Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 12 de enero de 2015

La esposa que no comia

Había una vez un rico comerciante llamado Badis que tenía un solo hijo varón, llamado Amir, al cual amaba con toda la pasión de su corazón. Badis trabajaba arduamente para legarle toda su fortuna a su único hijo y luego verlo prosperar en la felicidad. Por tal motivo, lo había educado con los mejores maestros y lo vestía con las más delicadas telas, lo alimentaba con la comida más exquisita y lo entrenaba en todas las artes.
Hasta tal punto buscaba lo mejor para su hijo que, de todas las muchachas de la región, ya había elegido a una, la más hermosa, inteligente y educada, para que se casara con él. Una bella joven llamada jazmín.
Pero cuando el muchacho se enteró de esto, se entabló una discusión muy fuerte. Amir, si bien era muy educado y obedecía en todo a su padre, era también muy inteligente y desde pequeño alentaba ideales de libertad e independencia. Pero hasta ese momento, nunca padre e hijo habían discutido por ninguna razón.
La discusión fue aumentando, las voces se fueron convirtiendo en gritos, el rostro de los dos hombres se había puesto rojo como la sangre y las venas del cuello se habían inflamado tanto que parecía que explotarían de un momento a otro.
El padre, entonces, guardó silencio un instante, respiró profundamente y por fin dijo:
-Querido Amir, mi único hijo, antes de continuar nuestra discusión podrías, al menos, ver a jazmín, tu futura esposa. Recién entonces podrás negarte a casarte con ella, en base a la verdad de lo que tus ojos hayan visto.
Su hijo abrió la boca para replicarle pero, comprendiendo la sabiduría encerrada en las palabras de su padre, aceptó.
Así fue como al día siguiente se levantaron temprano y vistiéndose con las ropas más lujosas fueron a la hermosa mansión donde vivía la mujer que el padre había elegido como futura esposa de su hijo.
La familia de la muchacha se alegró de verlos y rápidamente dispusieron de muchos de sus criados para brindarles toda la comodidad de la que eran capaces. Amir notó que, a simple vista, la fortuna de la familia de la muchacha era muy superior a la de ellos.
El manjar que prepararon frente a sus ojos, el rico olor del incienso que ardía en los braseros y las fastuosas telas de los tapices que adornaban las paredes -entre otras cosas- hicieron que el joven fuera disminuyendo su encono con su progenitor y, a su vez, elevara el grado de ansiedad por ver a su futura mujer.
Cuando la muchacha apareció, vestida con un hermoso traje de seda verde que hacía juego con el color de sus brillantes ojos, el corazón del muchacho latió con la fuerza de la pasión y toda la discusión cayó en el más profundo olvido.
La muchacha no sólo era hermosa, sino también muy inteligente, de dulce voz y con modales y gestos tan suaves como la caricia de una pluma.
El padre vio la mirada de su hijo y sin poder evitar una sonrisa sarcástica -de la que Amir no se dio cuenta- comenzó a hablar de los preparativos de la boda.
Luego de mucho conversar ambos partieron, pues como había dicho el padre, "los negocios no pueden esperar".
Ya en el carro y luego de haber recorrido un cierto trecho, Badis recordó un encargo y le encomendó la tarea a su hijo, quien aceptó gustoso realizarla. Amir, entonces, tomó uno de los caballos del carro de su padre; luego de ensillarlo, se despidieron hasta la noche y cada uno partió por un camino diferente.
Cuando el crepúsculo se había instalado en los cielos, Amir, el hijo del mercader, todavía continuaba el viaje de regreso hacia su casa. Estaba atravesando un bosquecillo de árboles frutales cuando escuchó la voz más dulce que jamás había oído, pues superaba con creces el melodioso tono de jazmín, su futura esposa.
Como si se encontrara bajo el influjo de un hechizo, el joven dirigió su montura hacia el interior del bosque, alejándose del camino, guiándose por el sonido de la canción que acariciaba sus sentidos.
Pronto encontró una mansión que parecía abandonada, pues sus paredes estaban casi tapadas de enredaderas. Y en uno de los balcones se encontraba una hermosa muchacha cuya belleza superaba a jazmín en todos y cada uno de los detalles, desde sus delicadas manos hasta la gracia con la que caía su pelo negro.
