Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 3 de junio de 2012

Morraha

Morraha se levantó por la mañana, se lavó las manos y la cara, rezó sus oraciones, tomó su desayuno y pidió a Dios un próspero día para él. Luego bajó a la orilla del mar, y vio una barca, pequeña y verde, que venía hacia él; y en ella había un joven gimnasta, jugando con un bastón desde la proa hasta la popa del bote. Era un bastón de oro y de plata la pelota que golpeaba y no dejó de jugar hasta que la barca llegó a la orilla. Entonces, lanzó un cabo a una roca y tirando de él la depositó suavemente sobre la hierba verde, y la ase­guró con tales amarraduras como si para un año y un día tuviese que hacerlo y no tan sólo para unas pocas horas.
Morraha saludó al joven con cortesía; el otro le devolvió el saludo de la misma manera y le preguntó si quería jugar una partida de cartas con él. Morraha contestó que no tenía con qué; a lo que el otro le res­pondió que él "nunca estaba sin una vela", o algo por el estilo; y metiéndose la mano en el bolsillo, se sacó como por encantamiento una mesa, dos sillas y un paquete de cartas.
Se sentaron en las sillas y se pusieron a jugar. Morraha ganó la primera partida, y el Esbelto Atleta Rojo le invitó a que fijara la ganancia. Y él le pidió que la tierra sobre la que estaban se llenara de rebaños de ovejas por la mañana. Su petición fue aceptada y se marchó a casa, sin jugar una segunda partida.
Al día siguiente, Morraha fue a la orilla del mar, y el hombre joven volvió en su barca y le preguntó de nuevo si quería jugar a las cartas. Y jugaron, y Morraha ganó. El joven extraño le invitó a hacer su petición, y él pidió que la tierra sobre la que estaban estuviera llena de ganado vacuno por la mañana. Su petición fue aceptada; y se marchó a casa sin jugar otra partida.
En la tercera mañana Morraha fue a la orilla del mar, y vio venir al hombre. Este arrastró el bote hasta la orilla, y le preguntó si quería jugar a las cartas. Juga­ron, y Morraha ganó una vez más; y el joven, como siempre, le invitó a que hiciera su demanda. Y él dijo que quería tener un castillo propio y una mujer, la más bella y delicada del mundo. Y suyos fueron ambos; y el Atleta Rojo se marchó.
Al cuarto día su esposa le preguntó cómo la había encontrado. Y él le contó la historia. "Y ahora", dijo, "me ire a jugar otra vez".
"Te prohíbo que vayas con él de nuevo. Si tanto has ganado, aún más perderás; olvídate de él para siempre."
Pero él fue a pesar de todo, y vio venir la barca; y al Atleta Rojo que lanzaba sus bolas de extremo a extremo de ella, aquellas pelotas de plata y el bastón de oro, que no dejó de usar hasta que llegó a la orilla, donde tiró de su barca hacia el interior y la aseguró como "para un año y un día". Morraha y él se saluda­ron con cordialidad mutuamente; y aquél inquirió de Morraha si quería jugar una partida de cartas; y juga­ron, y ganó él.
Morraha le dijo, "Haz tu petición ahora". Y él contestó, "pronto la oirás: Derramo sobre ti conju­ros del arte druídico: no dormir dos noches en una casa, ni terminar una segunda comida en la misma mesa, hasta que me traigas la espada luminosa, y noti­cias de la muerte de Anshgayliancht".
Una vez hubo aceptado, se fue a casa con su mujer y se sentó derrotado en una silla; al poco rato lanzó un quejido y la silla se rompió en pedazos.
"Ese es el quejido del hijo de un rey bajo conjuros", le dijo su esposa; "y si hubieses escuchado mi con­sejo, no habría conjuro alguno sobre ti ahora".
El le contó que tenía que traer noticias de la muerte de Anshgay-liacht, y la espada luminosa, al Esbelto Atleta Rojo.
