Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 3 de junio de 2012

La princesa griega y el joven jardinero

Tenia una vez un rey -aunque nunca oí de qué país era- una hija muy bella. Un día, sin que se conozca la causa, comenzó a envejecer y a enfermar, y los médicos descubrieron que la mejor medicina del mundo para él eran las manzanas de un ár­bol, que crecía justo en el pomar que había debajo de su ventana. Con que podéis ima­ginaros lo bien cuidado que tenía el árbol, tanto que solía tener las manzanas contadas desde el momento en que aún eran del tamaño de peque-ñas canicas.
Se acercaba la cosecha, pues ya las manzanas empezaban a madurar, cuando el rey fue despertado una noche por un batir de alas proviniente del pomar; miró por la ventana y vió un pájaro entre las ramas de su árbol. Sus plumas eran tan brillantes que irradia­ban luz a su alrededor, y, en el momento en que vió al rey, con su gorro de noche y su camisón, cogió una manzana, y voló.
"¡Oh, condenado jardinero!", gritó el rey, "ésa es la manera como vigilas mi preciosa fruta".
No pegó ojo el resto de la noche; y, tan pronto como escuchó a alguien andando por los pasillos del palacio, envió por el jardinero, y le soltó un buen rapapolvo por su negligencia.
"¡Por favor, vuestra majestad!", decía el jardinero, "no perderéis ni una manzana más. Mis tres hijos son los mejores tiradores de arco del reino, y ellos y yo nos turnaremos para vigilar todas las noches".
Cuando llegó la noche, el hijo mayor del jardinero tomó su puesto en el jardín, con su arco tensado y la flecha entre los dedos, y vigiló, y vigiló. Pero a la hora crítica, el rey, que estaba completamente despierto, oyó el batir de alas, y corrió hacia la ventana. Allí estaba el resplandeciente pájaro en el árbol y el muchacho, más dormido que una piedra, sentado con la espada apoyada en el muro y el arco sobre su regazo.
"¡Levántate, condenado holgazán!", le gritó el rey, "¡Maldición, ahí está el pájaro otra vez!"
El pobre muchacho se incorporó de un salto; pero, mientras tra-taba torpemente de poner a punto el arco, el pájaro salió volando con la mejor manzana del árbol. Bien; podéis imaginaros la rabieta que cogió el rey, la reprimenda que echó al jardinero y a su hijo, ¡y las veinticuatro horas que pasó hasta que llegó la noche siguiente!
Esta vez le tocó el turno al segundo hijo del jardi­nero, que parecía estar bien fresco y despierto cuando el reloj comenzó a dar las doce, pero no había acabado de sonar la última campanada cuando el rey vio al mozo estirado cuan largo era sobre la frondosa hierba y de nuevo al pájaro brillante. Oyó el batir de sus alas, y vio cómo se llevaba una tercera manzana. El pobre muchacho se despertó con los bramidos que el rey le lanzó, y hasta tuvo tiempo de disparar una fle­cha contra el pájaro. No le dio, como supondréis; y, aunque el rey estaba loco de rabia, entendió que los pobres muchachos estaban bajo encantamiento, y no podían evitarlo.
Bien; el rey tenía ahora sus esperanzas deposita­das en el más joven, porque era éste un muchacho bravo y activo, de quien todo el mundo hacía alaban­zas. Allí estaba preparado en su puesto, y allí estaba también el rey vigilándolo y hablándole, en cuanto sonó la primera de las doce campanadas. Con el último tañido, el resplandor que emanaba del pájaro iluminó el muro y los árboles, y se oyó el sonido de sus aleteos cuando voló hasta las ramas del manzano; pero, en aquel mismo instante pudo oírse el golpe certero de una flecha contra su costado a una distan­cia de un cúarto de milla. La flecha cayó al suelo, junto con una enorme pluma brillante, y el pájaro salió volando, emitiendo un chillido capaz de romper el tímpano de cualquier oído. No tuvo tiempo esta vez de llevarse una manzana consigo; y, cuando el joven lanzó la pluma a la ventana de la habitación del rey, éste descubrió que pesaba más que el plomo, y resultó que era del oro más puro jamás batido.
