Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 29 de noviembre de 2013

Cintos: el malvado que fue santo

Jacinto Portillo fue un soldado español que llegó a México junto a Hernán Cortés. Portillo era valiente; nadie le vio jamás dar la espalda a la batalla, ni en los peores momentos. Mas era inmisericorde con los vencidos.
Cuando se dio fin a la conquista, Portillo accedió al cargo de gobernador de los pueblos de Tlatlauhquitepec y Huey Tlalpan. Desde su cargo, y enceguecido por la codicia, impuso tales tributos que los habitantes de aquellos pueblos apenas podían comer. Portillo era, cada vez más, un hombre violento y colérico. De tan cruel y soberbio, por la más leve falta abofeteaba y causaba otros daños a quienes a él estaban sometidos. Tanto uso hacía de su grueso cinturón para golpear a los indios, que éstos, en vez de por su nombre, le conocían por el de Cintos...
Ordenó a sus criados un día, el malvado Cintos, que fueran a recoger el tributo que los indios debían entregarle. Pero aquellas pobres gentes, de tan cansadas de sufrir como estaban, se negaron a pagar. Los sirvientes de Cintos mostraron su asombro ante aquella negativa, que era, empero, muy pacífica. No estaban acostumbrados a semejantes desplantes. Temían, además, que su amo descargase en ellos la cólera que tal negativa habría de provocarle.
-No podemos entregaros más, señor -dijo uno de los indios al que parecía encabezar el grupo de recaudadores.
Los españoles, entonces, hicieron restallar sus látigos sobre las cabezas de los indios y éstos se encolerizaron. Prendieron a los criados de Cintos, los llevaron al bosque y allí, ante un ídolo que guardaban escondido entre las hojas, procedieron a sacrificarlos.
Sólo uno de aquellos hombres pudo escapar para dar cuenta de lo sucedido a Cintos.
-Ahora sabrán quién es Portillo -sentenció el malvado Cintos.
Montó en uno de sus soberbios caballos y al galope partió hacia las tierras de los indios, confiado en que con su mera presencia desataría el pánico entre ellos.
Las cosas, sin embargo, no resultaron tal y como Cintos las había imaginado. Los indios, ya exaltados, y sabedores de que nada bueno les esperaba, decidieron hacerle frente. Cintos no vio sino caras de feroz gesto, ojos de fuego... Comenzó a insultar a los indios, para armarse de valor. Y una lluvia de flechas, de repente, cayó sobre él. Pudo escapar a uña de caballo, pero sólo un corto trecho. Herida al fin su montura por una de aquellas flechas, cayó a tierra. Corrió desesperadamente, con las flechas silbándole en los oídos, y al cabo pudo arrojarse a las aguas de un río, en las cuales desapareció ante los ojos de sus perseguidores. Los indios, dándole por muerto, volvieron a su tierra.
Cintos, sin embargo, había logrado sobrevivir. A nado llegó hasta la otra orilla. Curó sus heridas con el jugo de algunas plantas, y abatido por el cansancio, aunque su primera intención fuera la de volver cuanto antes a sus dominios, quedó sumido en un hondo sueño.
Allí, y en sueños, se le aparecieron dos ángeles. Uno de ellos, lleno de dolor y de espanto, refería al otro los desmanes de aquel soldado español, ofreciéndole toda suerte de detalles acerca de su crueldad. Cuando Cintos despertó, impresionado por aquel sueño, no pudo levantarse de donde estaba. Sólo a rastras consiguió llegar hasta el tronco de un frondoso árbol, y allí, muy emocionado, meditó sobre lo que le aconteciera. Se vio entonces tan miserable, tan dejado de la mano de Dios, tan cruel, en suma, que se sintió invadido por una profunda lástima de sí mismo, en medio de la cual no cesaba de dar gracias a Dios por haberle salvado, inmerecidamente, de la muerte a manos de aquellos indios a los que con tanta saña maltratase.
Hizo el firme juramento de que en adelante llevaría una vida más cristiana. La noche había caído ya sobre el bosque, y como sintiera que le volvían las fuerzas, decidió ponerse en pie para regresar a lugar civilizado.
Caminaba penosamente, pues aún sentía fuertes dolores, cuando un embozado le salió al paso. Cintos, lleno de asombro, quedó inmóvil. La extraña figura le dio entonces un empujón en el pecho, y Cintos cayó de espaldas al suelo.
-¿Quién eres? -preguntó aterrorizado desde el suelo.
La figura embozada nada contestó. Sacó de debajo del embozo un garrote y molió a palos al ya maltrecho Cintos.
-¡Dios me asista! -clamó el soldado español.
Y, al instante, la figura desapareció llenándolo todo con un misterioso resplandor dorado.
No tuvo duda Cintos de que se trataba del propio Dios, y fue entonces cuando tomó la decisión de llevar en lo sucesivo una vida de penitencia.
Pudo llegar al fin hasta su palacete, ante el asombro de sus criados y de los soldados puestos bajo sus órdenes. En los días que siguieron al del extraño suceso, y mientras sanaba, quienes le rodeaban se hacían cruces ante el notabilísimo cambio operado en el ayer altivo Portillo. Ahora era bondadoso en grado sumo; daba las gracias por los servicios prestados; y pedía perdón, de continuo, por su comportamiento de otros tiempos.