"Sal mañana por la mañana”, le dijo ella, "toma estas bridas, sácalas por la ventana y agítalas; y a la pri­mera bestia, bonita o fea, que meta su cabeza en ellas, llévala contigo. No le digas una sola palabra hasta que ella te hable a ti; y lleva contigo tres botellas de cerveza de una pinta y tres panes de seis monedas, y haz aquello que ella te diga. Ella correrá hacia las tie­rras de mi padre y cuando pase por la torre mayor del castillo, sacudirá su cuerpo, las campanas tañerán y mi padre dirá, "Brown Allree está aún sobre la tierra. Si es un hijo de rey o reina el que la monta, traédmelo sobre vuestros hombros; mas si es.el hijo de un hom­bre pobre, no lo dejéis dar un paso más".
Se levantó por la mañana, y tomó las bridas de su mejor caballo y las sacó por la ventana y las sacudió; y Brown Allree vino a meter su cabeza en ellas. Enton­ces, cogió los tres panes y las tres botellas de cerveza, y montando sobre su extraña cabalgadura, se fue y, mientras cabalgaban, la bestia inclinaba la cabeza para cogerse las pezuñas con la boca, esperando quizá que él, por ignorancia, habla-se. Pero no dijo una sola palabra en todo ese tiempo, hasta que la bestia le habló al fin, y le dijo que desmontara y le diera su comida. El le entregó el pan de seis monedas tostado, y una botella de cerveza para beber.
"Ahora sube y cabalga, y ten mucho cuidado de ti mismo; hay tres millas de fuego que debo salvar de un salto", le advirtió.
Saltó sobre las tres millas de fuego, y le preguntó si todavía seguía a su grupa, y él contestó que sí. Siguieron su camino, y no habían ido muy lejos cuando pidió, de nuevo, que le diera de comer, y él le entregó un pan y otra botella. Después, cruzaron tres millas de mar de otro salto, y llegaron a las tierras del Rey de Francia. La yegua subió hasta una montaña más alta que el castillo, sacudió su cuerpo y relinchó. Las campanas sonaron y el rey exclamó que era Brown Allree que estaba en la tierra.
"Salid", ordenó; "y, si es hijo de un rey o reina, quien lo monta traedlo sobre vuestros hombros; si no lo es, dejadle allí".
Salieron; y vieron las estrellas del hijo de un rey brillando sobre su pecho; lo levantaron bien alto sobre sus hombros, y lo llevaron hasta el rey. Después pasaron la noche alegremente, jugando y bebiendo, con bailes y diversiones, hasta que los albores del amane-cer anunciaron la llegada de la mañana.
Entonces el joven hijo de rey relató la causa de su viaje, y pidió a la reina que le aconsejara y le otorgara buena suerte, y ella le aconsejó sobre todo lo que tenía que hacer.
"Ahora vete", concluyó, "toma la mejor yegua del establo, y ve hasta la puerta de Rough Niall de Spec­kled Rock, llama en ella y pídele que te dé noticias de la muerte de Anshgayliacht y la espada luminosa: deja el caballo junto a la puerta, siempre de espaldas a ella. Luego pisa fuerte los estribos, y márchate veloz".
Y así lo hizo; por la mañana tomó el mejor caballo del establo y cabalgó hasta la puerta de Niall, se colocó de espaldas a la puerta, y pidió noticias sobre la muerte de Anshgayliacht y la espada luminosa. Entonces pisó los estribos, y salió al galope. Niall le siguió. Mas cuando Morraha cruzaba la entrada, la reja bajó y cortó al caballo del joven príncipe en dos. Una mujer, que estaba allí con una fuente de pudíns y carne, se la arrojó a los ojos y lo cegó, al tiempo que decía: "¡Tonto! quienquiera que sea el hombre que se está burlando de ti, ¡en bonito estado has dejado el caballo de tu padre!­
A la mañana del día siguiente, Morraha se levantó, tomó otro caballo del establo y de nuevo fue hasta la puerta de Niall, y llamó y pidió noticias sobre la muerte de Anshgayliacht y la espada luminosa, se afianzó en los estribos de su caballo y partió al galope. Niall le siguió, y, de nuevo cuando Morraha pasaba por la puerta, la reja cortó caballo y silla por la mitad; y aquella mujer que estaba otra vez allí le arrojó carne a los ojos y lo cegó.