Al día siguiente, hubo gran alborozo en torno al joven mozo, y éste vigiló noche tras noche durante una semana, pero ni la sombra de un pájaro, ni siquiera una pluma, se dejaron ver en todo ese tiempo, por lo cual, el rey le mandó que fuera a casa a dormir. Todo el mundo se quedó encantado por la belleza de la pluma de oro, que superaba cualquier otra cosa conocida, pero el rey estaba totalmente embrujado. Se pasaba el santo día dándole vueltas y más vueltas, y frotándola contra su frente y su nariz; y, al fin, proclamó que daría a su hija y la mitad de su reino a quien quiera que le trajese el pájaro de las plu­mas de oro, vivo o muerto.
El hijo mayor del jardinero, seguro de sí mismo, partió en busca del pájaro. Ya por la tarde, se sentó debajo de un árbol a descansar y a comer un poco de pan y carne fría que llevaba en el morral, cuando se acercó un zorro tan hermoso como sólo se ven en la madriguera de Munfin.
"Caray, señor", le dijo, "podríais dar un pedazo de esa carne a un pobre cuerpo hambriento?"
"Vaya", exclamó el joven, "debes estar más seguro de ti mismo que el propio demonio, conde­nado ladrón, para hacerme semejante pregunta. Ahí va la respuesta", y le lanzó una flecha disparada con su arco.
La flecha rebotó en su costado, deslizándose hacia el dorso, como si fuera de hierro forjado, y fue a cla­varse en un árbol un par de perches [1] más allá.
"Juego sucio el tuyo", le gritó el zorro; "pero como respeto a tu hermano más joven, voy a darte un consejo. Al anochecer entrarás en la ciudad. A un lado de la calle verás una habitación iluminada, y llena de hombres y mujeres jóvenes, bailando y bebiendo. Al otro lado verás una casa sin luz alguna, excepto un fuego en la estancia principal, y no verás a nadie allí más que un hombre y una mujer, y su niño. Escucha el consejo de este tonto, y alójate ahí". Y dicho esto, rizó su cola sobre su grupa, y se alejó al trote.
El muchacho encontró las cosas tal como el zorro le había dicho, pero, ni qué decir tiene, escogió la bebida y la danza; y ahí lo dejamos.
Cuando, al cabo de una semana, se cansaron de esperar al mayor en su casa, el segundo hijo decidió probar fortuna, y partió. Era tan innoble y necio como su hermano, y lo mismo le sucedió a él. Bien; pasó otra semana y le llegó el turno al más joven de todos, y, tan cierto como el día y la noche, se sentó bajo el mismo árbol, y sacó su pan y su carne, y el mismo zorro se acercó y le saludó. El joven mucha­cho compartió su comida con el zorro, y, sin andarse en absoluto por las ramas, éste le dijo que lo sabía todo acerca de su asunto.
"Te ayudaré", dijo, "si veo que eres merecedor de ello. Al anochecer, cuando entres en la ciudad..." "Y le contó lo que antes contara a sus hermanos. Adiós y hasta mañana", se despidió.
Todo fue justo como el zorro había dicho, pero el muchacho tuvo buen cuidado de no acercarse a nin­gún danzante, bebedor, violinista o gaitero. Recibió cobijo, cena y cama en la casa silenciosa, y reem­prendió su camino a la mañana siguiente, antes de que el sol estuviese a la altura de los árboles.
No había avanzado un cuarto de milla, cuando vio al zorro salir de un bosque que había al lado de carretera.
"Buenos días, zorro", dijo el joven.
"Buenos días, señor", contestó el otro y agregó rápidamente:
"¿Tienes idea de hasta dónde hay que viajar, para encontrar al pájaro dorado?"
"No tengo ni la menor idea; ¿cómo iba a sa­berlo?"
