En un día cálido del verano,
caminaba un anciano por un sendero. Agotado y sin fuerzas, fue a sentarse cerca
de un manantial. El agua surgía profunda entre las piedras y él no podía bajar
hasta ella.
En esto, con ánimo de beber, llegó
un pastorcillo que saludó al anciano. Luego, saltó entre las peñas y el anciano
le dijo:
-Yo también tengo sed, pero temo
resbalar.
-No se mueva; yo le llevaré agua.
El pastorcillo llenó su cantimplora
y fue a ofrecérsela al viejo. El agua fresca reanimó a éste, que murmuró:
-¡Gracias, muchacho! ¡Dios te lo
pague!
Y el pastorcillo le dijo:
-¿Acaso no ha comido? y repartió
con el desconocido su merienda. Y hablaron mucho y se entendieron, como se
entienden los corazones nobles.
Por fin, el pastorcillo fue a
recoger su rebaño para guardarlo y ayudó al anciano a ponerse en pie. Como
despedida, el hombre dijo al muchacho:
-Has sido muy bueno conmigo y nada
tengo que ofrecerte. Pero te daré mi bendición. La bendición de los ancianos y
de los pobres trae felicidad. Te deseo salud y suerte.
Muchas veces a lo largo de su vida,
el pastorcillo recordó al anciano, pues su bendición le había dado la felicidad
y desde entonces comprendió que la ambición era mala consejera.
999. Anonimo,
estuvo muy lindo copar la tarea
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