Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

martes, 5 de junio de 2012

La sirena del río cato


En algún lugar en las cercanías del río Cato [1], donde en los tiempos en que la gente de la tierra era dueña de todo hubo un maravilloso bosque de canelos y laureles, existió alguna vez ‑y hay quienes afirman que aún existe­- la morada de uno de los seres elementales [2]: la shompalwe [3].
Esta sirena tenía la habilidad de dejar las aguas e internarse en las montañas. Si un caminante andaba en la tarde de un día jueves cerca de la zona donde moraba la shompalwe, su suerte podía verse complicada.
Un hombre que por primera vez remontaba el cauce del río dirigiéndose hacia Coihueco, en busca de un trabajo que le habían ofrecido, se detuvo un jueves por la tarde a descansar ‑ya que marchaba a pie desde la noche anterior‑ a unos cuantos metros del camino.
El tiempo era más que agradable en esa época, y el hombre se puso a comer frutos rojos que abundaban en aquel sitio, más cuanto más se acercara uno a la ladera de la montaña. Luego de caminar un poco en esa dirección, habiéndose alejado unas cuan­tas decenas de metros del sendero, el hombre se tiró sobre la hier­ba a dejar que el sol cayera sobre su cuerpo y lo recon-fortara, an­tes de emprender de nuevo el camino hacia la dureza de la labor que le esperaba en Coihueco.
Empezaba a adormecerse un poco bajo la caricia tibia del sol, cuando comenzó a oír una hermosa melodía, de un estilo que el hombre jamás había escuchado. Sonaba lejana al principio, como proveniente de lo alto de la montaña. Era una voz suave, dulce, que provocaba un hermoso sentimiento de placidez y equilibrio, como si por sólo oírla uno se sintiera más limpio, más bueno, mejor.
El hombre la disfrutó unos momentos echado en la hierba y con los ojos cerrados, pero pronto la atracción de esa voz y la ma­gia de la melodía lo impulsaron a levantarse y tratar de buscar el origen de tanta maravilla, que además sonaba claramente cada vez más cercana.
Cuando se puso de pie y miró hacia el lado de la montaña, al­canzó a divisar entre unos laureles que crecían al pie la silueta de una niña. Pero no era una niña cualquiera, no, no podía ser una lugareña haciendo travesuras. No, porque aunque la vio apenas por un segundo pudo comprobar que sus cabellos eran como de oro y su piel rosada casi hasta la blancura. Su belleza era extraña a los ojos del hombre, pero sin duda muy grande.
La voz seguía sonando por todo alrededor, y el hombre se acercó más al pie de la montaña. Entonces, unos cuantos metros más arriba, la niña de oro se le apareció ahora en plena figura. Viéndola de este modo, el hombre terminó de comprobar que era hermosa como nunca había visto niña alguna, aunque con esa hermosura ajena a todo lo que podía relacionarse con las gentes de aquellas tierras. Y que la voz con que cantaba aquella melodía ‑para él ininteligible y a la vez irresistible‑ lo envolvía con tan­ta dulzura que invitaba a cerrar el camino a todo pensamiento y entregarse a la pura experiencia del sonido.
El hombre comenzó a ascender. Iba perdiendo casi toda conciencia de sí mismo. Sólo quería ascender, ascender, ascender...
Y de repente el hombre sintió algo aún más incomprensible que la voz y la melodía. Sintió que la montaña se movía. Que la tierra bajo sus pies temblaba. Cayó de espaldas y rodó algunos metros hacia abajo. Unos momentos después, todo era quietud y silencio. La niña de oro había desaparecido, también el eco de su voz.
Aturdido, desconcertado, el hombre se puso de pie y regresó hacia el sendero del río. Siguió su camino en un estado de perplejidad que no superó hasta llegar por fin a Coihueco.
Una vez allí, se enteró de dos cosas sorprendentes. La primera, que lo que había vivido en la montaña era un coletazo de un terremoto que había sacudido principalmente a Chillán [4], pero se había extendido a distintas regiones, incluso, aunque levemente, hasta el propio pueblo donde ahora estaba.
Lo segundo fue aún más inquietante. Contando a unos lugareños su encuentro en la ladera de la montaña, se enteró de que lo que había visto y oído no era ninguna niña sino la shompalwe, la sirena del río Cato, de la que se sabía que atraía a los caminantes con su canto, haciéndolos internarse en la montaña. El hombre preguntó entonces qué le hubiera ocurrido de no mediar la circunstancia natural que lo salvó. Pero nunca iba a saberlo porque nadie lo sabía: quienes se internaron en la montaña de la sirena jamás volvieron, y nunca se supo qué fue de ellos una vez desaparecidos detrás de aquella voz mágica y en realidad macabra.

Fuente: Néstor Barrón

 066. Anónimo (patagon)


[1]Río chileno cuyo recorrido relaciona lugares como los Altos de Cule, el Cerro La Bruja, los Cerros de Bellavista, etc.
[2]Como en tantas otras culturas, esta denominación describe en general a los espí­ritus de la Naturaleza, seres muchas veces inmateriales, a veces capaces de tomar formas del mundo humano, y siempre dueños de alguna clase de poder mágico.
[3] En idioma araucano, una sirena. Es de notar que, así como las historias tradicionales de los aborígenes retratan en general a las sirenas de forma no muy distinta de las ondinas europeas, entre los mapuches ‑y no conozco casos similares en otras culturas del mundo‑ la sirena también podía ser un hombre.
[4]Chillán ha sido golpeada múltiples veces por terremotos de magnitud considerable (1751, 1835, 1939, 1953 y 1960), al punto de que fue apodada "Ciudad del Movimiento". Nicanor Parra dedicó un bellísimo poema a esta ciudad que dice entre otras cosas: "Chillán no está vencido, Chillán laurel alzado // como el verde campo de los gentiles caballos // Que se levante el fuego como un caballo de oro // que aquí no pasa nada que puramente todo". El terremoto aludido en esta historia puede ser el del '39 o, más probablemente, el del '53.

No hay comentarios:

Publicar un comentario