Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 14 de mayo de 2012

Los chorros de baibar

Los Chorros o cascada de Baibar ofrecen la ori­ginalidad de que, si nos colocamos frente a ellos de espaldas al sol, aparecen iluminados espléndida­mente por los siete colores del arco iris. Conforme asciende el sol y declina, el espectador se ha de cambiar de lugar para admirar la bella irisación. Para verla hay que estar siempre de espaldas al sol y en línea recta con él y la cascada.
Escondida en un repliegue del manto verde es­meralda de vides, granados, higueras, zarzamo­ras, olivos y espesos algarrobos, una enorme masa de agua se desploma como si de pronto le faltara la tierra bajo su cauce tranquilo.
Se llega a Los Chorros bordeando las márgenes de un manso arroyo que desliza sus graciosas aguas entre colinas vestidas de viñedos, bosqueci­llos de frutales y frondosas huertas.
Están situados estos Chorros entre los pintores­cos pueblos valen-cianos de Buñol y Alborache; sig­nifica el nombre del primero «Bullidor de aguas» y es famosa la abundancia de fuentes, que se cuentan por centenares. Alborache quiere decir «alborada», y le viene bien el nombre porque está situado al Oriente.
Debajo del impetuoso torrente de Los Chorros nace un manantial, que se une a la cascada cayen­do los dos sobre un estanque bordeado de rocas musgosas. Una estrecha hendidura señala la entra­da de una gruta, en la que entra el agua del estan­que y cuyas paredes gotean agua cristalina e irisa­da, como el rocío de la aurora.
Forma como un pequeño palacio de cristal; el suelo está cubierto por frescas ondas y del techo caen líquidas perlas que se deslizan por los muros cubiertos de musgo; cuelgan estalactitas, que llenan de luz y color los caprichosos dibujos de esta gruta prehistórica.
La voz lenta de la cascada resuena en este pala­cio de cristal como un eco armonioso de música lejana. En ella se refugiaba el pastor Baibar en los días calurosos huyendo del sol de fuego y gustando de oír aquella música que resonaba como eco de un mundo lejano. Cabras y ovejas retozaban a su antojo por los riscos próximos y saciaban su sed en el estanque, mientras Baibar soñaba en la gruta de cristal.
Un amanecer en que pacían sus rebaños cerca de Los Chorros, fue el pastor a beber en la clara y fresca linfa cuando le pareció oír alegres risas y como el rumor de una túnica que se arrastraba sobre las zarzamoras de las alturas de la cascada. Alzó los ojos y vio envuelta en las blancas espumas del torrente una forma de mujer muy blanca, que se dejó caer blandamente sobre las aguas del estanque y se escapó por la abertura de la gruta.
Baibar se lanzó en seguimiento de la fantástica aparición; era audaz y entró. sin vacilar en el estan­que; pasó bajo Los Chorros, que lo envolvieron en finísimo polvo de agua y penetró en la gruta, al tiempo que la fugitiva se disolvía en las tinieblas, dejando como una blanca estela, húmeda de niebla y vapor de agua.
Hacía ya muchas horas que brillaba el sol en un radiante y azul cielo surcado de blancas nubecillas, cuando salió Baibar de la gruta, desesperanzado de no encontrar a la fantástica aparición. Había regis­trado todos los rincones de la gruta, preguntando a las perlas del rocío irisado si habían visto pasar por allí a la bella ninfa, pero ellas nada habían contes­tado a sus quejas.
Al día siguiente acudió Baibar a la cascada antes de que amane-ciera. Llevaba una antorcha; encen­dió una fogata entre dos rocas y esperó paciente. Poco antes de salir el sol vio como una especie de bruma flotando sobre el manso arroyo y la mis­teriosa ninfa se precipitó por las rocas. El pastor encendió rápido la antorcha y fue tras la preciosa aparición, pero, ¡ay!, que no había pensado que la cascada le apagaría la antorcha... Al verla mojada y humeante la arrojó al estanque y penetró resuelto en la gruta.