Al tercer día Morraha volvió otra vez a la puerta de Niall; y Niall le persiguió, y cuando pasaba bajo la reja, ésta cortó al caballo, a la silla, y la camisa que cubría su espalda. Entonces le dijo la mujer a Niall:
"El tonto que quiere mofarse de ti está allá en aquella pequeña barca, huyendo de aquí; mas ten mucho cuidado de ti, y no pegues un ojo en tres días."
Durante tres días la barquita se mantuvo a la vista, pero después desapareció, entonces la mujer de Niall le dijo:
"Ahora duerme todo lo que quieras. Se ha ido."
Y se fue a dormir, y cayó en un profundo sueño, que Morraha aprovechó para entrar y coger la espada, que estaba en la cabecera de su cama. Y la espada intentó escaparse de la mano de Morraha, pero no pudo. Entonces dio un grito, y Niall se despertó, y le dijo que era una cosa sumamente grosera y mal edu­cada entrar en una casa de esa manera; pero Morraha le contestó:
"Déjate de tanta palabrería, o te cortaré la cabeza. Dime las noticias que tengas sobre la muerte de Anshgayliacht."
"Oh, prefiero darte mi cabeza."
"Pero tu cabeza no me sirve de nada; cuéntame lo que te pido."
"Bien", intervino la mujer de Niall, "creo que es mejor que conoz-ca la historia".
"Bueno", dijo al fin Niall, "sentémonos, pues, y te la contaré. Nunca pensé que nadie llegaría a cono­cerla; pero ahora, todos la sabrán".

LA HISTORIA

En mi infancia, comenzó Niall, mi madre me enseño el lenguaje de los pájaros; así que cuando me casé, todavía solía escuchar su conversación y reírme con ellas. Mi esposa siempre me preguntaba cuál era la razón de mis risas, pero yo no quería decírselo, por­que las mujeres siempre están preguntando cosas.
Una agradable mañana, salimos a pasear, y ob­servé que dos pájaros discutían entre sí. Uno de ellos le decía al otro:
"¿Cómo Cómo quieres compararte conmigo, cuando no hay ni rey ni caballero que no se acerque a mirar mi árbol?"
Y el otro contestaba;
"¿Qué ventajas tiene tu árbol con respecto al mío, si en el mío hasta crecen varitas de poder mágico?"
Cuando les oí discutir, y oí aquello de las varitas comencé a reír.
"Oh", exclamó mi mujer, "¿por qué estás siempre riéndote? Creo que es de mí de quien te burlas, por lo que no voy a pasear nunca más contigo."
"Oh, no es de ti de quien me río. Es que entiendo el lenguaje de los pájaros", hube de decir para cortar su enfado. Y para disipar sus dudas tuve que contarle lo que los pájaros se estaban diciendo el uno al otro; de lo cual se sintió muy complacida y me pidió que volviéra-mos a casa. Allí dio órdenes a la cocinera de que tuviera el desayuno preparado para las seis de la mañana siguiente. Yo no podía imaginar por qué quería salir tan pronto, pero el desayuno estuvo pre­parado por la mañana a la hora convenida: Entonces me dijo si quería salir a pasear. Y salí con ella; y me llevó hasta el árbol, y me pidió que cortara una vara para ella.
"Oh, no, no la cortaré. ¿No estamos mejor sin ella?"
"No me iré de aquí hasta que consiga la varita; quiero ver si hay algo bueno en ella."
Entonces corté una varita y se la di. Ella se volvió de espaldas y golpeó con ella una piedra, y la cambió; y después me golpeó a mí, y me convirtió en un cuervo negro, y se fue a casa y me dejó allí. Yo pensé que volvería; pero no volvió, y tuve que quedarme en un árbol hasta que llegó la noche. Por la mañana, a las seis, oí a un pregonero voceando que cualquiera que matara a un cuervo se ganaría cuatro monedas de oro. Y pronto no hubo hombre ni muchacho que no fuera armado, ni cuervo que no terminara muerto, en tres millas a la redonda. Tuve que hacer un nido en la chi­menea del salón, y esconderme allí todo el día hasta que la noche caía, y entonces salir a picar algo de comer para poder mantenerme; y así pasó un mes. Aquí está ella para decir si es mentira lo que cuento.
