Ya sé que se mintió mucho
a costa y a expensas de tan rumboso huésped, pues por más que su familia y
calidades fueran bien sonadas, esta misma apostura y aquel vestir gallardo y
estotras apariencias bravamente magníficas son aún mayor parte a la conjetura
y, si nunca faltan lenguas camanduleras que alargan y empinan, también sobran
en el vulgo curioso, cuando, murmura y comadrea sobre personas de mucho
copete, ponderadores belitres y panegiristas de burlicas.
¡Que si se mentiría en
aquella Zaragoza del año de gracia de 1817, cuando sin anuncios callejeros ni
reclamos de gaceta vieran los vecinos del Arco del Deán apearse de ligero
birlocho a la puerta de mosén Tomás Arias, canónigo auditor del Cabildo, a un
señorón grave y mesurado, barbihecho de cara y atusado de pelos que trascendían
a corte y aun de ello lo más superfino y destilado!
Así pasó lo que pasó,
pues hasta la posteridad se habló por obra de los informes populares tan
atajada en fijar el «quién» y el «cómo» del forastero, que de seguro no habréis
oído este cuento a dos distintos narradores sin que cada uno atribuyese al suyo
apellidos y oficios que riñen con los del personaje del otro.
Y éste nos pone un grande
de España, que viene de ejercer un virreinato en Méjico o Perú, y aquél habla
de un tío de Indias que trae a manta las peluconas y los loritos..., y ni éste
ni aquél están en lo cierto, porque la suerte puso en mis manos nombres, fechas
y lugares, precisos, evidentes, incontestados...
Pero vamos al caso. Y es
el caso que el señorón de marras se hospedó en casa del canónigo de autos; mas
como traía varios criados consigo, no quiso ser así molesto ni en tal cuantía
gravoso al prebendado imponiéndole la servidumbre de tantas bocas ociosas y
calladas, que son las que más comen en justa compensación, por cuyo motivo
mandó aposentar en una posada a los dichos servidores que no eran menos del
cochero y tres lacayos, uno de ellos, por cierto, negro bozal y de lo más
negro que se usa entre los nacidos con el pellejo de color.
He aquí, pues, ya
recibido y abrazado y bienvenido y obsequiado el señor don... ¿Aún no he dicho
quién era el huésped? ¡Vaya por Dios...! El mencionado huésped no era otro,
según los datos, que el excelentísimo señor doctor don... ¡Calle...! Ahora
reparo en que no importa un pito quién fuera ese señor...; nada, nada, como que
ya no he de meterme con él para cosa alguna y todo lo dicho no tiene más objeto
que explicar la presencia de un negro en la posada de Santo Domingo, de Zaragoza,
el año diecisiete y con una noche de enero frigidísima y cruda como las mismas
acerolas..., crudas.
***
Entras por el arco de San
Roque a la mantería, sigues todo derecho por la calle de la Dama y, si antes no te has
roto algo de lo más preciso en el cuerpo por la oscuridad de aquellos lugares,
por el satírico empedrado de aquellos tiempos y por los mil objetos extraños
que se ponen al paso y aún se suben por la nariz en cuanto desplega su velo la
negra noche sobre la patria gloriosa de nuestros bisabuelos, conseguirás
llegar al Dios Baco. Tuerce un poco a la derecha, llama en aquel portalón
primero y cuando, abierto el postigo con esa mezcla de relincho y bostezo que
pinta a los vivos el abrirse de una puerta cerrada y pesada, vieja y grande,
entres en un patio blanqueado, ancho, con farol mortecino colgando de las
vueltas y piedras deslizosas, que barruntan agua, por suelo, podrás decir a
quien te plazca, sin temor a ser desmentido, que estás en la Posada de Santo Domingo, de
la que fue Imperial Cesar-augusta.
Sube la escalera y,
llegado al primer piso, desembarca en la gran galería que sirve de forro a toda
la casa, asomándola al inmenso corral cuadrado, que es su centro, del cual te
apercibirás si, no siendo de noche oscura y durísima, pudieran impresionarte
los tonos alegres de la ropa tendida arriba en el solanar y abajo el matiz amarillento
del suelo blanco que trasciende a cuadra o el picante oloreillo de la
gallinaza más que el presente escozor del ambiente helador y los bofetones de
la cellisca. Adelante, adelante, por la... terraza, si quieres... así... un
poco más... ¡alto! No, hombre, no: esa primera puerta, no; ¿no ves con unas
letras de a palmo «Cuarto del Cevadero»? La otra puerta más ancha.
¡Ajajá, ahí mismo! Ahora,
mucho silencio; empuja la puerta y entra sin decir oste ni moste.
***
¡Vaya una cocina rica y
apetitosa en una noche como aquélla!
¡Vaya un grupo caprichoso
y bonito y vaya una poesía sui géneris,
la poesía de la posada en tiempos de la peluca y de la redecilla y del moño de
picaporte!
