Hubo un gran revuelo en
las altas copas de los árboles. La luna sorprendida iluminó con más fuerza,
mientras el río desperezándose levantó su voz de agua para preguntar:
-¿Qué sucede por ahí
arriba?
-No sé -contestó el
lagarto azul mo
viendo su cabeza.
-¡Deben ser los pájaros!
-terció una flor de voz aterciopelada.
-Veamos, veamos -dijo el
búho levantando el vuelo.
-¿Qué ha ocurrido?
-preguntó una orquídea.
-¡No sabemos! El señor
búho ha ido a ver qué pasa.
-¡Vaya horas de armar
ruido! -dijo una liebre. Y a lo mejor sin motivo alguno.
-¡No sé, no sé! -dijo la
pereza sin moverse. El ruido viene de aquel árbol.
-¿Quién vive en él?
-inquirió el zamuro.
-Unos nuevos vecinos que
han llegado hace poco.
-¿Sabe cómo se llaman?
-No tengo la menor idea
-contestó la martineta estirando sus alas.
-Yo los conozco -terció
el pequeño cay agitando su cola y subiendo velozmente entre las ramas. ¡Yo los
conozco, yo los conozco...!
-Y yo también -afirmó el
papagayo estirando el cuello.
-¿Quieren callarse de una
vez? -refunfuñó enfadada la
comadreja. No son horas de molestar a nadie sin un motivo
fundamental y urgente.
-¡Quizá lo sea! -dijo el
astuto zorro.
-¡Vamos! ¿Queréis decir
de una vez cómo se llaman? -exigió el zamuro.
-Ogaraití -aclaró el
mono.
-¡Ah!, también se les
conoce por "horneros" -dijo el papagayo.
-¡Alonsito, también!
-aclaró la martineta.
-¡Qué barbaridad! ¡Nunca
he conocido a alguien que tuviera tantos nombres! -dijo pausadamente la
pereza.
-Y.. ¿qué les pasa?
-preguntó el colibrí.
-Nadie sabe. Pero...
¡ah!, ahí viene el búho.
-¿Y bien? -preguntó la
comadreja sin poder contener un bostezo.
-Los horneros acaban de
tener dos polluelos -dijo el búho.
-Y ¿para eso tanto ruido?
-se quejó la comadreja.
-¡Es natural! Estos
polluelos son su primera cría -aclaró el búho. Además, son una familia muy
alegre y están muy contentos.
-¿Has entrado en su nido?
-preguntó el papagayo.
-No. Soy demasiado
corpulento y su nido muy pequeño. Además, construyen de una manera muy singular.
No es como todos los nidos.
-¿No? -preguntaron a
coro.
-No -prosiguió el búho.
Son muy activos y hacen su casa con mucha precisión y al abrigo de posibles
ataques de seres destructores.
-¿Ah, sí? ¿Y cómo es esa
sorprendente casa? -preguntó curiosa la pereza.
-Son dos habitáculos que
se comunican entre sí. Pero de tal modo, que el hombre, a quien como sabéis muy
bien le gustan mucho los nidos, no puede meter su mano. Así se defienden de
ellos y de otros posibles enemigos.
-¡Qué sabios! -dijo muy
convencida la chuña estirando sus largas patas.
-La verdad es que me
gustaría verlo. Pero no les conozco -reflexionó el colibrí.
-Puedo presentárselos, si
quiere -dijo muy ufano el papagayo
-¿Esta misma noche?
-preguntó de nuevo el colibrí.
-Sí. ¡Vayamos!
Levantaron el vuelo y
suavemente se posaron en la rama donde el hornero había construido el nido.
Quedaron quietos
observando el ir y venir del hornero-padre, quien en cada viaje dejaba
delicadamente a la puerta de su nido una luciérnaga.
-¿Qué hacen? -inquirió en
voz baja el colibrí.
-Están iluminando la casa
para que los polluelos puedan ver desde el primer momento a sus padres -informó
el papagayo.
-¡Qué curioso! Nunca
había visto una cosa igual.