Amir desmontó del caballo y caminó presuroso hacia la puerta de la mansión. Golpeó insistentemente y al rato la abrió un hombre mayor, de larga barba blanca, perlada de gris.
En ese momento el joven Amir se dio cuenta de que no sabía qué decirle a aquel hombre, pues él no era más que un extraño cautivado por la voz de aquella muchacha.
-Ese canto de dulce voz... -dijo Amir todavía extasiado.
-Ah -exclamó el viejo sonriendo, ésa es mi hija, su nombre es Latifa.
-Pues su hija posee los más bellos dones que Alá le pudo dar.
-¿Cuál es tu nombre?
El joven pareció algo turbado, pero pronto se repuso y dijo:
-Permítame presentarme, yo soy Amir Ibn Haldir.
-Creo conocer a su padre, un gran hombre. Mucha habilidad para los negocios.
-¿Su hija está casada? -preguntó directamente Amir haciendo a un lado todas las reglas de la cortesía.
-No, mi hija está libre. ¿Le interesa?
-Sería el hombre más feliz de la tierra si ella se convirtiera en mi esposa.
-Pase y se la presentaré.
El hombre se hizo a un lado y el joven Amir entró en un recinto amplio lleno de exóticas antigüedades.
El hombre mayor se fue tras unas cortinas en busca de su hija y pronto aparecieron ambos. El padre la presentó:
-Mi querida Latifa, este hombre es Amir y tiene intenciones de casarse contigo.
La muchacha, ahora que estaba más cerca, personificaba a la belleza misma. Mirar en sus ojos era perderse en un torbellino de emociones. Sus labios se estiraron en una sonrisa y realizó una pequeña reverencia.
-Me siento halagada, señor Amir.
La mirada y las palabras dirigidas hacia el joven fueron suficientes para que éste se enamorara perdidamente de ella.
Amir prometió regresar para discutir los detalles de la boda y partió rápidamente.
Al volver a la casa de su padre nuevamente entablaron una discusión. El tono de la voz se fue elevando hasta que el hijo usó la misma estrategia que su padre había usado con él:
-Querido padre, antes de continuar nuestra discusión podrías, al menos, ver a Latifa, a quien he elegido como mi futura esposa. Recién entonces podrás negarte a mi voluntad, en base a la verdad de lo que tus ojos han visto.
El padre, sorprendido, sonrió y asintió.
Al día siguiente fueron a la mansión que se encontraba en el medio de aquel bosquecillo de árboles frutales, y cuando Badis vio a la muchacha reconoció que su hijo tenía la razón.
La boda se realizó en muy corto tiempo y la fiesta fue cuidada con todo detalle. Cuando la celebración hubo terminado Badis los llevó hasta la mansión que había mandado a construir para su hijo y su futura esposa hacía ya mucho tiempo y la alegría desbordó los corazones de la joven pareja.
Los días fueron pasando y Amir vivía en la más absoluta felicidad pues su joven esposa cumplía todos sus deseos y los negocios iban prosperando. Sin embargo, había algo que al joven Amir le llamaba poderosamente la atención: jamás veía a su esposa comer.
Comenzó a recordar los momentos en que habían compartido diferentes comidas y ella casi nunca tocaba su plato.
Ante este hecho, el joven esposo comenzó a prestar más atención a las comidas y empezó a hacerle preguntas a su esposa:
-¿No te gusta lo que hay en la mesa? ¿Quieres que mande a preparar alguna otra cosa?
-No, mi señor -respondía ella con su dulce voz y una sonrisa en el rostro que iluminaba el corazón de su esposo, simplemente hoy no tengo hambre.
Y así siguieron pasando los días y las excusas siempre afloraban delicadamente con su voz seductora desde sus labios carnosos.
Pero una noche ocurrió que Amir se despertó. Buscó el cuerpo de su mujer en la oscuridad y al no encontrarlo abrió los ojos. El débil resplandor de la luna y las estrellas que entraba por la ventana proporcionaba suficiente luz como para comprobar que su esposa no se encontraba allí.
Se levantó enfurecido. ¿Dónde estaba su esposa?
Recorrió toda la casa sin suerte: no estaba en la cocina, ni en el establo, ni en el cuarto de los criados, ni en el jardín ni en la sala. Estaba tan furioso que tomó un jarrón que había sobre una pequeña mesa de madera y lo arrojó por la ventana. Los nacientes rayos del sol atravesaron el cortinado de la ventana rota.
