Sabías que a muchos les iba a parecer increíblemente
atroz lo que contabas; que desde algún improbable infierno alguien desearían
poder estar vivo para detener tu mano, para impedir, matándote, que narrases
esa historia. Ese alguien era tu madre, a quien habías asesinado. Según tú, en
cumplimiento de una justa venganza. Así lo escribías en el primer párrafo, e
inmediatamente aconsejabas al pusilánime que se detuviera en esas líneas y no
siguiera adelante. Puesto que «las manchas de mi infamia - le salpicarán en los
ojos». Era el precio que el lector iba a pagar por conocer «a qué insondables
terrores puede conducir la mezcla de dos sentimientos tan dispares como el odio
y el remordimiento».
Te temblaba la mano, y ese temblor se comunicaba a
los trazos en el papel cuando expresabas que «matar es lo más fácil del mundo.
Basta disponer de un buen cuchillo de cocina y cerrar los ojos en el momento
justo. Lo difícil es soportar la idea de que uno ha sido capaz de hacerlo, de que
el imposible regresar al tiempo en que todavía no se ha matado, cuando el
cuchillo todavía está en el aire, antes de que se descargue el golpe mortal».
Luego vomitaste otro párrafo, sin que por ello dejaras de temblar: «Pero más
insoportable es comprobar que, pese a que la carne se haya convertido en una
piltrafa sanguinolenta, de que aparentemente el ser que nos produjo la
desgracia ya no exista, el veneno del odio sigue circulando por nuestra sangre,
condensándose malignamente en las venas al desaparecer el objeto en que era
posible descargarlo. Porque entonces se descubre que ya sólo puede haber
misericordia en la humedad del sepulcro.»
No había futuro en tu vida y la angustia te
dificultaba insidiosamente la respiración. Estabas descubriendo también al vana
utilidad de la literatura. Puesto que, aunque tu mano corría emborronando
convulsivamente las hojas, no por ello lograbas aplacar la inexorable obsesión
de aquella escena monstruosa. Tu madre durmiendo al calor del brasero, con la
cabeza apoyada entre los brazos, sobre la mesa camilla, un anochecer
transparente de diciembre, triunfante el frío por los intersticios de la
ventana. Y tú acercándote de espaldas, con el filo del cuchillo enhiesto a la
altura de los hombros, caminando con sigilo para que no se despertase,
experimentando, a pesar de todo, una ternura insobornable al contemplar su
cabello grisáceo, su adusta pelambrera de muñeca abandonada. Y luego dejándote
caer con todo el peso de tu cuerpo, hasta manchar de sangre la empuñadura,
sintiendo el temblor chorreante y cálido de la carne abierta en los nudillos,
traspasándote los oídos su grito leve, distorsionado como un chirrido.
Dejaste de escribir y, por enésima vez, te
preguntaste por que la habías matado. No era porque, según habías escrito, descubriste
en sus ojos «un brillo maligno». La razón era mucho más sencilla y mucho más
monstruosa: te resultaba insoportable la idea de su amor desinteresado; no
podías aguantar el hecho de que alguien pudiera quererte sin pedir nada a
cambio, de que llevara haciéndolo años y años y que deseara consumir a tu
servicio los últimos de su vida. Era vieja, insufriblemente vieja, y la muerte
exhalaba ya sobre ella su hálito infecto. ¿Por qué no acelerar su fin y
preservarla, en consecuencia, de una triste agonía? Una muerte inesperada,
rápida, que penetrase por sus espaldas a fin de que nunca llegara a conocer la
identidad de su asesino. Y luego la tranquilidad, la independencia absoluta, la
posibilidad de respirar a tus anchas, de hacer en aquella casa lo que te
viniera en gana.
Abandonaste la pluma con la intención de volver a
cogerla en otro momento más propicio, y la sustituiste por el cuchillo,
determinado como estabas a dar los siguientes pasos de tu plan. Te desharías
del cuerpo y luego, al cabo de unos días, denunciarías a la policía la
desaparición de tu madre, atacada en los últimos tiempos -ibas a precisar al
inspector- de una cierta demencia senil.
El cuchillo, aún sangrante, te manchó las manos.