"Bien, yo sí. Lo tiene la reina en el Palacio del Rey de España, y eso está por lo menos a doscientas millas largas de aquí."
¡Oh, cielos! tendremos que viajar durante una semana", exclamó derrotado el joven.
"No, no será así. Siéntate en mi cola, y pronto haremos el camino."
"¡En tu cola!, extraña silla va a ser ésa, mi po­bre animalito."
"Haz lo que te digo, o tendrás que arreglártelas tú solo", agregó con decisión el zorro.
Pues bien; antes que molestarle, se sentó en la cola, que estaba extendida hacia arriba como un ala, y partieron como el rayo. Adelantaron al viento que iba delante de ellos, y el viento que iba detrás no pudo alcanzarles. Por la tarde, se detuvieron en un bosque cerca del palacio del Rey de España, y allí permane­cieron hasta que cayó la noche.
"Ahora", explicóle el zorro, "yo me adelantaré para tranquilizar la mente de los guardianes, y tú no tendrás otra cosa que hacer más que ir de un salón ilu­minado a otro, hasta que encuentres por fin el pájaro dorado. Si tienes cabeza, saldrás por esa puerta con él metido en su jaula. Si no la tienes, ni yo ni nadie te podrá ayudar". Y, dicho esto, se fue hacia la puerta del palacio.
Al cabo de un cuarto de hora el muchacho le siguió, y, en el primer salón a donde entró vio a una veintena de guardias armados, todos erguidos y a pie firme, pero profundamente dormidos. En el siguien­te vio una docena, y en el siguiente a media docena, y en el siguiente a tres, y en el siguiente no había ni un guardia, ni una lámpara, ni una vela, pero estaba más iluminado que el día; porque allí estaba el pájaro de oro en una jaula común de madera y alambre, y, sobre la mesa, las tres manzanas convertidas en oro macizo.
Sobre la misma mesa, había otra jaula, la más maravillosa que ojos humanos vieran jamás, y al muchacho se le metió en la cabeza que sería un millar de lástimas no poner al precioso pájaro dentro de ella, siendo la jaula corriente tan inapropiada para él. Probablemente pensó en el dinero que debía valer; sea como fuere, hizo el cambio, y pronto tuvo buena razón para arrepentirse de ello. En el mismo instante en que el ala del pájaro tocó las barritas de oro, éste dejó escapar un chillido tal que todos los cristales de las ventanas saltaron en pedazos, y, en seguida, los tres hombres, y la media docena, y la docena, y la veintena de hombres despertaron, y acudieron con sus lanzas y espadas. Rodearon al pobre muchacho, le amenazaron, maldijeron, e insultaron hasta que él ya no sabías¡ estaba sobre los pies o sobre la cabeza. Los guardias llamaron al rey, le contaron lo que pasaba y su gesto no indicó nada bueno.
"Es en la horca donde ahora mismo tenías que estar", le dijo, "pero te daré una oportunidad de vivir, y también de conseguir el pájaro de oro. Te mando, bajo conjuros, maldiciones, muerte y des-trucción, que me traigas la potra baya del Rey de Marruecos, que corre más veloz que el viento y salta sobre las murallas y fortificaciones. Cuando la tengas en el patio de armas de este palacio, obtendrás el pájaro de oro y tu libertad para ir donde se te antoje".
El muchacho salió del palacio, con el corazón aba­tido; pero, mientras caminaba, ¿quién diríais que salió de los helechos?: pues ni más ni menos que el zorro otra vez.
"Ah, amigo mío", le dijo, "estaba en lo cierto cuando sospeché que no tenías cabeza; pero no te voy a dar la tabarra con eso ahora. Monta en mi cola de nuevo, y cuando lleguemos al palacio del rey de Marruecos, veremos qué podemos hacer".
Y allá fueron como el rayo. Y adelantaron al viento que iba delante de ellos y el viento que iba detrás no pudo alcanzarles.
