Kabrakán, Kabrakán,
Kabrakáaaaaaaannnnnnnn!
La voz sonó firme y
segura. El eco se extendió con la velocidad del rayo luminoso y, como si
tuviera alas en sus etéreos pies, corrió por la selva, atravesó ríos, salvó
los valles, saltó por encima de las montañas, y resonó en la callada sonoridad
de la espesura buscando el confín del infinito sin sueño.
Se despeñó entre las
rocas buscando las quiméricas raíces del musgo insomne..., se arrastró entre
los peñascales, se adentró en el intrincado mundo de los arbustos, subió a las
copas de los árboles, escaló laderas y cumbres, para bajar vertiginoso por las
resbaladizas vertientes de líquenes y lluvias.
Quiso subir al cielo, y
las estrellas le señalaron los caminos que llegarían a ser de los futuros
hombres. Caminos de tierra y piedras, caminos de océanos, mares, ríos y
arroyos. Caminos de áridas orillas, donde el sol se quiebra rompiendo en mil
pedazos su fuerza ciega y ardiente.
-¡Kabraaaaaakáaaaaannnnnn!
El grito, quizá el alarido,
se convirtió en poderoso rejón que horadó tierras y cielos, aguas y piedras,
para llegar a la profundidad de la gruta, donde la oscuridad era una densa y
húmeda nube que guardaba el sueño eterno de los metales y las piedras
preciosas. Quizá guardaba también los ríos de oro, las verdes, doradas y
brillantes plumas del quetzacohuatl y los vibrantes colores del mítico colibrí.
Y allá llegó el eco
alargado y sonoro. Entró en la cueva, separó la húmeda oscuridad, apartó las
piedras preciosas y levantó las quiméricas sabanas.
Tiritaron las blancas
raíces y el agua corrió presurosa a esconderse en la profundidad de la
estremecida entraña de la tierra.
No. No. Allá no estaba
Kabrakán, porque si estuviera, la tierra lo delataría. Pero del fondo, de lo
más oscuro y misterioso, surgió un bisbiseo que fue convirtiéndose en palabra.
-Kabrakán está al otro
lado de la montaña, donde los ríos crecen de pie y duermen los árboles. Allá
donde los pensamientos de los futuros hombres se despeñarán en la ardiente
cuenca y se conver-tirán en plantel de flores, en callados y quietos guijarros
que dormirán por siempre en el lecho del río, y acaso, a veces, caminarán
arrastrados por las aguas.
El eco salió presuroso y
de nuevo llenó los valles, las colinas, las gargantas, los arroyos, las rocas,
los riscos, la umbría serpenteante de la selva rumorosa.
-¡Kabrakán, Kabrakán,
Kaaaaabraaaaakáaaaannnnn!
El colibrí, el guacamayo,
el loro, la paraulata, el tucán, el cristo-fué, el perico y el arrendajo
pronunciaron sus palabras, revolotearon en el aire e invitaron a las flores y a
los frutos, para que a través de sus hojas, sus tallos y sus raíces, buscaran
al gigante de tierra que corría veloz como una centella y daba la vuelta al
mundo en un abrir y cerrar de estrellas.
-¡Kaaabrrraaakánnnnn,
Kaaaabrrrraaaakáaaannnn!
Las subterráneas aguas,
las arenas, las rocas, las gemas, las blancas y oscuras piedras de los ríos y
laderas, se movieron tenuemente en misteriosa onda y estremecieron las capas
de tierra para llamar la atención de Kabrakán.
Todo, absolutamente todo
el universo palpitó en una espasmódica onda y llegó hasta el misterioso lugar
donde reposaba Kabrakán. Sus enormes piernas yacían sobre un lecho de verdes y
tiernas hojas. Sus manos se cerraban sobre la fragilidad de unas florecillas
amarillas y una diminuta rama de pino joven. En sus manos no se veía una sola
pluma. La cabeza se apoyaba sobre un cerezo en flor, que se esforzaba por
darle el perfume de sus pétalos.
Un enorme lagarto azul y
una verde iguana descansaban cerca de su gran corazón, que estaba formado por
una gigantesca esmeralda y un enorme rubí.
