Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 12 de enero de 2015

La posada de los ogros

Había una vez un hombre que tenía una posada en la que antes de cada amanecer llegaban los ogros de las montañas tras sus correrías nocturnas. Devoraban todo el banquete que se les había preparado y luego se iban a dormir hasta que el sol se ocultaba.
El pobre posadero no podía negarse a servir a aquellas nefastas criaturas, pues si no accedía a sus pedidos, le habían asegurado que lo devorarían a él y a toda su familia.
Por lo tanto, el posadero mantenía la posada cerrada durante el día y en cuanto el sol se ocultaba alojaba algún que otro huésped ocasional con la condición de que se marchara antes del amanecer.
El tiempo fue pasando y cada vez menos viajeros se hospedaban en aquel lugar tan poco cortés en que lo sacaban a patadas antes de que saliera el sol. Dicen que la mala fama se multiplica por diez; en efecto, pronto el lugar se quedó sin clientes.
Así es como el posadero se iba hundiendo cada vez más en la miseria, y su esposa y sus dos bellos hijos temían tanto por sus vidas que iban empalideciendo y enflaqueciendo y se les habían formado arrugas de angustia en sus jóvenes rostros.
Una noche se desató una feroz tormenta, la lluvia parecía provenir de los cuatro puntos cardinales. Los ogros habían partido un poco más temprano al amparo de los nubarrones negros que habían ocultado el sol.
De pronto, tres golpes retumbaron en la vieja puerta de madera de la posada. El hombre fue a atender, pensando que eran los ogros que regresaban por la recia lluvia que azotaba la región, pero se sorprendió mucho cuando vio a un hombre ataviado con yelmo, armadura y escudo. El guerrero descubrió su cabeza y saludó cortésmente:
-Buenas noches, buen hombre, quisiera hospedarme esta noche aquí.
El posadero estaba tan sorprendido por la llegada de un cliente que permanecía sujeto al marco de la puerta con la boca abierta, pero su sorpresa fue aún mayor cuando vio que el guerrero estaba acompañado de dos criaturas.
La primera era común: un caballo de guerra de color marrón oscuro, cargado con una silla de montar y un par de sacos de tela oscurecida por la lluvia. Pero la segunda criatura era casi tan increíble como los ogros. Era una bestia de color amarronado, parecida a un gato, pero mucho más grande y casi tan alto como el caballo. Miraba fijo al posadero con la boca abierta repleta de colmillos, sus patas terminaban en enormes zarpas.
-Dije que deseo pasar la noche aquí -repitió el guerrero con mayor énfasis, mientras la lluvia tamborileaba sobre su escudo y armadura.
El pobre posadero por fin reaccionó y se negó rotundamente:
-Lo siento mucho, pero el albergue está lleno, no tengo más lugar.
-La tormenta es muy fuerte.
-Y como si fuera un juego del destino, en ese momento retumbó un trueno que pareció romper el cielo.
-Lo siento mucho, señor, pero no cabe ni un alfiler.
-Si me deja dormir en el establo, se lo agradeceré eternamente. El caballo y la criatura que parecía un gato gigante aguardaban junto al hombre, mientras la lluvia aumentaba su caudal.
El posadero se apiadó del guerrero y agachando la cabeza decidió acceder.
-Puede quedarse pero con una sola condición.
-Solamente menciónela y la cumpliré dentro de los límites de mis posibilidades -sentenció el guerrero con firmeza.
-Debe partir antes del amanecer. Sin excepción y sin excusas.
El guerrero se tomó unos instantes y finalmente respondió:
-Así lo haré, tiene mi palabra. Sin embargo, estoy muy cansado y no puedo confiar en mi fuerza de voluntad para levantarme a la hora convenida, así que le agradeceré que me despierte cuando lo crea conveniente.
El posadero se hizo a un lado para dejarlo pasar. El guerrero entró con pasos pesados y a continuación lo siguió el felino con su andar sigiloso.
-Puede guardar el caballo en la caballeriza -le dijo el guerrero con voz agotada.
El posadero corrió para alcanzar al guerrero y le abrió una puerta que había a un costado de la cocina, una vieja habitación que, mucho tiempo atrás, había usado para acostar a los bebedores empedernidos que caían víctimas del alcohol.
-No es mucho... -comenzó a excusarse el dueño de la posada.
-Es suficiente, gracias.
Y mientras el guerrero se quitaba la armadura el posadero salió bajo la lluvia para guardar el caballo.
Luego regresó con dos gruesos leños y los arrojó al fuego que, luego de algunos chisporroteos, evaporaron el agua y comenzaron a arder.
Cuando miró, el hombre ya se había despojado de la armadura y dormía profundamente envuelto en una manta, mientras la gigantesca criatura permanecía a su lado con los ojos cerrados.
Entornó la puerta y se dispuso a preparar la gran cantidad de comida que cada noche engullían los ogros cuando regresaban de sus correrías nocturnas.
