Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

domingo, 3 de junio de 2012

El muchacho mago

En la costa de Groenlandia, en un lugar extremadamente solitario vivían una anciana y su nieto. Su morada consistía, simplemente, en un profundo hoyo excavado en la tierra y cubierto de maderos, llevados por las tempestades a aquella inhospitalaria costa, y sobre los cuales habían extendido una gruesa capa de tierra muy bien apisonada. De este modo, cuando llegaba el invierno con sus crueles fríos, era posible la vida en aquella triste región, y la abuela y el nieto se guarecían en aquel agujero, alumbrados por su lámpara de aceite de foca, manteniéndose del producto de las trampas que ponía el muchacho y de algunos regalos que les hacían los cazadores del pequeño poblado “innuit", que es el nombre que los esquimales se dan a sí mismos.
Como ya se comprende, para sostenerse en aquella desierta región, abuela y nieto habían de trabajar de firme. Ella se dedicaba al cuidado de la casa, si casa podía llamarse a semejante madriguera, y el muchacho, siempre que la crudeza del tiempo no se lo impedía, iba a poner trampas para los animales que constituían su alimento o bien se dedicaba a recorrerlas para apoderarse de los que habían caído en ellas.
Tanto la anciana como el muchacho no podían ser muy exigentes en cuanto a la clase de carne que comían. Zorros, lobos, martas armiños, alguno que otro pájaro, todo les parecía bueno para satisfacer el apetito y, como ya sabéis muy bien, aquellos climas tan fríos exigen la ingestión de grandes cantidades de comida para que se conserve el calor vital.
En otoño, en verano y en primavera, únicas épocas en que, sin peligro de la vida, era posible abandonar la vivienda, la abuela nunca dejaba de recomendar a su nieto:
‑Dirígete siempre al este. Nunca vayas hacia el oeste, porque allí encontrarías un gran peligro.
Pero siempre se negaba a decirle en qué consistía el peligro y no porque el muchacho dejase de preguntárselo con la mayor insistencia.
El había observado, en más de una ocasión, que alguno de sus amigos, que vivía en el mismo poblado, dirigíase, a veces, al oeste, sin que le ocurriese nada desagradable y, por lo tanto, se preguntó, más de una vez, por qué no podía imitarlos.
Pero su abuela, siempre vigilante, le hacía prometer que nunca se atrevería a desobede-cerla.
El muchacho acabó por conformarse y, de este modo, transcurrieron varios años, hasta que se hubo convertido en un hombre. Y como quiera que aun seguía atormentándolo la extrañeza de aquella recomendación de su abuela, empezó a insistir una y otra vez, a fin de que ella le diese la explicación de semejante misterio.
Ella se resistió cuanto pudo, pero, al fin, obligada a decir la verdad, contestó:
‑En el oeste hay un ser que está deseoso de causarnos daño. Y si te ve, puedes dar por seguro qué de ello resultará la muerte tuya y mía.
Pero esta afirmación, en vez de asustar al muchacho, sólo contribuyó a darle la secreta resolución de dirigirse hacia el oeste, a la primera oportunidad que se le ofreciera.
Claro está que, ni remotamente, tenía el deseo de ser causa de algún dolor o desgracia a su abuela, y mucho menos a sí mísmo, pero fiaba en su fuerte brazo, y en su aguda inteligencia, así como en su astucia para librarse de una vez de aquel temido enemigo.
Cierto día, después de haber dejado bien provista la casa de carne de foca y de reno, sin contar otros pequeños animales, como algunas liebres polares y dos o tres zorros, emprendió el viaje, diciendo a su abuela que quería ir hacia un punto lejano de la costa, con objeto de cazar algunas morsas.
Ella lo creyó sin recelar el verdadero objeto que perseguía su nieto, el cual, después de tomar, ostensiblemente, el camino del este, dió un gran rodeo y siguió la dirección contraria. Continuó andando durante todo el día, de modo que cuando ya el sol de otoño empezaba a inclinarse hacia el horizonte, pues, en aquella estación, comenzaba el tránsito del interminable día a la larga noche de seis meses, llegó a un gran lago y como ya estaba fatigado de su largo viaje, se detuvo a descansar. Pero llevaba muy poco rato sentado, después de haber encendido una hoguera, cuando oyó una voz poderosa, que exclamaba:
‑¡Ajajá, muchacho! Ya te veo.
El interpelado miró a su alrededor y luego levantó los ojos al cielo, mas sin ver a nadie.
‑Voy a enviarte un huracán ‑añadió la poderosa voz‑. Y espero que, aun cuando vuestra habitación está excavada en la tierra, lograré hacer rodar hasta ella una o dos locas de gran tamaño, que, con su peso, rompan la techumbre. ¿Qué te parece de esto?
‑Muy bien ‑contestó el joven con alegre acento‑. Precisamente estábamos ya cansados de nuestra cabaña subterránea y me proponía construir otra. De modo que, si quieres, puedes destruirla, porque me harás un favor.
‑Pues bien, vuelve a tu casa y verás lo que sucede ‑contestó la voz en tono burlón‑. Creo que no te gustará mucho.
Sin asustarse lo más minimo, el joven aventurero volvió sobre sus pasos, Cuando ya estaba cerca de su casa, se levantó un viento huracanado que hacía rodar las rocas sueltas por encima de la capa de nieve que ya empezaba a cubrir la tierra.
‑iDate prisa! ‑exclamó su abuela, que había salido de la casa‑. Ven en seguida porque, de lo contrario, moriremos los dos.
El joven, a pesar de la amenaza de aquella poderosa voz, no dudó un momento en entrar en su cabaña subterránea.