La selva respiraba paz y
serenidad. Quietud y dulzura. Silencio y tenue sonoridad. Algo así como una
enigmática e impalpable sonfonía, en la que los instrumentos eran las
estrellas y todos los astros que pueblan el azul infinito, donde se unen las galaxias
y los quiméricos corceles de un mundo mágico.
Luz y tiniebla. Tiritar
de astros en la armonía cósmica, para que reptiles y metales oscuros
palpitaran en orgía de vigilia y sueño.
El eco sorprendido detuvo
sus pasos. Kabrakán era hermoso, salvajemente hermoso. Sus fornidos miembros
tenían la fortaleza proporcionada por Gea, la madre tierra, que le nutría
constantemente con la poderosa savia de sus entrañas, de su útero fértil y que
ningún mortal puede ver mientras la vida anime sus ojos. Luego, cuando las
pupilas se transforman en transparentes diamantes y todo su cuerpo se convierte
en mármol de cualquier color, sabrá de la calidez de ese útero que le dio vida
y que después avaramente reclama.
Térreo, feroz útero de
vida infinita en todas sus formas, vida eterna y voz sin fin. Savia
vivificadora de donde surgen las pasiones que todo lo transforman.
Y allí y estaba Kabrakán
descansando. Hermoso como un Dios y poderoso como la Vida y la Selva misma. Su fuerza
creaba y destruía montañas, selvas, grutas, nidos, y todo cuanto había sido
creado.
El sueño de los metales
se convertía en grito suplicante, fantásticas manos capaces de levantar a aquel
gigante de tierra que se entretenía en aplastar cimas y montes, en empujar al
mar para descubrir un mundo de caracolas, peces y grises hipocampos que corrían
enloquecidos en busca de sus cuevas.
Un nahual de plata y oro
velaba el sueño de Kabrakán, y unos hilos de perlas intensamente blancas se
movían con suavidad como queriendo llevar el compás de la respiración del TODO.
El ámbar, el fascinante y
poderoso ámbar, con su legendario perfume, abre caminos desconocidos hacia
escondidos mundos, donde el hálito de la vida cristaliza lo divino y lo humano.
Lo que fue y es, y lo que será en la sombra y en la piel de los siglos
infinitos.
El verde oscuro del
chichicaste se yergue viril y activo en gesto majestuoso de rey eterno. El
chalchigüits deja que sus destellos de diamante dormido iluminen las hojas que
buscan el sendero de un ensueño de espuma y agua dormida. La luz blanca, el
intenso plenilunio, iluminó a Meaván con una luz fuerte, cegadora, metálica.
Luz arrogante, luz firme y luz poderosa e interminable que procedía de los
infinitos planetas que se bañaban en el mercurio de los siglos.
Meaván protegía el sueño
de Kabrakán y deseaba achicar su gigantesca estatura, doblar su infinita espina
dorsal, para postrarse a los pies del bello y poderoso Kabrakán.
Y todos los arquitectos
celestes, los ingenieros mágicos, los sabios constructores, los diligentes
técnicos, todos los que con sus manos, sabiduría e imaginación habían creado el
mundo y sus pobladores, incluyendo animales y el alucinante mundo vegetal,
acudieron sigilosamente para contemplar a Kabrakán.
Jamás habían creado tanta
fuerza y tanta hermosura en una sola criatura. Por eso, los montes, las grutas,
las cuevas, las rocas, las cimas, lo subterráneo, las flores tiernas y sencillas,
los árboles diminutos y los gigantescos, los grandes, los poderosos, se miraban
en él y sabían que todo dependía de su humor y de su fuerza, porque la
protección de todos y de todo lo creado estaba sobre él y en él.
Todos los dioses del
continente americano se levantaron como fantásticas y enigmáticas criaturas. En
lo profundo, las aguas, las raíces, los metales, las fabulosas resinas, se
aunaron también, porque sabían que Kabrakán era el gigante más poderoso. El
que jugaba con montañas, rocas y mares. El que resplandecía en la luz y la oscuridad. El que
creaba palomas de plomo y flores de estrellas. El que soñaba quimeras y levantaba
montañas con sólo mover uno de sus dedos. El que abría las cordilleras que
guardaban el fuego y hacía correr los ríos ardientes para formar mables rojos, azules
y platerescos.
