mucho tiempo que un cazador intentaba atrapar a nuestro amigo el zorro, y ya había recorrido todos los parajes posibles durante la estación fría. Un día, al anochecer, se quedó dormido en su cabaña; y, cuando abrió los ojos, vio al zorro sentado con gran solemnidad junto al fuego. Había entrado por el agu­jero que había en el suelo para conveniencia del perro, el gato, el cerdo, y la gallina.
"¡Ajá!", dijo el cazador, "al fin te tengo". Y corrió a sentarse sobre el agujero, para impedir la escapada de Reynard.
"¡Ajá!" dijo el zorro, "pronto haré a ese estúpido levantarse de ahí". Entonces, cogió los zapatos del hombre, y los puso en el fuego, para ver si eso hacía moverse a su enemigo.
"No me voy a levantar por eso, caballero", dijo calmadamente el cazador.
A los zapatos siguieron los calcetines; chaquetón y pantalones compartieron seguidamente el mismo destino, pero todavía el hombre seguía sentado sobre el agujero. Por fin, el zorro, habiendo quemado la cama y las ropas de cama, dió fuego al montón de paja sobre el que yacía su carcelero, y las llamas se levanta­ron hasta el techo.
"¡No! ¡eso ya no lo aguanto!", gritó el hombre, levantándose de un salto; por donde el zorro, aprove­chándose del humo y la confusión, hizo su escapada.

Pero el Señor Reynard no siempre se salía con la suya.
Un día se encontró a un gallo, y comenzaron a charlar.
"¿Cuántos trucos sabes hacer tú?", le preguntó el zorro.
"Bueno", dijo el gallo, "podría hacer tres; ¿y tú cuantos puedes hacer?
"Yo podría hacer tres veintenas más trece", res­pondió el zorro.
"¿Qué trucos sabes hacer?", inquirió el gallo
"Bueno", contestó el zorro, "mi abuelo solía cerrar un ojo y daba un fuerte grito".
"Yo también puedo hacer eso", replicó el gallo.
"Hazlo", dijo el zorro. Y el gallo cerró un ojo y cacareó tan fuerte como nunca lo había hecho, pero cerró el ojo que daba al lado donde estaba el zorro, y éste lo aprovechó para cogerle por el cuello y correr con él. Pero la dueña del gallo lo vio, y le gritó, "¡suelta a ese gallo; es mío!"
"Replícale", dijo el gallo al zorro, "y dile: `Oh can­tora de dulce voz, es mi propio gallo', si eres capaz de hacerlo".
Entonces, el zorro al abrir la boca para decirlo que el gallo quería, dejó caer al gallo, y éste se subió a toda prisa al tejado de la casa, y, cerrando un ojo, soltó un tremendo grito.

Pero ése es el mismo zorro por el que el Señor Lobo perdió, hace mucho tiempo, su cola. ¿Nunca habéis oído la historia?
Un día el zorro y el lobo andaban juntos de corre­rías, y robaron un plato de gachas. En aquellos días, el lobo era el más grande de los dos animales, tenía la cola más larga, como la de un galgo, y los dientes más grandes.
El zorro tenía miedo de él, y no se atrevió a decir ni palabra aún cuando el lobo se comió la mayor parte de las gachas, dejando tan sólo un pequeño resto en el fondo del plato para él; pero decidió para sí que lo castigaría por eso.
La noche siguiente, cuando estaban juntos otra vez, el zorro señaló la imagen de la luna en una charca helada, y dijo:
"Huelo a queso del mejor, y está ahí, mira." "¿Y cómo vas a hacer para conseguirlo?", pre­guntó el lobo.
"Tú espera aquí, mientras voy a ver si el granjero está dormido. Y tú pon la cola dentro, así nadie la verá ni sabrá que está ahí. Mantenla bien quieta. No tar­daré mucho en volver."
Y el lobo se tumbó, y puso su cola sobre el hielo a la luz de la luna, y la tuvo allí una hora, hasta que se quedó pegada. Entonces, el zorro, que había estado observándolo, corrió a la casa y gritó para que el gran­jero le oyera: "¡El lobo está ahí fuera; y se quiere comer a los niños!, ¡el lobo! ¡el lobo!"
Entonces, el granjero y su mujer salieron con esta­cas para matar al lobo, y el lobo que los vio se dio a la fuga, dejando atrás su cola fuertemente pegada al hielo. Y es por eso que el lobo ha tenido, desde enton­ces, una cola rechoncha y corta, mientras que el zorro tiene una cola larga y lanuda.