Pensaste en lo que ibas a hacer y tus tripas se revolvieron. Pero era
absolutamente necesario. Así que trataste de no ver en el cadáver ensangrentado
de tu madre, cuya humedad humeaba aún al calor de la mesa camilla, otra cosa
que la materialidad de un volumen carnoso, como el de las reses sacrificadas
que algunos obreros se ven obligados a transportar sobre sus hombros. Al amparo
de esta idea creíste haber reunido el valor suficiente para acercarte, con el
cuchillo en la mano, al cuerpo de tu madre. Pero esa mano temblaba y la náusea
envenenaba tu corazón. Al fin pudiste hacerlo, empezando por la cabeza. Qué mal
momento al levantarla, sujetándola por los cabellos, y enfrentarte con su
mirada ciega, carente del más pequeño asomo de resentimiento, pero con la
espantosa evidencia de tu identidad reflejada en su último gesto. De nada te
había servido, pobre loco, asesinarla por la espalda. Ella sabía que eras tú, y
fue ese conocimiento, más que la cuchillada, lo que la mató. Todo eso lo leíste
en el brillo de sus ojos muertos, y cerraste los tuyos, mientras segabas el
cuello a cuchilladas torpes y frenéticas. ¡Qué horrible dureza del hueso!, ¡qué
resistencia imprevista! Pero al fin pudo más tu encarnizada voluntad, la
histérica necesidad de colocar aparte cuanto antes, como un trofeo, sobre la
bandeja de plata, la cabeza de tu madre. ¡Qué sensación, el peso de aquella
cabeza chorreante, suspendida en el aire! Te olvidaste, por un momento, de que
en aquel cerebro estaban impresas dos huellas indelebles: el placer de tu
fecundación y el dolor de tu parto.
No eras un monstruo. Tus entrañas se conmovían y
querías borrar la realidad de tus actos con un caudal de lágrimas,
recriminándote una y otra vez por la sangrante monstruosidad que había anidado
en tu corazón. Pero cuando al fin dejaste la cabeza derecha sobre la bandeja
creíste descubrir en aquella expresión desfigurada un gesto de asentimiento,
como si tu madre, perdonándote, te alentara también a proseguir la necesaria
tarea. La extraña lucidez de tu cerebro empañaba cuanto te rodeaba con los
colores que más te convenían. Y así, la horrorosa cabeza sangrante, de cabellos
retorcidos como inmóviles serpes de la Górgona , te parecía un receptáculo de una
expresión dulce y consentidora. Y así, aquel cuerpo decapitado, sedante aún
junto a la mesa camilla, cuyo rojo sangriento se extendía hasta confundirse con
el color de las faldas de la mesa, no era tu imaginación sino el cordero del
sacrificio, la vieja carne vencida por la muerte que ansía el putrefactor
contacto de la tierra para librarse de un Pecado primordial y perenne. Muchas
otras palabras altisonantes retumbaron en tu cabeza, fueron a musitar incluso
en la punta de tus labios, mientras abrías, cercenabas, partías y al fin
descuartizabas manos, brazos, hombros, costillas, senos, vísceras. Te consolaba
pensar que un demonio ciego guiaba tu mano, que la repulsiva carnicería
(¡aquella piel desnuda, blanca, de tu madre, vista por primera vez!) era el
precio justo de la vida, la consumación de un término inexorable, y que tu mano
no era más cruel que la mano del Tiempo. Pero llorabas, sí; llorabas y te
estremecías convulsivamente y deseabas que aquello no fuera real; deseabas no
ser otra cosa que un niño asustado por las primeras brumas del deseo, flotando
inerme en el cenagal de una espantosa pesadilla. ¿Por qué, entonces, lo habías
hecho?
No quisiste encontrar la respuesta en tu cerebro
agitado. Miraste a la cabeza de tu madre, que sobre una mesa contigua asistía
imperturbable al horrendo espectáculo. La bombilla que pendía del techo fue
sacudida involuntariamente por uno de tus movimientos, mientras el cuchillo se
hundía en las sanguinolentas entrañas. Eso hizo que proyectara móviles sombras
sobre su rostro, y aquella cabeza, ya pálida y endurecida, parecía reír y
llorar alternativamente, contemplar su propio cuerpo destrozado y luego mirarte
a ti desde la insufrible profundidad de sus ojos entornados.
-¡No soy yo, madre! ¡No soy yo! ¡No me mires!
Lo gritaste a pleno pulmón, dándote apenas cuenta de
tu imprudencia. Todavía no eran las doce de la noche y algún vecino, quizá,
pudo haberte oído. Pero más imperiosa que la prudencia era para ti entonces la
necesidad de gritar, de acercarte a aquella cabeza y hacer girar la bandeja
hasta colocarla de cara a la pared. Llegaste a la terrible conclusión de que el
mal no necesita razones para manifestarse, de que a veces surge como un animal
rabiosamente puro desde las más oscuras profundidades de la conciencia. Pero
también descubriste que el remordimiento le acompaña siempre como su sombra.