La noche fue pasando y la lluvia también. El posadero estaba tan cansado que los ojos le pesaban como si tuviera un yunque atado a sus párpados. Sin embargo, puso toda su atención en terminar de preparar la comida y selló los últimos embutidos. Todavía le quedaban un par de horas antes de que regresaran los ogros, de modo que se dispuso a dormir un poco.
Los terribles golpes en la puerta se escucharon de pronto. El posadero se levantó de un salto y corrió para abrirles a los ogros, que entraron en tropel gruñendo y empujándose. El olor que emanaban se había acrecentado, pues al parecer, la lluvia había provocado el efecto contrario al de un buen baño.
Los ogros se sentaron a la mesa y comenzaron a golpearla para pedir la comida. El hombre corrió y comenzó a traerla, tanta en cada viaje como le permitían sus brazos. Y las inmundas criaturas se lo devoraban todo en un instante.
El profundo cansancio del guerrero hizo que no se despertara cuando llegó el amanecer y, por otra parte, el posadero estaba tan atareado que se olvidó de la existencia de su huésped y del gigantesco felino que dormía plácidamente a sus pies.
Los ogros, hambrientos como siempre, comieron hasta saciarse. Y luego, como era habitual, comenzaron a golpearse e insultarse, arrojándose los platos y fuentes y riendo a grandes carcajadas con sus gigantescas bocas plagadas de dientes filosos.
De pronto, uno de ellos descubrió la puerta entreabierta, y la curiosidad lo llevó hasta allí. La abrió con un golpe y gracias al resplandor de los leños crepitantes del fuego vio a la gigantesca y peluda criatura que dormía junto al hombre, que seguía envuelto en la manta y del cual no se distinguía ni un solo pelo.
-Gato -dijo el ogro señalándolo con una garra.
El felino se desperezó y se volvió a quien lo llamaba.
El ogro regresó a la mesa y luego volvió a la habitación con un pedazo de hueso a medio roer, y se lo ofreció:
-¡Gato! -dijo el ogro acercándoselo.
El felino continuó mirándolo con sus ojos penetrantes.
Al ver que no obtenía ninguna respuesta el ogro avanzó dentro de la habitación y le empujó la boca con el hueso.
Y ése fue el principio del fin.
El león abrió sus fauces y arrancó, junto con el hueso, la mano del ogro. Éste dio un alarido de dolor y terror, y tomándose su muñón sangrante retrocedió hacia donde estaban los demás.
El posadero escuchó el grito y mirando por una rendija de la puerta de la cocina observó toda la situación.
El león se levantó bruscamente y rugiendo con toda la fuerza de su ser abrió sus fauces y volvió a morder la cola del ogro. La inmunda criatura, asustada y dolorida, saltó hacia atrás empujando la mesa y arrojando al suelo todo lo que en ella había.
El león se puso de pie y de un zarpazo destrozó una de las sillas que se interponía en su camino.
Todos los ogros salieron corriendo por la puerta y allí los quemó la luz del sol. Así, mientras algunos se achicharraban en un alarido agónico, otros se retorcían en el suelo. Unos pocos, tal vez dos o tres, que eran los más fuertes del grupo, lograron sobrevivir y huyeron a las montañas.
El león volvió a acomodarse junto a su amo y continuó durmiendo.
Cuando el posadero llegó al salón y lo encontró vacío, agradeció a Dios por haberlo librado de los ogros. Rato después, el huésped se desperezó.
-Bueno -dijo el guerrero, no me he despertado antes del amanecer como usted me pidió...
El posadero estuvo tentado de decirle la verdad, pero se contuvo y se limitó a sonreír.
-Vaya con Dios y no se preocupe en pagarme, no me debe nada. Siempre será bienvenido en mi posada.
El guerrero no entendió la rara actitud de aquel hombre demacrado, pero aceptó el regalo y partió montado en su caballo, mientras su extraña mascota lo seguía a su lado.
Esa misma noche la familia entera comió tranquilamente en la gran mesa del salón. Cuando terminaron, la mujer y los niños llevaron los platos y las fuentes a la cocina y fue en ese momento cuando el posadero sintió que alguien arrojaba piedras a su ventana.
Se levantó con temor y salió al exterior. Un ogro, negro por las quemaduras del sol, se ocultaba detrás de un carro.
-¿Qué es lo que quieres? -le preguntó el posadero con una actitud desafiante al sentir el miedo de la criatura.
-¿Aún tienes a ese maldito animal?
-¿Cuál animal? -preguntó el hombre haciéndose el desconcertado.
-Ese gato...
-¡Ahhhhh! -exclamó con una sonrisa, sí, no sólo lo tengo sino que, además, ha dado cría y ahora son seis en total. Cada día crecen más. Yo creo que, seguramente, pronto serán más grandes que su madre.
El ogro aulló y salió corriendo para nunca más aparecer.
Y la historia cuenta que, desde ese día, los ogros nunca más molestaron al posadero.

Cuentos de ogros


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