La anciana, que adivinó la causa de lo que sucedía, regañó ásperamente al nieto por su desobediencia, mostrándole los resultados de ella, pero el muchacho calmó sus temores, diciéndole:
‑No te apures, abuela. Aunque tú lo ignores, el "angelook" [1] del poblado me enseñó bastante magia en la Casa del Canto. Por consiguiente, no llores, porque yo pondré remedio a todo eso. Voy a hacer de manera que el techo de nuestra cabaña se transforme en dura piedra y, de este modo, las rocas, que ahora van rodando de un lado a otro, no podrán causarnos ningún daño.
En efecto, el muchacho empezó a entonar una extraña canción, profiriendo fuertes chillidos, tal como le había enseñado el brujo, y seguramente su conjuro fué eficaz, porque la abuela no tardó en darse cuenta de que, si bien el techo de la cabaña continuaba en la misma forma de siempre, tanto los maderos como la tierra apisonada que los cubría, habíanse transformado en durísima piedra, de modo que ya nada tuvieron que temer.
Como si el enemigo se hubiese dado cuenta de lo que sucedía, cesó casi de repente el huracán y las rocas que había arrastrado de un lado a otro se quedaron inmóviles en los sitios adonde habían ido a parar.
Además, aquel huracán tuvo la ventaja de hacer llegar a corta distancia de la cabaña algunos maderos flotantes, que fueron arrojados a la costa, de modo que, gracias a ellos, aumentó la provisión de leña y de madera de construcción para todos los habitantes del poblado.
Al día siguiente el joven se disponía a partir de nuevo hacia el oeste, pero los suplicantes ruegos de su abuela fueron causa de que tomara el camino contrario, aunque sólo durante una hora. En cuanto ya estuvo lejos del poblado, dió, otra vez, un gran rodeo y se dirigió al oeste; así que hubo llegado a la orilla del lago, oyó nuevamente aquella voz, a pesar de que su dueño continuaba invisible.
‑Voy a mandar una horrible tempestad de granizo sobre vuestra cabaña –anunció-. ¿Qué te parece eso?
‑Muy bien ‑contestó el joven‑. Me gustará en extremo, porque siempre he necesitado puntas agudas para mis arpones.
‑Pues vuélvete a casa y lo verás ‑añadió la voz.
El joven emprendió el camino de regreso y a medida que se aproximaba a su casa obscurecíase el cielo que, por fin, casi pareció que fuese de noche. Y en cuanto estuvo dentro de su cabaña empezó a caer un granizo fortísimo, cada una de cuyas piedras tenía, quizá, el tamaño de la cabeza de un hombre.
‑Esta vez si que quedaremos destruídos -se quejó la anciana‑. ¿Cómo nos salvaremos?
Pero el joven se limitó a señalarle el tejado de roca, contra el cual nada podían aquellas piedras del granizo, que se estrellaban al chocar contra la dura superficie del tejado. Por último aclaró el cielo y el joven, en cuanto salió de su cabaña, vió diseminadas, por doquier, hermosas puntas de arpón.
‑Voy a preparar unos cuantos mangos de madera ‑­dijo‑, y así tendré abundantes arpones para la pesca.
Pero en cuanto hubo preparado dos o tres docenas de mangos para sus arpones observó, con la mayor extrañeza, que todas las puntas de arpón habían desaparecido.
‑¿Dónde habrán ido a parar? ‑preguntó a su abuela.
‑Eran de hielo, tonto ‑le contestó ella‑, y se han fundido.
El joven esquimal se irritó mucho por aquel desengaño sufrido y juego trató de encontrar la manera de vengarse del ser misterioso que acababa de jugarle tan mala pasada.
‑Ten cuidado ‑le recomendó su abuela-, y no cometas imprudencias. Sigue mi consejo, y déjalo en paz.
Pero el espíritu aventurero del muchacho lo impelió a buscar el término de la aventura, de modo que tomó una piedra, se la ató en torno del cuello para que le sirviese de amuleto protector y, otra vez, se dirigió al lago. En aquella ocasión observó con el mayor cuidado la dirección de donde procedía la voz y de este modo vió en el centro del lago una enorme cabeza, que tenía un rostro en cada uno de sus dos lados extremos.
‑iAjajá, tío! ‑exclamó el joven‑, Ya os veo. ¿Os gustaría que desecase el lago?
‑Eres un imbécil ‑contestó la voz, enoja­da. Eso no sucederá nunca.
‑Pues id a casa y lo veréis ‑le contestó él con igual acento burlón que el otro adoptara en ocasiones anteriores.
Y, mientras hablaba, cogió la piedra, la volteó dos o tres veces por encima de su cabeza y la arrojó al aire. Cuando empezó a descender, aumentaba de tamaño por instantes y en el momento en que penetró en el lago, el agua empezó a hervir.
El muchacho, en extremo satisfecho, regresó a su cabaña para dar cuenta a su abuela de lo que había hecho.
‑Es inútil ‑le dijo ella‑. Muchos cazadores han tratado de matar a ese monstruo, pero todos perecieron en el intento. Tu pobre padre fué una de las víctimas, y tal fué la causa, también, de la muerte de tu madre, pues la pobre no pudo resistir el dolor de su viudez.
A la mañana siguiente, nuestro héroe emprendió, de nuevo, el camino hacia el oeste y encontró el lago ya seco del todo. Todos los peces estaban muertos, a excepción de una enorme rana verde, la cual, en realidad, era el ser malicioso que tanto había querido destruir a la abuela y a él mismo. Un buen garrotazo acabó con aquel extraño animal y el joven, triunfante, llevó la buena nueva a su anciana abuela que, desde aquel momento, ya vivió tranquila y satisfecha.


036 Anónimo (esquimal)


[1] Nombre que dan los esquimales al hechicero de la tribu.

No hay comentarios:

Publicar un comentario