Llenos de arrieros y de
caminantes los dos anchos bancos que oprimen el hogar bajo, y lleno el hogar de
ascuas y pucheros, y llenos los pucheros de legumbres que hierven «a gallos»,
todo suena allí a su modo: el viento en lo alto de la chimenea, el tronco del
olivo en la pira que lo abrasa, el agua al desbordarse en vapores ardientes
que hacen retemblar las coberteras, los hombres en murmullo acompasado y lento
que es el hervor del alma al elevarse a su esfera: los hombres rezan el
rosario antes de cenar.
Dos mozas de «aparejo
redondo», tan redondo como sus mofletes, sus brazos, su cuerpo y su descaro,
ponen la mesa en el centro de la cocina sin dejar de responder a las avemarías
del tío «Rosariero», un tipo precioso de la Zaragoza vieja. El rosariero no faltaba en
ninguna posada al toque de oración; viejo por lo general e impedido para el
trabajo, hallaba todos los días la comida a la puerta de un convento y la cena
en una posada donde todas las noches se le pagaba con las sobras de la mesa el
favor de llevar el rosario. Alguna vez el rosariero acabó sus días en la horca
porque era un solemne tunante que se valía de su porte zalamero y candongo
para enterarse de cuál arriero saldría con dinero fresco a la madrugada
siguiente y el siervo del Señor tenía la atención de salir a darle la despedida
sin rosario y con trabuco al «cerrado de Barta» u otro lugar de los tristemente
afamados por los malhechores en cuadrilla.
Pero vamos a la cocina,
que ya acaban de rezar.
-Santas y buenas noches
nos dé Dios -dice el rosaríero tras el último páter nóster por el alma del primero de los presentes que llegue a
faltar.
Y una tremeda algazara
sustituye a la anterior salmodia de refunfuños. Aun los que, tentados del
sueño, pasaron a cabezadas todo el último misterio, se alzan ahora revoltosos y
chanceros encendiendo con bromas horriblemente picantes a las criadas, murmurando
del huésped o criticando la comida última con los salados equívocos del pueblo
y los dicharachos convencionales de la briba.
Desaparece el chasquear
de los troncos y olvídase el runrún del viento en lo alto ante el ruido de
tantas conversaciones como entablan por separado el tratante con el ganadero y
el ordinario con sus paisanos y el carretero con el mozo de mulas..., y sucede
al fin que poco a poco languidecen esas pláticas y una, acaso la menos impor-tante,
pero la en que más ruido se mete, es la que prevalece y se generaliza atrayendo
por ventura la común atención.
La vez presente tuvo ese
privilegio un animadísimo diálogo que cierto malicioso arriero mantenía con un
muchacho negro, el negro que todos conocemos, y tres graves criados, que olían
de cien leguas a casa grande, los del señor..., etcétera.
Eran sustancia de pleito,
digamos la tesis de él, de las dudas que nuestro palurdo amero abrigaba acerca
del nacimiento de los negros; en fin, con oírlos basta:
-¿Sabes lo que te digo a
tú, negro? -concluía el arriero. Que se necesita ser muy recochino para llegar
a ponerse así... ¡Tan negrizo, maño! Si paices propiamente el diablo del
dance...
Todos los circunstantes
soltaban el trapo. El negro, con gesto meloso y semblante humilde y dulzarrón,
se limitaba a separar con ademán de sonrisa sus labios gordejuelos y
prominentes mostrando dos carreras de dientes de un blanco mate capaces de
matar de envidia a la petimetra de más campanillas, y después... se callaba
como un bendito dejando a sus compañeros que hicieran la defensa que él no
intentaba por falta de palabras o de genio, o por la natural pereza y «déjame
estar» de su raza.
El cochero, en cambio, un
camastronazo más largo que la No chebuena,
regocijado con las salidas del arriero hacia la causa del negrito no por otra
causa si no es por hacer de sus réplicas buscapié de nuevas sales y agudezas
del baturro. Sostenía muy formal que
el niño era negro porque Dios lo hizo así, porque su padre y su madre lo habían
sido antes, porque ya nació negro...
-Amos, amos, no me vengas
a mí con esos bulos, porque yo ya hace que mi comulgau buen recau de años
-argumentaba nuestro palurdo, y no me trago yo que nenguna persona nazca negra
ni medio negra.
-Pero oiga, oiga,
compañero -objetaba el cochero, ¿qué cosa ha podido entonces poner así al niño?
-Pus qué ha de ser,
hombre -continuaba el arriero imitando ligeramente en la respuesta al tonillo
guasonamente altivo de la pregunta, que ha vivido en una tierra donde hay
soles muy fuertes y unos jabones muy flojicos. Eso se ice aquí..., ¡gorrinería,
maño, gorrinería!
Nueva carcajada de la
concurrencia. Y sigue el mismo argumento:
-Aquí no semos tan
zaborreros pa eso de lavanos... y a la cuenta, si tomas el sol, pongo por caso,
pa la siega, te se sienta, pero a los quince o a los vainte o a los trenta,
dale memorias a la negrura aquélla... ¿Por qué? Pus porque te lavas y te arreas
valiente jabonada con esparto y si es poco un pozal, echas dos y... ¡guapo
tendría yo el cuerpo a ese paso con el solecico que cae en Monegros! ¿Verdá
tú, Calistro?