"No lo es", aseguró ella.
Un día la vi salir a pasear. Volé hasta ella, creyendo que me devolvería mi propia forma, pero me golpeó con la varita y me convirtió en un viejo caballo blanco, y me hizo tirar de un carro y transportar pie­dras de la mañana a la noche. Todavía estaba peor así. Entonces ella divulgó la noticia de que yo había muerto de repente en mi cama; y preparó un ataúd, y me veló, y me enterró. Y así no tuvo problemas. Cuando yo me cansé, comencé a matar a todo el mundo que se acercaba a mí, y a entrar en el granero todas las noches a destruir los montones de maíz; y cuando algún hombre se acercaba a mí por la ma­ñana, yo le perseguía hasta romperle los huesos. Todo el mundo me cogió miedo. Cuando ella vio que estaba ocasionando tanto mal, vino a mi encuentro y yo pensé que me iba a devolver mi antiguo cuerpo y me transformó, pero esta vez en un zorro. Al ver que no me hacía más que mal, me alejé de ella. Yo sabía que había una madriguera de tejón en el huerto, y me metí en ella hasta que cayó la noche, y entonces hice una gran matanza de gansos y patos. Ella misma está aquí para decir si es mentira lo que digo.
"¡Oh! no estás diciendo otra cosa que la verdad, incluso menos que la verdad", confirmó ella.
Así que, cuando ella se hartó de mis matanzas aví­colas, salió al huerto a buscarme, porque sospechaba que me escondía en la madriguera del tejón. Vino a mí y me convirtió en un lobo. Entonces tuve que mar­charme a una isla, donde nadie en absoluto pudiera verme. De vez en cuando, solía matar alguna oveja, aunque no había muchas allí, y siempre con mucho miedo de ser visto y atrapado. Así pasó otro año, hasta que un pastor me vio entre el ganado, y se orga­nizó una persecución tras de mí. Y, ya estaban los perros cerca de mí, sin lugar alguno por donde yo pudiera escapar; cuando reconocí la señal del rey entre los hombres, y me avalancé hacia él. El rey gritó para que detuvieran a los perros. Di un salto hasta la parte delantera de la silla del rey, Y la mujer que iba a su grupa gritó, "¡Mi rey, mi señor, mátale, o él te matará a ti!"
"¡Oh! él no me matará. Me ha conocido; debe ser perdonado", ordenó.
El rey me llevó a su castillo con él, y dió ordenes de que se me cuidara. Yo era inteligente y, cuando comía, no daba un bocado hasta que no me dieran un cuchillo y tenedor. El cuidador se lo dijo al rey que vino a comprobar si era verdad, y yo con una pata cogí el cuchillo y con la otra el tenedor, y saludé al rey con una reverencia. El rey ordenó que le trajeran bebida, y, cuando vinieron con ella, llenó un vaso de vino y me lo dio.
Yo lo cogí con mi zarpa y me lo bebí, y di las gra­cias al rey.
"Por mi honor", exclamó, "seguro que algún rey o algún gran mago lo ha perdido en la isla; yo lo man­tendré, ya que está adies-trado; y quizá nos sea de utilidad".
Aquel era un rey triste: un rey que no tenía ningún hijo vivo. Ocho hijos y tres hijas le habían nacido, pero todos se los habían robado la misma noche del mismo día en que nacieron. No importaba cuánta guardia pusiera para custodiarlos, por la mañana los niños habían desaparecido. Entonces, un duodécimo hijo le nació a la reina, y el rey me puso a mí para vigi­lar al recién nacido. Las mujeres, sin embargo, no estaban contentas conmigo.