Un día, poco después de esto, el Señor zorro vio a un magnífico gallo y a una lustrosa gallina, y en seguida los quiso para cenar; pero, cuando lo vieron aproximarse, ambos volaron hasta la cima de un árbol. El zorro, sin embargo, no se desanimó, y enta­bló conversa-ción con ellos, invitándoles, al fin, a dar un paseo con él.
No había peligro, les dijo, ni debían tener miedo de que les hiciera ningún daño, porque había paz entre el hombre y las bestias, y entre los distintos animales.
Por fin, después de mucha palabrería, el gallo le dijo a la gallina, "querida, ¿no ves un par de sabuesos venir campo a través?", como único medio de librarse de tan incómodo asedio y así salvar la vida.
"Sí", exclamó la gallina, "y pronto estarán aquí".
"Si es así, creo que es hora de que me vaya", dijo el astuto zorro, "porque me temo que estos estúpidos sabuesos no hayan oído hablar de la paz".
Y puso sus pies a toda marcha, y no se detuvo a res­pirar hasta que llegó a su madriguera.
Pero el Señor Rory no había terminado aún con su amigo el lobo. Y fue a hacerle una visita, cuando su muñón se hubo curado.
"Menuda suerte tienes", le dijo al lobo. "Ahora que no tienes que llevar todo eso detrás, podrás correr con más ligereza."
"¡Aléjate de mí, traidor!", gritó el lobo.
Pero el Señor Reynard protestó: "¿De modo que soy un traidor, cuando no he venido a verte sino para decirte que he encontrado un cuñete de mantequi­lla?"
Después de mucho regañar y refunfuñar, el lobo accedió a ir con el Señor Zorro.
Y allá iban los dos juntos otra vez, el Perro Ber­mejo y el Perro Salvaje, el zorro y el lobo; y fueron bordeando la orilla del mar, hasta que encontraron el cuñete de mantequilla, y lo enterraron.
A la mañana siguiente, el zorro salió, y cuando vol­vió dijo que un hombre le había invitado a un bautizo. Y se arregló con excelentes atavíos, y se marchó, y ¿a dónde fue sino al barrilete de mantequilla? Cuando volvió a casa, el lobo le preguntó cómo se llamaba el niño, y él dijo que Cabeza Dentro.
Al día siguiente dijo que otro hombre había venido a invitarle a otro bautizo, y se dio otra vuelta por la mantequilla, y se comió la mitad o así. El lobo le preguntó, cuando estuvo de vuelta, el nombre del niño.
"Pues", contestó el zorro, "es un nombre bastan­tes extraño que yo, desde luego, no le pondría a mi hijo, si lo tuviera; es Mitad y Mitad".
A la mañana siguiente dijo de nuevo que un hom­bre desconocido le había invitado a otro bautizo; y otra vez fue a hacerle una visita al barrilete, y acabó con la mantequilla. Cuando regresó a casa, el lobo le volvió a preguntar por el nombre del niño, y él dijo que se llamaba Todo Acabado.
Al día siguiente le dijo al lobo que deberían traer el barrilete a casa. Y fueron por él, y cuando llegaron, no había ni sombra de mantequilla dentro.
"Vaya, seguro que tú has venido a visitarlo sin mí", dijo el zorro.
El otro juró que él no se había acercado allí para nada.
"No necesitas jurar; yo sé que sí has venido, y que has sido tú quien se la ha comido; pero sabré por ti mismo, cuando lleguemos a casa, si has sido tú o no quien se ha terminado la mantequilla", dijo amena­zante el zorro.
Se fueron de allí, y cuando llegaron a casa, colgó al lobo de sus patas traseras, con la cabeza hacia abajo y puso un poco de mantequilla que había guardado bajo la boca del lobo, como si fuera de su barriga de donde hubiera salido.
“¡Maldito ladrón!", exclamó, "ya sabía que eras tú quien se había comido la mantequilla".

