Érase
una vez un pobre jornalero. Su mujer tuvo un hijo, y, como eran tan
pobres, no sabían a quién convidar de padrino para bautizar al
niño.
Un
día salió el jornalero a un camino, dispuesto a convidar al primero
que pasara. Pero se cansó de esperar y no pasó nadie. Ya se venía
para su casa, muy triste, cuando se le apareció la muerte y le
preguntó que qué le pasaba. El jornalero le dijo que tenía un hijo
sin bautizar, pues como en su casa eran tan pobres nadie quería ser
su padrino. Entonces la muerte le dijo:
-Bueno,
no se apure usted, que yo lo sacaré de pila, lo cuidaré y hasta le
daré estudios de médico. Ya tengo muchos ahijados, y todos están
muy contentos de serlo.
Conque
fueron y bautizaron al niño y, cuando ya fue médico, se le presentó
la muerte y le entregó una hierba, diciéndole:
-Con
esta hierba podrás curar a todo el que tú quieras, por muy enfermo
que esté. Nada más con que le toques los labios se pondrá bueno.
Pero, ojo, si al visitar a un enfermo me ves a mí a la cabecera,
dirás que tiene remedio y podrás curarlo. Pero si me ves a los pies
de la cama, dirás que no tiene remedio y no intentarás nada, porque
a ese ya le toca.
El
muchacho obedeció a su madrina y llegó a coger fama de buen médico,
pues eran muchos los que se curaban con él. Un día lo llamaron para
que visitara a un rico que se estaba muriendo, diciéndole que si lo
curaba le pagarían mucho dinero. Cuando entró en la habitación vio
a la muerte a los pies de la cama. Pero, a pesar de eso, dijo que
aquel hombre tenía remedio, le pasó la hierba por los labios y lo
curó. Cogió su dinero y cuando ya iba para su casa se encontró con
su madrina, que le dijo:
-Eres
un mal ahijado. Por esta vez te perdono, pero recuerda que no debes
curar a nadie si me ves a mí a los pies de la cama.
Pasó
el tiempo y otro día volvieron a llamar al muchacho a casa de otro
hombre muy rico, más rico todavía que el anterior, diciéndole que
le darían el doble de dinero si lo curaba. Cuando el muchacho se
presentó en la habitación, vio a la muerte a los pies de la cama,
haciéndole señas de que no fuese a repetir la misma faena. Pero él
no le hizo caso y dejó de mirarla, por lo que no vio que lo
amenazaba con su guadaña. Aplicó su medicina, cobró su dinero y se
fue. Cuando ya iba para su casa, la muerte le salió otra vez al
encuentro y le dijo:
-Ya
me lo has hecho dos veces. La próxima, te tocará a ti.
Ocurrió
entonces que la hija del rey se puso enferma, y todos los médicos
dijeron que no tenía remedio. Pero el rey publicó un bando diciendo
que aquel que fuera capaz de curar a la princesa se casaría con
ella. Llegó la noticia a oídos del muchacho y se puso en camino,
muy preocupado por saber si se encontraría o no a la muerte y si
estaría a los pies o a la cabecera de la cama. Se presentó en
palacio temblando cuando entró en la habitación. Y allí estaba la
muerte, a los pies de la cama. El rey le suplicó al muchacho que
hiciera todo lo posible por salvar a su hija y le prometió que la
boda sería antes de un año si la princesa se curaba, y que lo
nombraría heredero de todos sus reinos. El muchacho miraba de reojo
a la muerte, pero esta le hacía señas de que no. Y así un rato.
Por
fin él se atrevió, sacó su yerba, la pasó por los labios de la
princesa y en seguida esta se puso buena. El rey y todo el mundo en
el palacio se pusieron muy contentos y empezaron ya los preparativos
de la boda.
Pero
el muchacho se encontró con la muerte, que le dijo:
-Esta
sí que no te la perdono.
Él
entonces se puso a llorar y a suplicarle que por lo menos le dejara
tiempo de casarse con la princesa. Entonces la muerte lo llevó a una
habitación donde había muchas velas encendidas y de muchos tamaños;
unas muy grandes, otras medianas, otras pequeñas, y otras tan chicas
que en seguida chisporroteaban y se apagaban. La muerte dijo:
-A
ver si tienes suerte y averiguas cuál corresponde a tu vida. Las
grandes son las de los niños que nacen, las más pequeñas...
Decía
el muchacho, señalando a una de las medianas:
-¿Es
esta?
Y
la muerte decía que no con la cabeza. Y otra vez, señalaba él a
otra un poco más pequeña:
-¿Es
esta?
Y
la muerte volvía a negar, y él señalaba otra más pequeña y la
muerte a decir que no. Así fue llegando a las que eran cada vez más
chicas y por fin se acercó tanto a una pequeñita, pequeñita, que
al decir: «¿Es esta?», con solo el aliento de su voz se apagó, y
allí se quedó muerto.
0.003.1 anonimo (españa) - 075
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