"Oh", les decía el rey ante sus protestas, "¿de qué sirvió nunca toda vuestra vigilancia? No me ha que­dado ni uno solo de los que me nacieron; dejaré al lobo al ciudado de éste, y él no lo dejará marchar".
Me ataron de una cadena a la cuna, y cuando todo el mundo se fue a dormir, yo vigilé hasta que se despertó la persona que lo atendía durante el día; pero sólo estuve allí dos noches; cuando la segunda mañana estaba ya cerca, vi una mano salir por la chi­menea, y era tan grande que rodeó completa y holga­damente al niño, y se disponía a llevárselo. Entonces, salté y le clavé mis dientes alrededor de la muñeca, y, como estaba atado a la cuna, no solté mi mordisco hasta que separé la mano del brazo. Entonces se oyó un alarido extraño proviniente de aquel ser y luego silencio. Dejé la mano con el niño sobre la cuna, y, como estaba cansado, me quedé dormido. Cuando desperté, no había ni niño ni mano y comencé a aullar. El rey me oyó, y supo que algo me estaba suce­diendo, envió a sus sirvientes para ver lo que ocurría, y cuando éstos vinieron me vieron todo cubierto de sangre, pero no vieron al niño; y fueron al rey y le dije­ron que su hijo había desaparecido. El rey vino y vio la cuna teñida de sangre, y preguntó: "¿Dónde está el niño?" y todos dijeron que había sido el lobo quien se lo había comido.
Mas el rey replicó: "No ha sido él: soltadle; él irá en busca del niño."
Cuando me soltaron, seguí el olor de la sangre que me condujo a una habitación en la cual debía estar el niño. Regresé a donde estaba el rey, y tirando de sus vestiduras volví otra vez y me puse a arañar la puerta. El rey me siguió y pidió la llave. Un sirviente le explicó que aquella era la habitación de la "mujer extranjera". El rey ordenó que la buscasen inmedia­tamente, pero no pudieron encontrarla. Y ella tenía la única llave.
El rey rompió la puerta, y entró, y se acercó hasta un baúl del cual pidió la llave para abrirlo. Como no había llave, rompió el candado y cuando abrió el baúl, encontró allí juntos al niño y la mano, y el niño estaba dormido. El rey tomó la mano, ordenó que alguna mujer viniera por el niño, y mostró la mano a todos los de la casa. La mujer forastera se había ido, y el rey no pudo encontrarla -y aquí está ella misma para decir si digo verdad o mentira.
"¡Oh, no estás diciendo más que la verdad!"
Luego el rey prohibió que se me volviera a atar nunca más. Dijo que no había nada tan asombroso como mi captura de la mano, estando atado.
El niño creció hasta que tuvo un año de edad. Aprendió a caminar, y nadie se preocupaba por él tanto como yo. Siguió creciendo hasta cumplir tres años, y se escapaba correteando a cada momento; de modo que el rey ordenó que lo ataran a mí con una cadena de plata, para que no pudiera alejarse nunca de mi lado. Yo pasaba los días con él en el jardín, y el rey nos miraba orgulloso desde los ventanales. No nos quitaba los ojos de encima, donde quiera que fué­semos, hasta que el niño fue tan listo que consiguió soltarse de la cadena y marcharse de mí. Así un día se soltó y yo no le pude encon-trar; por más que corrí dentro de la casa y busqué por toda ella, no conseguí dar con él. El rey ordenó que salieran a buscar al niño, que se había soltado del lobo. Y estuvieron buscán­dole, pero no le encontraron. Cuando decidieron que era inútil la búsqueda, dejé de gozar del favor del rey, y todo el mundo me despreciaba, y yo me debilité, porque apenas conseguía ya un bocado para comer.
Cuando llegó el verano, decidí intentar regresar a casa, a mi propia tierra. Emprendí la marcha una mañana, y me fui nadando, y Dios me ayudó hasta que llegué al fin a mi hogar. Entré en el jardín, porque sabía que había un lugar en él donde podría esconderme, para que mi esposa no me viera. Una mañana la vi salir a pasear, y al niño con ella, cogido de la mano. Yo me asomé un poco para verles, y, como los niños siempre están mirando a todas partes me vio y empezó a gri­tar, "¡veo a mi papá peludo!, ¡mi querido papá, mi papá peludo, ven aquí para que te pueda ver!"