Por eso, aunque momentáneo, fue muy real tu alivio al no tener que enfrentarte
nuevamente con el rostro de tu madre, cuyos ojos muertos descansaron en la
piadosa nada de la pared.
Apaciguados tus fantasmas, volviste a la tarea de la
carne y de la sangre. El cuerpo despedazado era ahora una masa humeante y
rojiza, un montículo descuartizado y espeluznante del que emergían manos y pies
como únicos vestigios de humanidad. De la cocina trajiste un paquete de bolsas
de basura y fuiste colocando en ellas los despojos. Empleaste casi dos horas en
ellos y en borrar las huellas de la sangre. Ambos trabajos amortiguaron los
acusadores zumbidos de tu cerebro. Luego abriste la puerta de tu casa (ya era
«tu casa»). Comprobaste que estaban apagadas todas las luces de las casas
vecinas. Saliste entonces al jardín y cavaste tantos hoyos como bolsas habías
acumulado. El frío de la noche te mordía en las manos; la tierra, endurecida,
se negaba tenazmente a ser violada por tu azadón. Pero al fin lograste tu
propósito, y lo que había sido tu madre se desparramó para siempre en la futura
fertilidad del jardín.
¡Qué alivio regresar al calor de la casa, lavarse
las manos, acogerse a la tibieza de las sábanas, que esperaban el regalo de tu
cuerpo como dos labios entreabiertos! Te quedaste dormido de inmediato. Pero
con el sueño te penetró también el asqueroso veneno de una pesadilla. Soñabas
que un delgadísimo hilo blanco, de hielo, te iba cortando el cuello hasta
separártelo del tronco. Sentiste también la tensión de una mano viscosa sobre
la cara. Llamaste repetidas veces a tu madre, en la desesperación de la
pesadilla, buscando el consuelo de su presencia, porque en el sueño ignorabas
que la habías matado. Al fin, la presión de esa mano viscosa y fría se hizo tan
insoportable que despertaste. ¡Nunca lo hubieras hecho!
Porque allí, sobre la almohada, pegada firmemente a
tu rostro, con sus cabellos entre-lazados en torno a tu cuello, estaba la
cabeza de tu madre. Al darte cuenta plenamente de ello diste un alarido.
Sentiste como si un nido de serpientes heladas se desparramase por el interior
de tu piel. Saltaste de la cama tratando de sacudir a saltos y gritos el horror
que te poseía, deseando morir, incapaz de realizar el más mínimo razonamiento.
Pudiste, aunque temblando, llegar hasta la cocina. Allí, tu instinto te guió
hasta el armario donde guardabas la botella de güisqui. Vaciaste la mitad de un
largo trago, sintiendo en aquel fuego que roía tus entrañas la única realidad
aceptable. El asco, el horror y la rabia se desprendieron a chispazos de tus
ojos. Y te agarraste entonces, como a un clavo ardiendo, a la única posibilidad
razonable que explicara lo que había sucedido: la tensión nerviosa no había
desa-parecido con el sueño, sino que se había manifestado, inconscientemente,
por medio de un mecanismo sonambúlico. Eso era, sin duda. Durante el sueño, tú
mismo te habías acercado a la bandeja de plata, y los últimos vestigios de amor
que sentías hacia tu madre te empujaron a coger su cabeza y llevarla hasta el
útero simbólico de tu cama.... Pero ahora era necesario, absoluta-mente
necesario, acabar para siempre con esos lacerantes restos de amor.
Te habías vuelto completamente loco. De eso ya no te
cabía ninguna duda. Pero tu locura era un odio brillante y poderoso,
infinitamente preferible a los tibios y acomodaticos fulgores del sentido
común. Por eso fuiste resueltamente hacia la cama, cogiste la cabeza de tu
madre entre ambas manos... Sí, también escupiste, también proferiste un
insulto. Debo recordár-telo ahora, en tus últimos momentos. Debo recordártelo,
aunque ese recuerdo provoque una oleada de angustia tan espantosa, a pesar de
que hubieras preferido que tal cosa no hubiera sucedido nunca, como no
quisieras que hubiera sucedido lo que sucedió antes y lo que habría de ocurrir
inmediata-mente después.