Pero, ¿dónde estaba el
hombre? Y la pregunta quedó palpitando en el aire anaranjado. El hombre aún no
había sido formado. Todavía los creadores y forjadores del Universo estaban
absortos en otras creaciones y en sus mentes aún no había aparecido la criatura
que después se erigiría como rey de la Creación Total y
Absoluta.
-¡Kabrakán,
Kaabraaakáaannn, Kaaaabrrraaaakánnnnnnnn!
De nuevo el eco resonó en
todo el orbe como el sonido de miles y miles de trompetas de plata. De nuevo,
ríos, océanos, mares, arroyos, espesuras, volcanes, montañas, valles,
gargantas, desfiladeros, colinas, llanuras, senderos, caminos y trochas, lo
llevaron de un lado a otro. Lo dejaron correr a sus anchas para que llegara, en
toda su pureza e intensidad, al oído del gigante niño, que sabe jugar con todos
los elementos y que quizá con su Poder pueda llamar y abrir las puertas del
cielo para contar los astros y las estrellas, para formar los plenilunios, para
agarrar los meteoritos o detener la fugacidad de los cometas. O mezclar la luz
y la oscuridad, y quizá construir el descomunal templo del que brotará la paz
universal y la serenidad de las criaturas creadas y por crear. Esa paz dulce y
eterna, que nada sabrá de las malas pasiones, ni de rencores, ni de envidias,
ni de odios, ni de humillaciones, ni de ese opaco y tenebroso instinto que
brota y flota en lo más profundo. Por eso las montañas se enfurecían y
arrojaban el devastador fuego de sus entrañas, las espesas aguas convertidas
en lavas destructoras y también purificadoras. El fuego purifica y cuando se
apaga convirtiéndose en cenizas, todo lo que ha tocado, se transforma en fertilidad,
en vida, en la anciana savia de la tierra, en el lecho donde todo germina y
florece y donde las aguas sueñan y, en sus ensueños, producen la gran
germinación que se mudará en eclosión exhuberante de ignoradas flores, de bellos
frutos y de titilantes estrellas.
-¡Kabrakán,
Kabraaakánnnn, Kaaaabraaaakáaaannnn!
El eco sonó y brotó una
vez más: se puso en pie como una mágica y firme varilla de flexible y
destellante acero. Vibró una y mil veces, produciendo el ruido cabalístico y
seco que llegó casi de puntillas al oído de Kabrakán.
En un principio, el
sorprendente gigante apenas si movió ligeramente su rostro y se llevó una mano
al oído, como queriendo alejar lo que le molestaba en su profundo sueño. Sueño
quizá de siglos.
La iguana y el lagarto
azul se movieron ante el poderoso latido de su corazón de esmeralda y rubí. Las
florecillas y la rama de pino que tenía en su mano suspiraron al sentirse libres
y caer desmayadas sobre el húmedo suelo.
De nuevo, el eco puesto
en pie vibró sonoramente con sus aceradas ondas que abrieron toda la faz del
mundo casi recién creado. Los dioses, los enigmáticos dioses de todos los mundos,
rodeaban a Kabrakán dispuestos a serle útiles en cuanto él decidiera abrir sus
ojos y volver a jugar con todo lo creado.
Pero el sueño de Kabrakán
era profundo y reparador. Era el premio al tremendo esfuerzo que había
realizado corrigiendo montañas y mares. Tocando y cambiando la espesura de
la selva y el hosco rumor de unos océanos que querían extender sus aguas y la
sombra de su piel sobre todo lo creado y lo aún por crear.
Allí estaba el fulgurante
Quezacohuatl, Viracocha, Kanaima, Amalivacá, Tzakol, Bitol, Qaholom, Xochil,
y hasta el maestro Mago del Alba, con su rico y brillante manto de luz y su
rama verde llena de rojas estrellas. El Mago de la Noche prefirió quedarse en
su grata niebla, buscando no se sabe qué mágicos signos para ponerlos en el
cristal sin sueño de la oscuridad. Y el Mago de la Tarde aún buscaba el
infinito donde la luz y la sombra formaban una recta inquietante de
horizontalidad perfecta.