-Además, ahora, cuando
tengan bastante luz, invitará a sus amigos para que los visiten y vean a sus
hijos -aclaró con mucha suficiencia el papagayo.
-Son pájaros muy
distinguidos, ¿no?
-¡Claro! Son de muy buena
familia y mejores costumbres.
-¡Ah! -exclamó asombrado
el colibrí.
La luna seguía curiosa e
interesada alumbrando mucho para saber con exactitud qué pasaba en aquellos
parajes, donde un buen número de habitantes se habían despertado en contra de
sus buenas costumbres.
-¿Qué hacemos? -preguntó
el colibrí.
-Esperar a que haya más
luz para acercarnos.
-¡Está bien! ¡Esperemos
entonces!
-¡Oh!, ahí viene.
Efectivamente,
papá-hornero llegaba con una nueva luciernaga en su pico. La deposito
suavemente y se acercó a los visitantes.
-¡Muy buenas noches,
señor hornero!
-¡Muy buenas noches,
amigos!
-Sabemos -dijo el
papagayo- que les acaban de nacer dos hijos.
-Así es. Y tanto mi
señora como yo estamos muy contentos.
-Por eso hemos venido a felicitarles.
-¡Gracias! Son nuestros
primeros hijos.
-Su señora estará
satisfecha y muy contenta.
-Así es. ¿Quieren verlos?
-¡Con mucho gusto!
Las aves se acercaron al
nido. Las luciérnagas se habían colocado en los sitios donde podían dar más
luz y todo el nido estaba muy bien iluminado. Así que todo se veía perfectamente.
-Mi esposa. Estos son
nuestros pequeños -dijo el hornero posándose en el techo del nido. Pasen...
-¡Felicidades, señora!
Sus hijos son muy lindos.
-¡Oh! gracias. Son
ustedes muy amables.
-No les conocíamos -dijo
el papagayo.
-Es que hace muy poco que
vinimos y no hemos tenido tiempo de presentarnos y visitar a los vecinos.
-¿Son de muy lejos?
-preguntó el colibrí.
-Sí. Venimos del Plata.
-¡Ah! -exclamó asombrado
el colibrí sin saber dónde estaba el lugar.
-Nunca fuimos por esos
rumbos -aclaró el papagayo.
-Algún día irán, supongo
-dijo Papá-hornero.
-¡Quizá, quizá!
-contestaron ambos pájaros.
-Tienen una casa preciosa
-alabó el colibrí.
-¡Gracias! -dijo
mamá-hornera. ¿Quieren pasar?
-Yo no podría -aclaró el
papagayo. Es demasiado pequeña.
-Yo sí -opinó el
colibrí-, pero lo haré en otra ocasión, porque ahora no me parece muy oportuno.
-Quizá mañana o pasado
-dijo mamá-hornera con voz de cansancio.
-¡Está bien! Mañana
cuando estén más descansados volveremos.
-¡Gracias, son muy
amables! -contestaron los horneros.
-Si necesitan algo, ya
saben dónde encontrarnos.
-¡Gracias, muchas
gracias!
-¡Adiós, adiós! Buenas
noches.
-¡Buenas noches!
Volaron hasta sus nidos
dejando a los dichosos padres con sus hijitos, y el grato sentimiento de
haberles felicitado.
Cuando el papagayo y el
colibrí llegaron a su árbol, los demás habitantes preguntaron muchas cosas.
Pero como aún era muy de noche y la luna tenía que seguir su camino, el búho
dijo:
-Creo que lo más sensato
es que se duerman. Mañana podrán hablar con más tranquilidad.
-¡Claro!, como tú puedes
ver en la noche... -se quejó resentido el cay.
-¡Vamos, vamos, no
protesten y descansen! Mañana será otro día -concluyó enérgicamente el búho.
-Tiene razón -opinó la
comadreja- es lo más sensato: mañana, ¡ya hablaremos! -y dicho esto se metió
en su agujero.