Subió las escaleras hacia la habitación y su corazón le dio un vuelco cuando encontró a su mujer dormida en la cama.
La ira lo dominó y de un tirón le arrancó las sábanas, trepó al lecho y dándola vuelta la tomó por los hombros y la zamarreó con fuerza:
-¿Dónde estabas?! ¡Te busqué por todos lados!
La mujer, aún con el sueño entre sus párpados, le respondió con un tono suave:
-Estaba en el baño, mi señor.
La furia de Amir, lejos de disminuir, aumentó, pues no se le había ocurrido buscarla allí. Se sentía avergonzado de sí mismo por no haber pensado en un lugar tan común.
-¿Por qué no ine avisaste? -le gritó soltándola de golpe.
-Dormía profundamente y no quería despertarlo por una tontera, pero si es su deseo, de ahora en más... -comenzó a decir con lágrimas en los ojos.
Amir se lanzó sobre ella y la abrazó con fuerza mientras le besaba el rostro repetidamente.
La jornada comenzó y cada uno se dedicó a sus labores; sin embargo, la mente de Amir no podía olvidar el hecho nocturno. Su intuición le decía que algo no marchaba bien.
Esa noche durmió abrazado bien fuerte a su esposa.
Cuando los rayos del sol del amanecer penetraron por la ventana Amir despertó y nuevamente se encontró solo, pero antes de que pudiera salir de la cama apareció Latifa, con su caminar sensual, cargando una bandeja con el desayuno.
Amir comenzó a comer y al ver que su esposa no probaba bocado, le ofreció una fruta que él estaba comiendo, la muchacha se negó diciendo:
-Sabe que nunca desayuno, no tengo hambre a la mañana. 
-¡En realidad nunca te he visto comer! La muchacha sonrió y dijo:
-No soy una persona que coma demasiado. ¿Está disconforme con mi cuerpo?
Amir pensó en mentir y decirle que sí, cualquier excusa para verla comer con sus propios ojos, pero al final desistió de la idea.
Sin embargo, durante la tarde, su mente seguía pensando en la desaparición de su mujer y en el hecho de que nunca la había visto comer. Fue a la casa de su padre y allí durmió una larga siesta. Badis atribuyó el cansancio de su hijo a sus deberes maritales nocturnos y no hizo preguntas.
Antes del anochecer Amir regresó a su casa (donde una vez más su esposa puso una excusa para no comer); luego, ambos se fueron a dormir. Claro que, en realidad, Amir pasó despierto toda la noche, controlando los movimientos de su esposa.
Y a la noche siguiente hizo lo mismo.
Cuando llegó la tercera noche desde aquella en que se había despertado y no la había encontrado en la cama, sucedió algo inesperado.
Se acostaron como siempre y Amir se quedó muy quieto, con los ojos cerrados pero con los oídos atentos, abrazado al ardiente cuerpo de su joven esposa.
De pronto, estaba casi por quedarse dormido cuando sintió que la mano de su esposa se deshacía de su abrazo. Luego ella se levantó con el menor movimiento posible, casi imperceptible, y así hubiera sido si él no hubiera dormido antes.
La joven salió de la habitación y descendió las escaleras. Amir, silencioso como un león, la siguió en la oscuridad. Latifa llegó ante la puerta de la casa, la abrió y comenzó a caminar con paso rápido, casi oculta en las sombras de la noche.
Amir la siguió a una distancia prudencial para que ella no lo notara. Sin embargo, en un momento determinado, la muchacha se detuvo y miró hacia atrás. Amir se ocultó en las sombras que proporcionaban unos árboles y aguardó mientras el corazón le latía con fuerza y sentía que se le iba a escapar del pecho.
Latifa volvió a dirigir su rostro hacia delante y corrió con pies silenciosos. Amir guardó mayor distancia pero no dejó de seguirla. Luego de un cierto trecho cayó en la cuenta de que estaban en el camino que desembocaría en el cementerio.
Latifa corrió por el camposanto, saltando tumbas e internándose en aquel páramo tenebroso. Amir no podía creer lo que veían sus ojos: su mujer, su amada belleza, corriendo entre las tumbas como una desquiciada.
De pronto se detuvo, como si olfateara el aire, hundió sus bellas manos en la tierra húmeda y negra y comenzó a cavar como si fuera un animal.
Amir se instaló detrás de unos árboles para observar mejor sin ser visto.