Nada vio de la ninfa, ni siquiera su estela de bru­ma..., pero al dulce lamentar del pastorcillo replicó una voz, perdida en lo más hondo del palacio de las ondinas:
-¡Infeliz Baibar! Me persigues en vano... No soy mortal... ¡Soy la Aurora, hermana de Apolo, que, después de anunciar la llegada del carro de fuego que rige el dios, me refugio en este mi palacio de cristal... !
-¿Eres una diosa?, por eso te amo yo, que soy poeta, aunque pastor -contestó Baibar.
-No puedo amar ni a los poetas, aunque sean tan bellos pastorcicos como tú. No me busques... Soy una luz fugitiva que brilla un instante entre las últimas sombras de la noche y las primeras clarida­des del alba. Mi vida es aún más breve que la de las rosas, ¡pobre Baibar! Te has enamorado de un haz de luz irisada... Estoy condenada a vivir todos los días un solo instante y a desvanecerme en cuanto nacen las luces del alba... Renazco para morir, brillar un instante y pasar sin dejar apenas huella sobre la tierra.
-Para mí vivirás eternamente... Te vi en ese ins­tante y eso me basta... ¡Espera..., óyeme...! ¡Ven...! -gimió el pastorcillo.
-¡No puedo! ¡Triste sino el mío!
-¡Espera..., no huyas...! ¡Detén tu paso! –gritó desesperado el mancebo...
-¡Loco..., loco..., loco! -murmuró la voz desva­neciéndose en la profundidad de la gruta, confundi­da con el rumor de la cascada-. ¡Ya no puedo oír­te! Hoy me detuve un instante más porque Apolo se durmió y anduvo perezoso atándose sus san­dalias de oro..., pero ya oigo rodar su carro de fue­go... Adiós. Olvídame..., olvídame...
Se apagó la voz de la diosa dejando asombrado al mancebo. Pasado su estupor pensó en vengarse de la burla.
A la mañana siguiente se ocultó Baibar entre las breñas de lo alto de la cascada, que se vestían de zarzamoras y granados silvestres, y esperó, vigilan­te, agitado el corazón, la llegada de la rosada Aurora. Apenas lució por Oriente el primer destello de luz irisada la vio llegar, flotando como una bru­ma sobre el tranquilo arroyo. Llegó a las rocas que coronaban la cascada y, al pasar ante las asombra­das pupilas del poeta pastor, como una imagen de luz bellísima, Baibar tendió la mano derecha y la sujetó por la irisada vestidura atrayéndola hacia sí.
-¡Ya eres mía! -exclamó gozoso.
Pero la diosa, al sentir las manos de un mortal sobre sus ligeras vestiduras, lanzó una leve queja y se dejó caer al torrente.
Baibar, que sostenía entre sus manos el manto irisado de la Aurora, se vio arrastrado en la caída... y fue a parar al fondo, aferrado al manto de su amada inmortal.
Una risa cristalina sonó a la entrada de la gruta, al tiempo que el cuerpo de Baibar desaparecía entre las rocas que ceñían el estanque.
Las cabras y ovejas de Baibar balaban triste­mente allí, donde las lindas zagalas acudían todos los días a ordeñar la leche de las ovejas, para regalar al desdeñoso pastor nata y queso, más dul­ce que la miel del Himeto, a cambio de sus rústicas canciones.
Levantaron a lo alto los ojos cuajados de lágri­mas las lindas pastorcillas para saber la causa de la muerte de su amigo, y vieron asombradas que el manto de la diosa brillaba a la luz del sol con mági­cas irisaciones, tendido sobre las ruidosas aguas de la catarata.
Porque, en recuerdo del hecho audaz, allí quedó eternamente señalando el paso fugitivo de la Aurora por este lugar, antes tan apacible, y desde entonces trágico teatro de los amores del pastor­cillo Baibar.
Si alguna vez vais a contemplar los famosos Chorros de Baibar veréis desde los peñascos fron­teros, si el sol ilumina la cascada, luminoso, mági­co, irisado, y magnífico de luz y color, un jirón del manto de la Aurora, que envuelve las agitadas aguas y recuerda la aventura de un poeta pastor, soñador y audaz.

107. anonimo (valencia)

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