Algunos moradores
refunfuñaron pues no estaban conformes, querían saber más; pero al final,
todos quedaron quietos y callados.
El bosque respiró con la
pausa de siempre y la quietud y el sueño cubrieron la totalidad de la espesura.
La luna miró una vez más
el curioso nido de los horneros y siguió su camino satisfecha de haber visto el
nacimiento de unos nuevos habitantes.
El río silenció su paso y
siguió fluyendo mansamente hacia otros lugares.
La iguana y el lagarto
azul volvieron a su morada, que estaba bajo una gran piedra protegida por
duros arbustos.
La pereza cerró sus ojos
y siguió en la misma postura. La chuña ocultó su cabeza bajo el ala y también
se entregó al sueño. La liebre aún anduvo de un lado a otro antes de meterse
en su madriguera.
Los que no dormían eran
los horneros. Estaban muy contentos con sus hijitos y no se cansaban de
contemplarlos. Pero los polluelos decidieron dormir y entonces papá-hornero
habló con las luciérnagas y todas salieron quedamente del nido y fueron a
posarse en el envés de unas grandes hojas muy cercanas, por si los pájaros
volvían a necesitarlas.
El más absoluto de los
silencios se extendió sobre la selva. Solamente se oía en la espesura el opaco
crascitar de algún zamuro y el sonido de la voz del búho, advirtiendo que cumplían
su cometido de velar en la noche.
Pero llegó el amanecer y
despertó al sol para que saliera de su casa. Todo se iluminó y los habitantes
del bosque comenzaron a despabilarse. A los pocos momentos el silencio huyó
para dejar paso a la tremenda algarabía que formaron los moradores comentando
el acontecimiento ocurrido en la noche.
-¡Hasta el río despertó!
-dijo riendo el petirrojo.
-Pero ¡si nunca duerme!
¿No ves que siempre está caminando? -aclaró una estrella que se había quedado
rezagada y corría en busca de la noche.
-Eso es cierto -dijo el
río. Fui el primero en darme cuenta que ocurría algo insólito en la noche.
-En la noche, no. Dirás
en la casa de los... ¿cómo dijeron que se llamaban? -inquirió la comadreja.
-Horneros, ogaraitís, alonsitos...
-informó el colibrí.
-Bueno, bueno, con un
solo nombre me basta -dijo la comadreja.
-La luna también se
detuvo e ilumino todo muy bien -terció el cay.
-Sí, pero lo más curioso
-aclaró el colibrí- es que los horneros iluminan sus casas con luciérnagas.
-Es que ellas son muy
colaboradoras -afirmó el zamuro.
-¿Por qué? La luna da muy
buena luz -terció la orquídea.
-Es que sus casas son muy
raras. Tienen techo, puerta y un pasillito que lleva a la habitación interior
-explicó el colibrí.
-¡Qué raro! Nunca había
visto una cosa así -comentó la chuña.
-Son raros... quizá sí,
quizá no, pero son muy amables y he sido invitado a visitarles hoy -dijo muy
ufano el colibrí.
-¡Que importancia se da!
-observó el cay moviendo su cola.
-Pues yo iré a felicitarles
-indicó la martineta.
De pronto escucharon un
bonito y armónico canto que se extendió por todo el bosque. Era como un himno
de gracias.
-¿Quién canta? -preguntó
el zamuro.
-¡Los horneros! ¿Es que
aún no conoces su canto? -interrogó el papagayo.
-La verdad, no me fijo
casi en esas cosas -detalló el zamuro.
-Nadie canta aquí como
ellos -repuso el loro.
-¡Callaos! ¡Algo se mueve
entre las ramas!
-Es el búho que va a
descansar. Creo que debemos marcharnos y dejarle que duerma tranquilo.
Las aves levantaron el
vuelo y fueron a posarse cerca del nido de los horneros.
-Pues lo que es yo, no me
voy de aquí -murmuró la pereza moviéndose lentamente y mirando cómo se
alejaban las aves.
El nido de los horneros
estaba en silencio. Las aves que lo rodeaban se miraron sorprendidas.