Todos los maestros
estaban contemplando al gigante Kabrakán que, como misteriosa criatura,
ostentaba y representaba el Poder inmenso y firme que le habían otorgado.
Dormía plácida,
apaciblemente, para recuperar sus fuerzas, ya que durante muchos, muchos días
y horas, había levantado montañas, cerrado valles y cambiado lagos y ríos...
y hasta intentó alcanzar las más bellas estrellas, no se sabe con qué fin, pues
tenía en sus manos el poder creador y el poder destructor.
Y he aquí que Gucumatz,
el más poderoso de todos los cielos, habló:
-Digo que Kabrakán debe
dejar quietas las montañas, los valles y ríos. Porque si continua así,
destruirá el orbe, arruinará todo lo creado y nuestro trabajo habrá sido
totalmente estéril.
El Mago del Alba sonrió
con suficiencia y dijo:
-Yo, que ilumino todo y
mis ojos ven hasta el más escondido polvo de arena, digo que debemos hacer que
duerma así, tranquilo, mientras los magos constructores terminan la obra.
-Tenéis razón -dijeron
Qux Cho y algunos más, nosotros, que como sabéis somos los espíritus de los
Lagos, muchas veces hemos tenido que correr a refugiarnos en las grutas
secretas, porque Kabrakán, al mover las montañas, cambia de lugar nuestros
lagos.
-Es cierto -terció
Quezalcohuatl, porque a veces, en mis vuelos y en mi continuo reptar, he tenido
que esconderme en la región de Kakauel, lugar de la gran
"Ocultadora".
Y así, uno y otro, todos
los dioses contaron lo que les ocurría cuando Kabrakán, con su luminosa
juventud y su poderosa fuerza, corría de un lado a otro del planeta, modificando
el paisaje, abriendo y cegando valles, levantando y aplastando montañas, plantando
y arrancando árboles, jugando con los ríos, con los arroyos, con los lagos y
hasta con el mar y los océanos.
El Maestro de la Oscura Noche , el gran
Mago de la Oscuridad
y las tinieblas, dijo con solemnidad:
-Yo le taparé los ojos dejando
en ellos el rostro de mi total oscuridad.
Ak-Tzys, el gran Mortificador,
también habló:
-Yo haré que su nariz y
sus ojos le atormenten hasta el punto de que no pueda mover sus manos, ni sus
pies.
Pero Hun-Hunahpu, que era
el supremo Maestro Mago, habló:
-Veo que estamos
condenando a nuestra criatura. Nosotros y otros señores dioses que están
ausentes, somos quienes hemos creado a Kabrakán tal y como es. Y ahora, porque
corre y juega por toda la
Tierra y emplea su poder y su fuerza, nos sentimos molestos y
queremos dejarle ciego y sin fuerzas. Creo que eso no es justo. Si le hicimos
así, debemos soportarlo y aceptarlo.
-¡Pero es peligroso con
tanto poder y tanta fuerza! -dijeron apresurada-mente los Magos Arquitectos,
que estaban casi furiosos, porque Kabrakán, a veces, deshacía su obra en un
abrir y cerrar de ojos.
Camazotz, Murciélago de la Muerte , dijo:
-Sé muy bien que
Rasca-Cakulha lo protege. Y si alguien osara hacerle daño, vendrían todos los
Magos y Gigantes Relámpagos y tendríamos que luchar contra ellos. Llevémoslo
así, dormido, al lugar del Alba y que quede allá por un tiempito.
Todos callaron y
siguieron contemplando perplejos y admirados al joven gigante.
-¡Está bien! -dijeron los
Magos Formadores, pero no debemos aprovecharnos de su sueño. Que sea despertado
y hablaremos con él.
-No comprenderá, porque
es libre, y lo que queremos es cortar su libertad. Atar sus alas...
-Es simplemente limitar
su poder, no cortar sus alas, ni su libertad. Además, él no tiene en cuenta más
que su capricho y su poder.
-Y también su fuerza.
-Lo hemos malcriado
nosotros, que somos sus creadores.
-Debemos corregir nuestro
error. Cambiemos su forma de ser.