La joven Latifa cavó un buen rato, todo su cuerpo estaba sucio de aquella tierra pestilente; luego la vio desaparecer en el hueco que había hecho. Unos instantes después salió arrastrando un cuerpo envuelto en un sudario manchado de mugre, se lo arrancó con las uñas y, cuando el cadáver estuvo al descubierto, arrojó su hermoso cuello hacia atrás y luego le hincó los dientes con fuerza produciendo un chasquido repugnante.
Amir seguía sin poder creer lo que estaba viendo. Aquella muchacha dulce y hermosa, aquella esposa devota y fiel con la que había compartido la cama, ahora estaba cubierta de barro mientras devoraba un cadáver.
A pesar de la repugnancia que le causaba siguió observando la situación, pues no se iría hasta el final.
La ogresa, porque eso era verdaderamente su esposa, siguió devorando el cadáver hasta dejar todos los huesos limpios. Luego los arrojó al hueco y volvió a cubrirlo con la tierra que había sacado.
El joven Amir, lleno de pavor, regresó corriendo a su casa y se metió en la cama mientras su corazón seguía galopando como una bestia desbocada.
Mientras pensaba qué hacer con su esposa sintió que la puerta de la habitación se abría. Latifa entró silenciosamente, se metió en la cama y se tapó con las mantas como si nada hubiera pasado
Amir no podía dormir, pero sabía que nada podía hacer pues los ogros tienen mucho más poder por la noche que por la mañana, así que esperó la llegada del sol.
El joven se levantó temprano y mandó a una criada a que le trajeran el desayuno a la cama. Latifa quiso levantarse pero él se lo impidió.
Ella se acurrucó contra él buscando su calor, pero Amir no podía olvidar la repugnancia de lo que había hecho durante la noche y la alejó bruscamente.
La criada trajo la comida, dejó la bandeja y partió cerrando la puerta.
Amir tomó el cuchillo, partió una fruta por la mitad y mientras aún sostenía el arma en la derecha le ofreció una mitad con la mano izquierda a su esposa.
-Come, querida -le dijo mirándola fijamente.
-No, mi señor -repuso Latifa con la dulce voz de siempre, sabe que nunca como a la mañana.
-¡Ah, sólo comes cadáveres del cementerio por la noche! -exclamó Amir hecho una furia.
El rostro de Latifa adquirió la dureza de la piedra y sus ojos se abrieron como dos lunas llenas. Se puso de pie y Amir se levantó con rapidez mientras empuñaba el cuchillo y aplastaba su espalda contra la puerta para impedirle salir.
La ogresa se transformó desarrollando agudos colmillos y deformando la boca de una manera monstruosa. Amir ignoró el pavor que su mujer transformada le provocaba y clavó con fuerza el cuchillo entre los prominentes senos de la criatura. La sangre manó de forma rápida y abundante.
Latifa, sin ceder en sus actos, llevó sus manos transformadas en garras hacia el cuello del joven esposo. Amir, a su vez, desenterró el cuchillo y volvió a clavarlo con más fuerza hasta que parte de la empuñadura se metió en la carne.
La ogresa aulló y cayó muerta tan bella como siempre, sin ningún rastro de su horrorosa transformación.
Se hicieron los preparativos rápidamente y a la tarde la enterraron en el mismo cementerio donde su marido la había descubierto devorando cadáveres.
Todos se acercaron para darle el pésame al viudo. El duelo se prolongó durante varios días.
Finalmente Amir volvió a ocuparse de sus negocios.
Una noche regresó a su casa cansado, comió frugalmente y se acostó a dormir.
De pronto percibió que algo se metía en las mantas con él. Entreabrió los ojos y vio un bulto en la oscuridad, luego sintió que unas manos frías tocaban su cuerpo.
El joven despertó sobresaltado, lo que al principio le parecía sólo un mal sueño se había convertido en realidad.
Allí estaba ella, su esposa Latifa, tan bella como siempre, pero con un brillo extraño en los ojos. Se había montado sobre él y dirigía sus manos hacia su cuello.
Amir gritó de desesperación y buscó con premura la daga que guardaba debajo de su almohada. La luz de la luna brilló por un instante en la hoja filosa y la hundió con fuerza en el cuerpo de la ogresa, que había regresado de la tumba.
Un grito aterrador retumbó en la habitación y la ogresa se retorció como en un remolino en el que arrastró las sábanas.