Yo tuve miedo de que me viera la mujer, pues ella no paraba de preguntar al niño dónde me veía, pero él le decía que estaba encima de un árbol; así que cuanto más me llamaba el niño, más me escondía yo. La mujer entró en la casa con el niño, pero yo sabía que él se levantaría temprano aquella mañana.
Fui hasta la ventana del recibidor, el niño estaba dentro, jugando. Cuando me vio, gritó, "¡Oh, mi querido papá, ven aquí para que te pueda ver, papá peludo!" Rompí la ventana y entré, y él comenzó a besarme. Entonces, vi la varita encima de la chime­nea, di un salto hasta ella y la tiré abajo.
"¡Oh! mi querido papá, nadie quería darme la varita bonita", exclamó el niño.
Yo esperaba que me golpeara con la mágica vara, pero no lo hizo. Cuando vi que el tiempo se acababa, levanté mi pata, y le arañé por debajo de la ro­dilla.
"iOh!, tonto, sucio y peludo papá, me has herido, y te voy a dar un golpe con lavara." Y medio un golpe ligero, y así fue como por fin pude volver a mi forma original. Cuando el niño vio a un hombre de pie ante él, dio un chillido, y yo lo tomé en mis brazos. Los sir­vientes oyeron al niño, y una doncella corrió a ver lo que sucedía. Cuando me vio, dejó escapar un grito, y exclamó, "¡Oh, el señor ha vuelto a la vida otra vez!"
Otro sirviente llegó, y afirmó que era yo real­mente. Cuando la señora lo oyó, vino a comprobarlo con sus propios ojos, porque ella no podía creer que yo estuviera allí; y, cuando me vió, dijo que quería morirse. Pero yo dije, "si tú guardas el secreto, nin­gún hombre vivo conocerá la historia por mí, mien­tras conserve la cabeza". Y aquí está ella para decir si estoy diciendo la verdad o no.
"Oh, no estás diciendo nada más que la verdad."
Cuando me vi de nuevo con mi forma humana, decidí que iba a coger al niño y devolvérselo a su padre y a su madre, pues sabía la pena que padecían por su causa. Cogí un barco y llevé al niño conmigo; y, en aquel viaje, fui a parar a una isla, mas no vi un alma viviente en ella; sólo un castillo oscuro y sombrío. Hasta allí me encaminé para ver si había alguien en él. Allí no había más que una vieja bruja, alta y de aspecto terrible que me preguntó, "¿qué clase de persona eres tú?"
Yo oí que alguien se quejaba en otra habitación, y contesté que era médico, y le pregunté qué le pasaba a la persona que estaba quejándose.
"Oh", gimió ella, "es mi hijo, cuya mano le ha sido arrancada de la muñeca por un perro".
Entonces pensé que sin duda era él quien había intentando llevar-se al niño de mi lado, así que afirmé que yo le curaría si me entre-gaba a cambio una buena recompensa.
"Yo no tengo nada; tan sólo ocho muchachos y tres muchachas, tan guapos como nunca se han visto, y, si le curas, te los entregaré a tí."
"Responde antes a una cuestión, ¿en qué lugar fue donde le cortaron la mano?"
"Oh, fue en otro país, hace doce años."
"Llévame ante tu hijo, para que lo vea", agregué.
La anciana me condujo a una habitación, y lo vi: su brazo estaba horriblemente hinchado hasta el hom­bro. Me preguntó si lo iba a curar; y yo le dije que le curaría si estaba de acuerdo en darme la recompensa que su madre me había prometido.
"Oh, te la daré; pero cúrame." Suplicó.
"Bien, tráemelos aquí."