Cayó la noche sobre ellos cuando estaban en un bosque cercano al palacio, y el zorro le dijo, "iré yo primero a los establos para facilitarte las cosas, pero recuerda esto, cuando estés conduciendo a la potra afuera, no le dejes tocar la puerta, ni los postes que hay a los lados, ni nada más que el suelo, y éste sólo con sus cascos; pues si esta vez no tienes cabeza, cuando estés en el establo tu situación empeorará mucho más".
El muchacho esperó un cuarto de hora, y entró en el gran patio de armas del palacio. En él había dos filas de hombres armados que llegaban desde las puertas hasta el establo, y todos ellos sumidos en un pro­fundo sueño. Y por medio de ellos caminó el joven hasta llegar al establo. Allí estaba la potranca, la más bonita bestia que iluminase jamás la luz, y había tam­bién un mozo de establo con una brazada de heno, y todos como si estuviesen tallados en piedra. La potranca era lo único vivo de aquel lugar, aparte de sí mismo. Llevaba sobre el lomo una silla ordinaria de madera y cuero pero otra silla de oro, del más bello trabajo, colgaba de un poste; y el joven pensó que sería la más grande de las lástimas no ponerla en lugar de la otra. Bueno, pues como ya os imagináis, existía un conjuro en torno a esta silla; de todos modos, quitó la de madera y puso la de oro en su lugar.
Entonces, cuando la potranca sintió aquel ex­traño objeto, salió de su garganta un chillido que se podría haber oído desde Tombrick hasta Bunclody, y al instante los hombres armados y los mozos de esta­blo acudieron a rodear al simplón del muchacho. Pronto también el Rey de Marruecos estaba allí junto con el resto de la Corte, con su cara tan negra como la suela de un zapato. Después de recrearse un poco con los insultos que cada uno dedicó al muchacho, le dijo: "Mereces ser colgado de lo más alto, por tu atrevi­miento, pero te daré una oportunidad de vivir, y tam­bién de conseguir la potranca. Yo te mando, bajo toda suerte de conjuros, maldiciones, muerte y des­trucción, que me traigas a la Princesa Cabellos de Oro, la hija del Rey de Grecia. Cuando la vea junto a mí, podrás llevarte a ‘la hija del viento’, con gusto. Entra, cena y descansa, y parte en cuanto la noche dé paso al día."
El pobre muchacho tenía el ánimo en los pies, como podéis suponer, cuando emprendió su marcha a la mañana siguiente, y quedó mudo de vergüenza cuando el zorro, tras aparecer de pronto del bosque, le miró a la cara.
"Es cosa grave", le dijo, "no tener cabeza cuando el cuerpo la necesita de tal modo; pero ahora tene­mos un largo viaje por delante hasta el palacio del Rey de Grecia. Esperemos que tu suerte no empeore. Anda, sube a mi cola, y el camino será más corto".
"Ahora", dijo el zorro cuando tras largo viaje, lle­garon a la Corte de Grecia, "yo me adelantaré de nuevo para facilitarte las cosas. Sígueme de aquí a un cuarto de hora. No dejes que la Princesa Cabellos de Oro toque las jambas de las puertas con sus manos, o pelo, o ropas, y, si te pide algún favor, ten cuidado cómo respondes. Una vez que ella esté fuera de la puerta, nadie podrá arrebatártela".
A la hora señalada, el muchacho entró en el pala­cio, y allí estaban otra veintena, otra docena, otra media docena, y por fin otros tres guardias, de pie o apoyados en sus armas, y todos dormidos como pie­dras; y en la última de las habitaciones estaba la Prin­cesa Cabellos de Oro, tan hermosa como la propia Venus. Estaba dormida en un sillón, y su padre, el Rey de Grecia, en otro. El muchacho permaneció un buen rato delante de ella, sintiendo su corazón lle-narse de amor a cada instante, hasta que, inclinándose sobre una rodilla, tomó la delicada y blanca mano en la suya, y la besó.