Amir se levantó de un salto y las mantas cayeron al suelo en un bulto desordenado. Tiró de ellas pero no había nada debajo, como si Latifa no hubiera vuelto.
Por temor a la locura no dijo nada y a la noche siguiente volvió a acostarse en la cama, solo, diciéndose a sí mismo que todo había sido un sueño, una pesadilla. Sin embargo, había algo que no podía ignorar: el cuchillo con el que la había herido estaba manchado de sangre.
Al fin, pudo conciliar el sueño.
Pero no por mucho tiempo...
La puerta de la habitación volvió a abrirse, al igual que los ojos de Amir, casi en forma automática. Latifa estaba allí, de pie, en el umbral de la puerta. Usando el vestido con el que la habían enterrado. Sus ojos brillaban con malicia y con pasos lentos entró en la habitación.
Amir tomó la daga que guardaba debajo de la almohada y saltó de la cama. Latifa se acercó lentamente, extendiendo sus pálidas manos con los dedos abiertos.
El joven ignoró el pavor que sentía y, esta vez, le rebanó el cuello hasta separarle la cabeza del cuerpo. Cuando ambas partes se desplomaron en el suelo una neblina envolvió la habitación y Amir retrocedió asustado. Le pareció que la neblina era eterna, pero pronto desapareció ante los rayos del sol naciente que penetraban por la ventana.
Y tal como había ocurrido la noche anterior, no había rastro de su cuerpo, excepto por la hoja de la daga manchada de sangre.
La tercera noche ordenó a uno de los criados que guardase la puerta de entrada y él aseguró la de su habitación.
El miedo y la expectativa no lo dejaron dormir, hasta que por fin, el sueño lo venció.
De pronto se despertó, alguien o algo se encontraba del otro lado de la puerta, arañándola.
Dispuesto a terminar de una vez por todas con aquella tortura, tomó la daga y abrió la puerta.
Allí estaba ella, tan joven, hermosa y radiante como siempre. Dio un paso y penetró en la habitación, que permanecía en penumbras. Amir le cortó la cabeza, los brazos y las piernas. Y se quedó allí, observando lo que ocurriría después.
Los rayos de sol del amanecer penetraron por la ventana y los restos se fueron evaporando, desapareciendo como si sólo hubiera sido un sueño.
Desesperado corrió hasta la puerta de entrada pero no encontró al criado que había dejado de guardia.
Sin saber a quién recurrir, montó su caballo y fue a la casa de su padre, quien lo recibió con agrado y escuchó pacientemente toda la historia.
-Esa mujer es, sin lugar a dudas, una ghul1.
-¿Qué debo hacer para librarme de ella?
El hombre se tomó unos momentos para pensar y finalmente dijo:
-Vayamos a ver a su padre.
Badis y Amir cabalgaron hasta la casa del padre de Latifa, quien los recibió con gran pesar.
Luego de exponerle los hechos, eligiendo cuidadosamente cada una de las palabras que utilizaron, el hombre dijo:
-Éste no es el primer matrimonio de mi hija, antes estuvo casada dos años con un hombre que, en realidad, era un ogro. Mi hija, cuando descubrió lo que era quiso escapar, pero él no la dejó y no tuvo más remedio que matarlo. Pero antes de morir el ogro la maldijo y a partir de ese momento la comida ya no la satisfacía y cada vez estaba más delgada y débil. Pensé que moriría hasta que, una noche, se levantó de la cama y corrió como si fuera una bestia salvaje. Llegó al cementerio, desenterró un cadáver y se lo devoró hasta dejar sólo los huesos.
"Y así fue a partir de entonces, cada tres días salía de noche para alimentarse en el cementerio, pero nunca mató a nadie."
-Debemos quemar el cuerpo -dijo Badis con aire solemne; es la única manera de que nuestros dos hijos encuentren la paz.
Y así fue como fueron los tres al cementerio y sacaron el cadáver de la bella Latifa, que permanecía incorrupta, tan hermosa como lo era en vida.
La depositaron sobre una gran pira de leña y le prendieron fuego. Cuando sólo quedaron cenizas, las esparcieron en el río para que se las llevara la corriente y nunca más regresase.

Cuentos de ogros

0.195.1 anonimo (iraq) - 078

1 Nombre que reciben los ogros en los países musulmanes

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