Aquella noche, sin embargo, se fueron a dormir, y por la mañana, cuando se levantaron, el zorro dijo:
"Bien; creo que es de tontos estar muriéndose de hambre de esta manera, sólo por pereza; iremos a una hacienda y nos haremos con un pedazo de tierra para trabajarla."
Llegaron a la hacienda, y el dueño les cedió un pedazo de tierra por valor de siete libras sajonas.
Aquel año se dedicaron a cultivar avena. Una vez la hubieron segado, se pusieron a repartirla.
"Bien, pues", dijo el zorro, "¿qué prefieres, la base o la punta?, te dejo escojer".
"Prefiero la base", contestó el lobo.
Entonces, el zorro tuvo aquel año buen pan de avena, y el lobo sólo forraje.
Al año siguiente plantaron de nuevo, esta vez fue­ron patatas, y crecieron bien.
"¿Qué prefieres este año, la raíz o el tallo?", pre­guntó el zorro al lobo cuando las hubieron recogido.
"No creas que me la vas a jugar esta vez; desde luego, cogeré lo de arriba", dijo el lobo.
"Muy bien, héroe", le replicó el zorro.
Y así, el lobo consiguió los tallos de las patatas, y el zorro las patatas.
Aunque el lobo le solía robar las patatas al zorro. Por eso un día le tendió de nuevo otra trampa:
"A que no eres capaz de leer el nombre que hay escrito en los cascos de la yegua gris", le dijo el zorro al lobo, éste, aceptando la provocación allá se fue e intentó leer el nombre, y en una de esas veces, la yegua levantó la pata, y le rompió la cabeza al lobo.
"¡Oh!", exclamó el zorro, "hace mucho que no oigo mi nombre. Es mejor atrapar gansos que leer libros".
Y se fue a casa, y el lobo ya no le molestó más.

Pero el Perro Bermejo encontró al fin su rival, como ahora veréis.
Un día, el zorro iba hacia un lago, y se encontró en el camino con un pequeño ratón, y el zorro le pre­guntó que a dónde se dirigía. El ratón le contestó que iba a cierto lugar.
"Y, ¿de dónde vienes?", preguntó de nuevo el zorro.
"Vengo de Geeogan, y antes vine a Cooaigean, y antes, de la losa de piedra de Bonnach, y antes, del ojo del molinillo, y, si puedo, me iré lejos de ti", con­testó el ratoncillo.
"Bien, yo te llevaré sobre mi espalda", dijo el zorro.
"No, que me comerás, que me comerás", protestó el pequeño ratón.
"Monta, pues, en el extremo de mi cola", dijo el zorro.
"¡Oh no! no lo haré; que me comerás también", replicó el ratón.
"En mi oreja, entonces", sugirió el zorro.
"No, no quiero, que me comerás igual." "Métete en mi boca", propuso el zorro.
"Así sí que me comerás, sin duda alguna", dijo el ratón.
"Oh no, no te voy a comer", aseguró el zorro. "Cuando estoy andando no puedo comer nada en absoluto."
Y se metió en la boca del zorro.
"¡Ajá!", pensó el zorro, "ahora puedo darme el gusto contigo. Siempre se ha dicho que un bocado duro es bueno para la boca".
El zorro se comió al ratón. Entonces se fue hasta el lago, atrapó a un pato que había en él y se lo comio.
Después, anduvo hasta la ladera de una colina, y se puso a rascarse los costados en ella.
"¡Oh, cielos! ¡qué fácil sería ahora meterme una bala en las costillas!", comentó divertido.
Y un cazador que pasaba por allí oyó esto.
"En seguida la vas a tener", exclamó.
"Maldito sea este lugar", dijo el zorro, "en el que una criatura no puede decir una palabra en broma sin ser tomada en serio".
El cazador cargó con una bala su escopeta, disparó al zorro y lo mató, y aquél fue el fin del Perro Bermejo.

 024 Anónimo (celta)

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