Cuando curó del todo, y ante el estupor de sus súbditos, llamó al escribano y renunció a todas sus riquezas y a todos sus cargos.
Recompensó a quienes en el pasado dañara, y entregó sus bienes a la Corona española, bajo la condición de que las personas que antes le entregaban sus tributos quedaran exentas de tal contribu-ción.
Efectuado todo esto, marchó al convento de los franciscanos tras despedirse de los placeres del mundo.
-¿Qué deseas, hermano? -le preguntó un lego.
-Quiero prosternarme ante el padre prior -dijo Cintos.
Sólo entonces reconoció el hermano lego a quien llamaba a las puertas del convento, y se estremeció. Aún no tenían noticia los frailes del cambio operado en el malvado Cintos, cuyas fechorías les eran referidas de continuo por los indios. Corrió en busca del padre prior, sin embargo, y éste, al poco, presentose a Portillo.
-¿Qué deseáis de mí, señor?
Cintos, ante el evidente temor del buen franciscano, se puso de rodillas.
-Padre -dijo Cintos con voz temblorosa, deseo vuestro consenti-miento para que pueda entrar como lego en el convento que dirigís. Quiero hacer vida de penitencia y lavar así mis gravísimas culpas.
El prior no salía de su asombro.
-Padre -prosiguió Cintos, sé que mi solicitud de ingreso en vuestro convento os ha de parecer extraña, forzosamente extraña. Mas Dios me ha concedido la gracia de abrirme los ojos a la verdadera vida.
El padre prior, entonces, rogó a Cintos que se levantase y que le contara cómo se había producido su vehemente rectificación.
Cuando concluyó su relato, Cintos obtuvo del prior consentimiento para morar entre los frailes como lego.
En poco tiempo aquel hombre fue otro. Hacía vida de penitencia, pero en su rostro siempre lucía una sonrisa. Sentía tanto celo por la salvación de las almas de los indios, que un día, cuando varios frailes se disponían a partir hacia Zacatecas para convertir a los infieles, Cintos se presentó al prior.
-Padre, permitidme que vaya junto a mis hermanos -pidió.
El prior dudó.
-Padre -insistió el lego Cintos, ellos podrán hablar a los infieles mientras yo les preparo la comida. Permitidme ir con ellos.
-Ve con ellos, hijo -dijo el prior. Sé que les procurarás gran ayuda.
Así fue como Portillo, el soldado español conocido como el malvado Cintos, pasó a Zacatecas y sirvió allí a los frailes en la difícil misión de convertir a los indios a la fe de Cristo.
En cierta ocasión, y tras muchas jornadas de camino, se acabaron las provisiones de los frailes. Tuvieron, además, que adentrarse en el bosque para escapar de algunos grupos de indios que miraban a los misioneros con mucha hostilidad. Junto a las turbias aguas de un caudaloso río, los frailes, hambrientos, acechaban la aparición de algún pez, a pesar de que sabían lo muy difícil que era pescar sin aparejo.
-No miréis con tanta nostalgia, hermanos, pues no ha de ser el río el que nos conceda alimentos -dijo un fraile. Tenemos que salir de este bosque y continuar predicando, que Dios proveerá.
Cintos, a la sazón, oraba alejado de sus hermanos.
-Antes -dijo al fin- deberíamos intentar la pesca de algún pez, pues el hambre no nos permitirá caminar.
-Bien sabes, hermano, que en estas aguas no se puede pescar sin aparejo -dijo un fraile.
-Tengamos fe en Dios -se limitó a decir Cintos.
Se miraron los frailes entre sí, y se decidieron a pescar. Lanzaron los hábitos de uno de ellos a las aguas, a modo de red, y al poco aquella tela apareció llena de peces. Tuvieron comida para muchos días. La fe de Cintos les había salvado de morir de hambre.
Cintos, durante muchos años, anduvo entre los indios ayudando a los misioneros. Ya anciano, vivió en el convento franciscano del Valle del Guadiana, mas ni siquiera la edad mermaba su fe y sus fuerzas. Tanto afán de hacer el bien tenía que caminaba de un lado al otro en busca de quien necesitase de su ayuda.
-Hermano -dijo una tarde al lego portero de su convento, ya no habré de darte más trabajo en esta. vida.
-¿Acaso piensas morir pronto? -preguntó el portero.
-Cierto es. Sé que moriré en breve.
El lego portero se tomó a broma de viejo aquellas palabras.
Al día siguiente tuvo Cintos noticia de que un indio estaba enfermo y no tenía hogar donde reposar. Partió de inmediato Cintos en su busca. En brazos llevó al indio hasta su propia celda, y allí, con la ayuda de los otros frailes, le prodigó toda clase de cuidados. De pronto, un alacrán que subía por la pared de la celda, picó la mano del hermano. Los frailes que con él estaban se horrorizaron.
-No os asustéis, hermanos -dijo Cintos. Bien sabía yo que uno de estos días Dios vendría a buscarme. Ya lo ha hecho, valiéndose de este pequeño alacrán.
De inmediato comenzó a cantar salmos de alabanza, mientras los demás franciscanos trataban de poner remedio a los dolores que el lego sufría en silencio, sin exhalar una queja.
A los dos días, el 20 de septiembre de 1566, moría el lego bajo el hábito de San Francisco.
Algunos años después de su muerte trasladaron el cadáver a otra sepultura, y los frailes que esa tarea hacían lo encontraron incorrupto y oliendo a rosas. Cintos, el malvado Cintos, era ya un santo.

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