Cuando ella abrió los ojos, estaba un poco asus­tada, pero no muy enfadada, creo, porque el mucha­cho, como yo le llamo, era un joven bien guapo y apuesto, y en su rostro se reflejaba todo el respeto y amor que uno se pueda imaginar. Ella le preguntó qué deseaba, y él tartamudeó, y se sonrojó, y co­menzó su historia seis veces, antes de que ella pudiera entenderla.
"¿Y serías capaz de entregarme a ese feo y negro Rey, de Marruecos?", le preguntó ella.
Estoy obligado a hacerlo", contesto él, "bajo mil conjuros, maldiciones, muerte y destrucción, pero le mataré y te liberaré, o perderé en ello mi vida. Si no te tengo por esposa, mis días sobre la tierra serán cortos".
"Bien", dijo ella, "déjame, al menos, pedir el permiso de mi padre".
"Ah, no puedo hacer eso", atajó él, "o todos se  despertarían y me matarían, o me enviarían a otra misión aún peor que las anteriores".
Pero ella insistió en que, de todos modos, le dejara besar al anciano; eso no le despertaría, y entonces se iría con él. ¿Cómo podía rehusar él, con su corazón atado en cada mechón de su pelo? Pero, en cuanto sus labios tocaron los de su padre, éste dio un grito, y toda la veintena, y la docena, y la media docena de guardias se despertaron, y levantaron sus brazos uno a uno, ya dispuestos a terminar con el muchacho.
Pero el rey les ordenó detener sus manos, hasta que pudiera tener idea de qué era lo que estaba pasando allí, y, cuando oyó la historia del muchacho, le concedió otra oportunidad de vivir.
"Hay", dijo, "un enorme montón de barro de­lante del palacio, que, en medio del verano, no deja que la luz del sol acaricie los muros. Todos los que han trabajado en él, han encontrado dos paladas aña­didas didas por cada una que quitaban. Quítalo de ahí, y' dejaré que mi hija se vaya contigo. Si eres el hombre; que sospecho que eres, serás mejor marido que ese, Molott amarillo".
A la mañana siguiente temprano, el muchacho estaba entregado a su trabajo, y por cada palada que quitaba había dos más en torno a él, hasta que, al fin, casi no podía salir del montón de barro que lo rodeaba. El pobre muchacho consiguió, con gran esfuerzo, salir y sentándose en el césped sintió ganas de llorar de desesperación y vergüenza. Volvió a comenzar una y otra vez por muchos lugares distin­tos, pero cada uno era peor que el anterior. Ya moría la tarde, cuando, sentado con la cabeza entre las manos, vio al zorro delante de él.
"Bien, mi pobre amigo", le dijo, "estás bastante abatido. Entra: no voy a decir nada esta vez para no aumentar tu angustia. Toma tu cena y descansa: mañana será otro día".
"¿Cómo va el trabajo?", le preguntó el rey, du­rante la cena.
"Palabra, Majestad", dijo el pobre muchacho, "que no va, sino más bien viene. Supongo que mañana, cuando el sol se ponga, tendrán que excavar para sacarme, y reanimarme".
"Espero que no", agregó la princesa, con la son­risa dibujada en su gentil rostro; por lo que el mucha­cho estuvo más contento que unas pascuas el resto de la noche.
A la mañana siguiente le despertaron unas voces estridentes, y el soplar de cuernos, y el golpear de los tambores, y una algarabía tal como nunca había oído en su vida. Salió corriendo a ver lo que pasaba, y, allí donde la noche anterior estaba el montón de arcilla, había ahora una multitud de soldados, sirvientes, señores y damas bailando locos de alegría porque el montón ya no estaba.
"Ah, mi pobre zorro!", dijo para sí el joven, "esto es cosa tuya".
Bien; el muchacho no perdió tiempo en empren­der su regreso. El rey quiso enviar un gran séquito con él y la princesa, pero él no le permitió tomar­se tal molestia.
"Tengo un amigo", explicó, "que nos llevará a los dos al palacio del Rey de Marruecos en un día".