-¡Un momento! Pensemos
qué es mejor. Hagamos el círculo absoluto y pensemos con profundidad y
cordura.
Hicieron el círculo
después de trazar la raya mágica de la sabiduría y también paralizaron el sol y
las estrellas. Unieron sus manos en señal de comprensión y hermandad, para que todos
los pensamientos fueran uno solo.
Así estuvieron siete días
con sus siete noches. Siete días en los que la Naturaleza permaneció
dormida. Callada como si fuera un espejo sin azogue y con formas extrañamente
decididas. Se hizo el silencio profundo como si fuera una hora inmóvil y la
luz y la sombra se confundieron para dar cuerpo a la horizontal del infinito
sin sueño y sin fronteras.
La raíz genital de todas
las cosas cayó en el fondo del gigantesco útero del Universo, esperando
convertirse en algo fabuloso y encantador.
Las alas del cóndor
quedaron inmóviles sobre un tenue y transparente aire azul y, sobre los mares,
los rayos del sol se convirtieron en doradas sendas.
El Pensamiento Universal
creció elevándose por encima de lo creado y lo aún por crear. Su fuerza,
poderosa e inaudita, buscaba la Verdad Absoluta para dejarla en el corazón verde-rojo
de Kabrakán. Ahondaba en el infinito e interrogaba a las dormidas galaxias,
donde flotaban los más extraños astros.
Los Creadores y
Formadores de dioses se inquietaban porque el Pensa-miento Universal no tenía
nada que ofrecerles, y menos aún darles la solución exacta para corregir a
Kabrakán. Uno de ellos, casi silenciosamente y dentro de su quietud, murmuró:
-¿Y si fuera esa la
perfección?
-¡No! -gritaron mares,
océanos y montañas.
-¡No! -dijeron los
pájaros y las flores.
-¡Quizá! -exclamó el
mundo vegetal.
-¡No! -clamaron los
metales y las aguas subterráneas.
-¡No! -susurraron las
piedras preciosas ocultando sus colores.
-¡¡Pensemos, pensemos!!
¡¡Reflexionemos, reflexionemos!! –volvieron a decir Constructores, Maestros,
Magos y demás dioses.
Y de nuevo buscaron en
todas partes y hasta en los lugares que estaban sin crear e iban tomando
conciencia de ser.
Astros, soles, plantas,
océanos, arroyos, mares, lagos, ríos, profundidades, cimas, flores y frutos,
raíces y metales, aire y trinar de pájaros, rumores de creaciones menores y
mayores, huracanes y vientos, brisas y céfiros, rayos y truenos, relámpagos y
oscuridades, tormentas y bonanzas... ¡todo, todo el Universo infinito!,
quedaron quietos ante el Pensamiento Universal y la voz única del Absoluto
Total.
Cansados y soñolientos,
expectantes y casi prometedores, abrieron el círculo borrando de una sola vez y
sin dejar señales la línea mágica.
En todo el Universo y tal
vez más allá de él, donde duermen las fronteras de lo irracional y las sombras
del sueño integral, vibró la onda vital de la hermosura y la bondad eterna.
Todos, absolutamente
todos, comprendieron que debían esperar un tiempo más, para que la voz, la
palabra del TODO, se dejara oír, se dejara escuchar en la Paz Infinita.
Por eso, precisamente por
eso, se miraron a los ojos y a las manos. Aún quedaba mucho que hacer y así fue
cómo cada uno de ellos, con el silencio en el corazón y la dulce oscuridad en
sus ojos, se fueron retirando a sus dominios para seguir trabajando con las
grandes fuerzas ocultas y los materiales universales que brindaba el espacio
infinito.
El eco quedó sorprendido
de la huida de los Maestros Construc-tores, de los felices y activos dioses, de
los grandes Arquitectos de la bóveda celeste y los caminos del cielo.
Abrió sus grandes ojos.
Cruzó los largos brazos sobre el arcano pecho. Cerró su boca y quedó quieto,
inmóvil como una ingente roca, contemplando la salvaje belleza dormida del
gigante Kabrakán.
0.081.1 anonimo (sudamerica) - 070
bellisimo!!
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