La bruja trajo a los jóvenes a la habitación. Yo dije que habría de quemar la carne hinchada que había en su brazo. Cuando le miré, estaba aullando de dolor. El desgraciado sólo tenía un ojo en medio de la frente. Cogí una barra de hierro, y la puse en el fuego hasta que se volvió roja, entonces le dije a la bruja, "pri­mero dará grandes alaridos, pero después se quedará dormido. No le despiertes hasta que haya dormido tanto como quiera. Yo cerraré la puerta cuando salga".
Cogí la barra, la coloqué sobre su cabeza y se la hendí por el ojo hasta donde pude. El comenzó a gri­tar, e intentó atraparme, pero yo ya estaba fiizra de su alcance, trás haber cerrado la puerta. La bruja me pre­guntó, "¿Por qué está gritando?"
"Oh, pronto se tranquilizará, dije calmadamente, y dormirá un buen rato. Yo, más tarde, volveré a echarle un vistazo; pero, tráeme a los jóvenes y las muchachas." Cuando los tuve conmigo los llevé hacia la puerta, y desde ella pregunté a la bruja "te importaría, antes de partir, decirme dónde los conseguiste".
"Mi hijo los trajo", respondió, "y son todos ellos hijos de un mismo rey."
Me sentía satisfecho, y no quería perder tiempo para estar lo antes posible libre de la bruja; así que conduje veloz a los jóvenes a bordo del barco, junto con el niño que iba conmigo. Yo pensaba en que el rey, de felicidad, me dejaría al niño que había cui­dado. Cuando llegué a sus tierras, con todos aquellos jóvenes conmigo, el rey y la reina estaban paseando. El rey era ya muy anciano, y la reina también. Cuando dije suavemente, tras conversar mucho con ellos, que aquellos eran sus doce hijos, el rey rompió a llo­rar. Yo le pregunté, "¿por qué lloras?".
"Buena razón tengo para llorar. Tantos hijos como podía haber tenido conmigo, y ahora que estoy ajado y gris, en el final de mi vida, no tengo ninguno."
Yo le conté todo lo que había sucedido, y puse al niño en sus manos, y dije, "éstos son tus otros hijos, que fueron robados de tu lado, y a quienes yo te devuelvo sanos y salvos. Están bien educados".
Cuando el rey se convenció de quiénes eran, se los comió a besos, y los ahogó en lágrimas, y los secó con finos pañuelos de seda, y con el pelo de su propia cabeza, y lo mismo hizo su madre, y grande fue su bienvenida para mí, pues yo había sido quien los había encontrado a todos.
Un día el rey me dijo, "te dejaré a mi último hijo, puesto que tú eres el que más se lo ha ganado; pero deberás venir a mi corte todos los años, trayendo al niño contigo, y yo compartire contigo mis pose­siones".
"Yo ya tengo bastante, y a mi muerte lo dejaré todo al niño", le respondí agradeciéndole la merced. Allí pasé bastante tiempo hasta que decidí finalizar mi visita, le conté al rey todos los infortunios por los que yo había pasado, pero sin decirle nada acerca de mi esposa. Y ahora, ya conoces la historia.

Así pues, cuando regreses a casa, y el Esbelto Atleta Rojo te pregunte por las noticias de la muerte de Anshgayliacht y por la espada luminosa, cuéntale cómo fue muerto su hermano, y dile que tienes la espada. Entonces, te pedirá la espada, pero tú le dirás, “yo te prometí que la traería, pero no te prometí que la traería para ti"; y, entonces, lanzarás la espada al aire, y ella volverá hasta mí.

Morraha volvió a casa, y contó al Esbelto Atleta Rojo la historia de la muerte de Anshgatliacht. "Y aquí", dijo, "está la espada".
El Esbelto Atleta Rojo se la pidió pero él le dijo: "Yo te prometí que la traería, pero no te prometí que la traería para ti"; y arrojándola a los aires, regresó surcando los cielos hasta las manos de Niall.

 024 Anónimo (celta)

1 comentario:

  1. Excel·lent traducció. He trobat a faltar alguns fragments de l'original que han estat suprimits en alguna versió d'internet. La font és West Irish Folk Tales de William Larminie, on ofereix només la traducció, sense la versió original en gaèlic.

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