Hubo muchas lágrimas cuando la princesa se separó de su padre.
"iAh!;'sollozaba el rey de Grecia, "¡qué vida tan solitaria me espera ahora! Tu pobre hermano en poder de una bruja malvada, y alejado de nosotros, y ahora te llevan a ti de mi lado cuando ya soy viejo!"
Mientras caminaba a través del bosque, dicién­dole él a ella cuánto la amaba, salió el zorro de detrás de un matorral, y, en seguida, se encontraron los dos sentados en su cola, agarrados fuertemente el uno al otro, por miedo a caerse de su montura; y allá fueron todos a la velocidad del rayo. Y adelantaron hasta al viento que iba delante de ellos, y al anochecer él y ella estaban en el gran patio de armas del palacio del Rey de Marruecos.
"Bien", dijo el rey negro al muchacho, "has cum­plido tu misión; sacad la potra baya. Daría todo este patio lleno de potrancas como ésta, si las tuviera, por esta bella princesa. Monta en tu corcel, y aquí tienes una buena bolsa de guineas para el camino".
"Gracias", contestó el joven. "Supongo que me dejaréis dar la mano a la princesa, antes de partir".
"Desde luego, con gusto", accedió el Rey de Marruecos.
Le dio la mano durante unos segundos y, en un instante, sin soltársela, la tenía montada detrás de él; y, en lo que se tarda en contar tres, él, y ella, y la potranca habían atravesado las filas de guardias, y se encontraban a cien perches de allí. Siguieron adelante, y a la mañana siguiente estaban en el bosque próximo al palacio del Rey de España, y allí estaba el zorro delante de ellos.
"Deja a tu princesa aquí conmigo", le dijo, "y ve a recoger el pájaro dorado y las tres manzanas. Si no traes a la potrarca de vuelta junto con el pájaro, deberé llevaros a casa a los dos".
Pues bien, cuando el Rey de España vio al mucha­cho y a la potranca en el patio de armas, mandó traer al pájaro, la jaula y las manzanas de oro, y se los entregó, y le quedó muy agradecido por el orgullo de su nueva posesión. Pero el muchacho no podía sepa­rarse de su bella bestia sin darle antes unas caricias y palmaditas; se acercó a ella y, antes de que nadie pudiera reaccionar, ya estaba subido en su grupa, pasaba por encima de los guardias y se hallaba a cien perches de allí; y, en seguida llegó donde había dejado a su princesa y al zorro.
Se fueron de allí a toda prisa hasta que estuvieron a salvo, fuera de la tierra del Rey de España, y enton­ces, aminoraron la marcha; y, si tuviera que relataros todas las cosas amorosas que se dijeron el uno al otro, la historia no se acabaría hasta mañana por la ma­ñana.
Cuando pasaron por la ciudad en la que se hallaba la casa del baile, encontraron a sus dos hermanos mendigando, y se los llevaron con ellos. Luego llega­ron al lugar donde el zorro apareció por primera vez y éste suplicó al joven que le cortara la cabeza y la cola. El muchacho no quería hacerlo; temblaba sólo de pensarlo, pero su hermano mayor se mostró bien dis­puesto a ello. La cabeza y la cola desaparecieron con los golpes, y el cuerpo se transformó en un elegante y apuesto joven, que resultó ser ni más ni menos que el hermano de la princesa que estaba embrujado.
Si antes era grande su alegría, ahora era dos veces mayor; y cuando llegaron al palacio, se encendieron hogueras, se asaron bueyes, y se sacaron al césped barriles de vino. El joven Príncipe de Grecia se casó con la hija del rey, y la hermana del príncipe con el hijo del jardinero. Después, él y ella volvieron a casa de su padre, al reino de Grecia, acompañados de un gran séquito; y el rey quedó tan contento de poseer el pájaro y las manzanas de oro, que envió un carro lleno de oro y otro de plata con ellos.

024 Anónimo (celta)

[1] Perche: medida de longitud: 5,029 m. (n. del t.).

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