-Vamos, ¿no le parece a
su merced -arguyó el cochero por decisivo recurso- que si el color del niño fuese
del sol de su tierra, sólo tendría negra la cara y las manos, a lo sumo los
brazos, en fin aquello que recibe el sol?
-¡Toma ya, maño! ¿Qué
pasa pues? ¿Os dais cuenta? ¿Éste nos quiere hacer creer ahora que el «niño»
que ice él es negro también por dentro?
Y diciendo y haciendo
mandó el cochero ponerse en pie al negrito junto a la lumbre del hogar, le
ayudó a despojarse del casaquín y del chaleco, y le sacó luego la camisa sin
desatarle el calzón, mostrando a los circunstantes un torso y un pecho negros,
brillantes y mantecosos, lisos, sin vello, como una estatua de bronce que guardada
bajo techado tuviese sólo la pátina del tiempo sin el verdín de la intemperie.
El efecto de la realidad
fue supremo en nuestro arriero.
-¡Amos, ahora si que nos
ha chafau la papeleta...! -y le pasaba la mano por los lomos redondos. ¿Quie
decise que este pardel es to negro? ¿Te paice a tú? ¡Nada, nada, que es negro y
renegro! ¡Toma ya! ¡Hasta los mismos sobacos, que ahí no es regular que se le
haiga metido el sol...! Todo, todo negro... Las costillas, la riñonada... ¡Lo
que se llama todo! ¡Rediez con el negro! ¡Y miá que es negro!
***
Al fin el posadero, que
sobre sentir sueño sentía el gasto de aceite que supusiera la prolongación de
la conferencia, se levantó del banco aún endormiscado y, desperezándose y con
los ojos cegajosos y húmedos del que bosteza a gusto, dijo al arriero:
-Hala, Matías... Que ya
os habéis reído bastante y tú tienes que salir a las cuatro y media, y si no
duermes bien, sacarás mala madera para ir a Jaulín en una jornada.
-Ties razón...
Y cogió su candil
mientras se despedía de los contertulios:
-Vayan compañeros, a la
paz de Dios -y saliendo ya como quien habla de botones adentro: ¡Rejolín con el
negro! ¡Pues es poco negro el endino...!
***
Acaso durante la anterior
conversación el cochero rumiaba el pensamiento ladino; tal vez le ocurrió ahora
de repente viendo ir a acostarse al arriero; lo cierto es que, una vez
desaparecido éste, llamó aquél a concurso al mesonero y del común acuerdo
resultó el proyecto de burlar en toda regla al baturro pintándole de negro la
cara y manos mientras dormía y así al día siguiente se hallase transfonnado en
aquel ser tan reído y mofado de su graciosa vena.
Dicho y hecho.
Entraron con sigilo en el
cuarto del arriero y con una muñeca de estopa impregnada en hollín le pusieron
la cara, manos y brazos como unas botas nuevas.
Al día siguiente, con
gritos desaforados y meneos bastantes para dar en tierra por San Gil con todo
el fruto de una noguera, despertaba el posadero a Matías, con gran prisa, como
si se le hubiera corrido la hora y quisiera suplir con la energía de los
empujones el tiempo indebidamente pasado.
A oscuras se tiró del
catre nuestro mozo y a oscuras se puso abarcas, faja y chaqueta, que yacían en montón
a los pies del camastro, y a tientas buscó la puerta y se encaminó a la cocina
por el pasadizo desde donde se oía el gallo a todo chorro de su voz y a todo
trapo de la suya las bestias de la cuadra, recordándole su tardanza.
Un candil exhausto lanzaba
entre el último tufo sus postreras luces en la cocina, colgado de la espetera,
y dejaba ver sobre la mesa la copa de aguardiente y el tamaño zoquete que
solícitas manos de mesonero habíanle aparejado por todo desayuno. Sobre estas
frugales viandas se lanzó Matías apresurado: tragó un sorbo del líquido, cogió
el pan, y cuando, para arrollarse a la cabeza el típico pañolillo de seda, se
acercó al espejico que en la pared de enfrente colgaba de un clavo en compañía
del rosario y del bendito ramo de olivo, quedó estático y con los ojos
desmesuradamente abiertos; se repuso luego, lanzó una carcajada estentórea y
saliendo ya por la puerta, mientras se echaba al cuello la manta, se le oyó
decir riendo a mandíbula batiente:
-¡Miá tú que son pollinos
en Zaragoza! Pus no han despertau al negro en vez de despertarme a mí... [1]
013. Aragón
[1] Los dos cuentos que se narran en el segundo apartado o capítulo del
presente cuaderno proceden de la obra Cuentos aragoneses, cuya autoría se debe
a don Mariano Baselga Ramírez. (Nota del autor.)
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