Ya sabes lo que fue. Con la cabeza de tu madre
sujeta por ambas manos te acercaste a la chimenea. Vaciaste el resto de la
botella de güisqui sobre los troncos y les prendiste fuego. Una intensa
llamarada rugió de inmediato, provocando horribles brillos en los ojos ya completamente
abiertos de la cabeza. La colocaste encima de la llamas. Por un milagro del
equilibrio permaneció vertical, mirándote, mientras se consumía. Un hedor
nausea-bundo comenzó a extenderse por toda la casa. Los cabellos, chamuscados,
se retorcían como gusanos de fuego. Con el calor surgieron grandes bolsas en
las mejillas, y era como si tu madre, con los carrillos llenos de aire, se
dispusiera a apagar el fuego. Pero éste se acercó a los labios produciendo una
horrible mueca, una macabra sonrisa que devoró la carne hasta mostrar, entre
jirones, le nitidez completa de unos dientes amarillentos. El fuego mordisqueó
luego su nariz hasta hacerla desaparecer. Pero lo más espantoso fue que el
calor produjo, uno tras otro, el desprendimiento de las órbitas, de las cuales
se desprendió también una mirada siniestra antes de que se entregaran a la
purificación del fuego. Todo al fin quedó reducido a una calavera renegrida,
chamuscada y maloliente. No contento con ello la aplastaste con el pie, y
cuanto quedó de la cabeza de tu madre fueron unos pequeños trozos oscuros
resaltando entre la blancura de la ceniza. A partir de entonces -te
felicitaste- ya podrías empezar a dormir en paz.
Nunca más volverías a dormir. Vuelto a la cama
achacaste primero tu insomnio al olor de la carne chamuscada. No era eso. Te
revolvías inquieto entre las sábanas. Un frío terrible se adentraba en los
huesos. Ya no tenías fuerzas para lograr que tu mente, desbocada, regresara a
los cauces de la normalidad. Porque creíste que la habitación se poblaba de
ruidos, de chispazos fosfóricos. Sentías miedo a algo no material y, por tanto,
no dominable. Jamás habías creído en fantasmas de ultratumba. Pero el miedo que
te hacía tiritar no era, pese a tus creencias positivistas, menos real.
-¿Por qué no duermes, hijo mío? Estoy aquí a tu
lado. No tengas miedo...
¿Lo oíste? ¿Lo oíste de verdad? ¿Realmente sentiste
cómo surcaban el aire las amorosas vibraciones de tu madre? No, quizá no lo
oíste. Tal vez fue una alucinación. Pero ¿también fue una alucinación lo que
viste después? ¿Qué era aquella sombra blanquecina que, en medio de la
oscuridad, se levantaba a los pies de la cama? ¿De dónde procedía esa mano
larga y grisácea, translúcida, que iba lentamente acercándose a tu cuello? El
terror te mantenía paralizado en el lecho, pero lograste reaccionar ante
aquella equívoca fantasmagoría. Encendiste la luz, te vestiste a toda prisa y
comenzaste a deambular por las oscuras, frías solitarias calles de la noche,
sintiendo continua-mente una presencia a tus espaldas. Intuías que, fueses
donde fueses, el implacable amor de tu madre no dejaría de seguirte. Hubieras
seguido caminando el resto de tu vida, huyendo siempre de ti mismo. Pero el
organismo, aún frente a los terrores más espantosos, acaba siempre por hacer
prevalecer sus derechos. El cansancio te ahogaba. Por supuesto, te sentías
incapaz de regresar a casa, pero tal vez podrías encontrar alojamiento en
cualquier hotel.
Al doblar una esquina, alguien, agazapado entre las
sombras, se te acercó para pedirte fuego. Ignorabas entonces, pese al
inquietante aspecto de aquel individuo, que ibas a ser víctima de un atraco.
Cuando iluminaste su rostro cetrino con el encendedor viste también el brillo
de su larga navaja, y cómo ésta se acercaba al centro mismo de tu vientre.
Reaccionaste con celeridad y, con un rápido movimiento, lograste arrebatarle la
navaja. Ibas a convertirte de agredido en agresor, pero aquel individuo tenía
un cómplice. Lo supiste cuando ya no había más remedio, cuando la otra navaja
se hundió certeramente en tus espaldas, justo en el mismo sitio donde la tuya
se había hundido en las espaldas de tu madre.
Con aquella cuchillada te cercenaron el aliento.
Caíste al suelo envuelto en sangre. Pero tu mente seguía despierta, como lo
sigue ahora todavía. Fuiste plenamente consciente de la forma frenética con que
aquellos ladrones hurgaban en tus bolsillos hasta lograr arrebatarte la
cartera. La abrieron y cogieron su contenido.
-¡Sólo veinte libras! ¡Pobre imbécil!
Luego la cartera cayó, abierta, delante de tus
narices. De tal forma que ahora, en el último momento de tu vida, estás
contemplando, a través de la fotografía, el amoroso rostro de tu madre.
999. Anonimo,
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