-¿Qué habrá pasado?
-murmuró el papagayo.
-¡Nada! ¡Que estarán
durmiendo! -dijo el túcán. Anoche les nacieron dos polluelos y ahora
descansan.
-¡Claro, claro! -dijeron
todos a una.
-Pero, ¡qué rara su casa!
Está toda cerrada y sólo tiene ese pequeño agujero -comentó la martineta.
-¿Por qué será? -preguntó
la golondrina.
-El búho dijo que las
hacían así para protegerse.
-Sí -aclaró el papagayo-,
por eso les llaman horneros. Realmente la casa parece un horno.
-Pero tú no la viste -afirmó
el colibrí.
-¡Lógico! ¿Crees que mi
corpulencia puede entrar por ese diminuto agujero?
-¡No! Por eso no entiendo
cómo puedes saber que es un horno.
-Ese nombre se lo han
puesto los hombres. Ellos sí tienen algo que se le parece -concretó el
papagayo.
-Eres un pájaro muy
instruido -dijo el zamuro.
Y así explicaron unos y
otros cuanto sabían o suponían respecto a los horneros. De algunas cosas
estaban seguros porque el búho, que es quien tiene más conocimientos del
bosque, de la selva o de las altas torres de los pueblos, se lo había
explicado, y otras, porque se lo figuraban o lo intuían.
-Bueno, creo que debemos
ir a nuestras tareas -sugirió el cay.
-Esta familia tiene que descansar
y nosotros no hacemos nada aquí -señaló el papagayo.
Iban a levantar el vuelo
cuando vieron llegar a papá-hornero.
-¡Oh, buenos días! Hemos
venido a felicitarles -habló la martineta estirando sus alas.
-¡Muchas gracias! Salí en
busca de comida y me entretuve hablando con el sol y nuestros amigos los
árboles. Todos fueron muy gentiles anoche.
-Es lo natural
-contestaron los visitantes muy orgullosos.
-Creo que les presentaré
a mis hijos dentro de unos días. Aún están como adormecidos.
-Eso no es extraño
-aclaró una periquita, a todos los pequeñuelos les ocurre lo mismo en los
primeros días.
-Nos parece correcto
señor hornero. Es muy natural que ahora descansen. Habrá tiempo para todo. Ya
nos vamos. Que tengan un buen día.
-¡Gracias, muchas
gracias! ¡Son ustedes muy amables y sobre todo muy comprensivos!
-Es que la mayoría de
nosotros también somos padres nos hacemos cargo del hecho.
-¡Gracias, amigos!
Las aves volaron y los
animalitos que no podían trepar por los árboles, corrieron por los caminos del
bosque.
De un lado a otro circuló
la voz del nacimiento de los pequeños horneros y hasta las flores hablaron
sobre eho.
Mientras tanto, en el
nido de los horneros todo era alegría y regocijo. Mamá-hornero alimentaba
cuidadosamente a los pequeños con la comida que papá-hornero había llevado.
-Quizá vengan hoy los
vecinos a visitarnos para conocer a nuestros hijitos.
-Acabo de verlos y les he
dicho -aclaró papá-horneroque dentro de unos días podrán verlos. Así tendrán
los ojos abiertos.
-Pero ya están
presentables -dijo mamá-hornero muy orgullosa.
-Lo sé, lo sé. Pero
prefiero que pasen unos días, si a ti no te importa.
-¡Como quieras! -dijo
mamá-hornero mirando tiernamente a los pequeños y, sin hablar más, siguió
pausadamente dándoles de comer.
Y así fue. Cuando los
diminutos pájaros ya podían ponerse en pie, los horneros los sacaron fuera del
nido y los habitantes de aquella parte de la selva pudieron contemplar a los
nuevos moradores.
Todos quedaron encantados
y prendados de las diminutas avecillas, que se apretaban amorosamente a
mamá-hornero para que los cobijara y les diera calor con sus protectoras alas.
0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070
No hay comentarios:
Publicar un comentario